Amanecía, y la nieve que caía
a montones, con su silencio felino que tiene el aire traidor del andar del
gato, iba echando, capa sobre capa, por toda la anchura de la Puerta del Sol, paletadas
de armiño, que ya habían borrado desde horas atrás las huellas de los
transeúntes trasnochadores. Todas las puertas estaban cerradas. Sólo había una
entreabierta, la del
Principal ; una mesa con buñuelos, que alguien había intentado
sacar al aire libre, la habían retirado al portal de Gobernación. Doña Berta,
que contemplaba el espectáculo desde una esquina de la calle del Carmen, no
comprendía por qué dejaban freír buñuelos, o, por lo menos, venderlos en el
portal del Ministerio; pero ello era que por allí había desaparecido la mesa, y
tras ella dos guardias y uno que parecía de telégrafos. Y quedó la plaza sola;
solas doña Berta y la
nieve. Estaba inmóvil la vieja; los pies, calzados con
chanclos,* hundidos en la blandura; el paraguas abierto, cual
forrado de tela blanca. «Como allá, pensaba, así estará el Aren.» Iba a misa de
alba. La iglesia era su refugio; sólo allí encontraba algo que se pareciese a
lo de allá. Sólo se sentía unida a sus semejantes de la corte por el vínculo
religioso. «Al fin, se decía, todos católicos, todos hermanos.» Y esta
reflexión le quitaba algo del miedo que le inspiraban todos los desconocidos,
más que uno a uno, considerados en conjunto, como multitud, como gente. La misa
era como la que ella oía en Zaornín, en la hijuela* de Pie de loro.
El cura decía lo mismo y hacia lo mismo. Siempre era un consuelo. El oír todos
los días misa era por esto; pero el madrugar tanto era por otra cosa.
Contemplar a Madrid desierto la reconciliaba un poco con él. Las calles le
parecían menos enemigas, más semejantes a las callejas; los árboles más
semejantes a los árboles de verdad. Había querido pasear por las afueras...
¡pero estaban tan lejos! ¡Las piernas suyas eran tan flacas, y los coches tan
caros y tan peligrosos!... Por fin, una, dos veces llegó a los límites de aquel
caserío que se le antojaba inacabable... ; pero renunció a tales
descubrimientos, porque el campo no era campo, era un desierto; ¡todo
pardo! ¡todo seco! Se le apretaba el corazón, y se tenía una lástima infinita.
«¡Yo debía haberme muerto sin ver esto, sin saber que había esta desolación en
el mundo; para una pobre vieja de Susacasa, aquel rincón de la verde alegría,
es demasiada pena estar tan lejos del verdadero mundo, de la verdadera tierra,
y estar separada de la frescura, de la hierba, de las ramas, por estas leguas y
leguas de piedra y polvo.» Mirando las tristes lontananzas, sentía la impresión
de mascar polvo y manosear tierra seca, y se le crispaban* las
manos. Se sentía tan extraña a todo lo que la rodeaba, que a veces, en mitad
del arroyo, tenía que contenerse para no pedir socorro, para no pedir que por
caridad la llevasen a su Posadorio. A pesar de tales tristezas, andaba
por la calle sonriendo, sonriendo de miedo a la multitud, de quien era
cortesana, a la que quería halagar, adular, para que no le hiciesen daño.
Dejaba la acera a todos. Como era sorda, quería adivinar con la mirada si los
transeúntes* con quienes tropezaba le decían algo; y por eso
sonreía, y saludaba con cabezadas expresivas, y murmuraba excusas. La multitud
debía de simpatizar con la pobre anciana, pulcra,* vivaracha,*
vestida de seda de color de tabaco; muchos le sonreían también, le dejaban el
paso franco; nadie la había robado ni pretendido estafar. Con todo, ella no
perdía el miedo, y no se sospecharía, al verla detenerse y santiguarse antes de
salir del portal de su casa, que en aquella anciana era un heroísmo cada día el
echarse a la calle.
Temía a la multitud..., pero
sobre todo temía el ser atropellada, pisada, triturada* por
caballos, por ruedas. Cada coche, cada carro, era una fiera suelta que se le
echaba encima. Se arrojaba a atravesar la Puerta del Sol como una mártir cristiana podía entrar
en la arena del circo. El tranvía le parecía un monstruo cauteloso, una
serpiente insidiosa. La guillotina se la figuraba como una cosa semejante a las
ruedas escondidas resbalando como una cuchilla sobre las dos líneas de hierro.
El rumor de ruedas, pasos, campanas, silbatos y trompetas llegaba a su cerebro
confuso, formidable, en su misteriosa penumbra del sonido. Cuando el tranvía
llegaba por detrás y ella advertía su proximidad por señales que eran casi
adivinaciones, por una especie de reflejo del peligro próximo en los demás
transeúntes, por un temblor suyo, por el indeciso rumor, se apartaba doña Berta
con ligereza nerviosa, que parecía imposible en una anciana; dejaba paso a la
fiera, volviéndole la cara, y también sonreía al tranvía, y hasta le hacía una
involuntaria reverencia; pura adulación, porque en el fondo del alma los
aborrecía, sobre todo por traidor y alevoso.* ¡Cómo se echaba
encima!
¡Qué bárbara y refinada
crueldad!... Muchos transeúntes la habían salvado de graves peligros, sacándola
de entre los pies de los caballos o las ruedas de los coches; la cogían en
brazos, le daban empujones por librarla de un atropello... ¡Qué agradecimiento
el suyo! ¡Cómo se volvía hacia su salvador deshaciéndose en gestos y palabras
de elogio y reconocimiento! «Le debo a usted la vida. Caballero ,
si yo pudiera algo... Soy sorda, muy sorda, perdone usted... pero todo lo que
yo pudiera...» Y la dejaban con la palabra en la boca aquellas providencias de
paso. « ¡Por qué tendré yo tanto miedo a la gente, si hay tantas personas
buenas que la sacan a una de las garras de la muerte?» No la extrañaría que la
muchedumbre indiferente la dejase pisotear* por un caballo, partir
en dos por una rueda, sin tenderle una mano, sin darle una voz de aviso. ¿Qué
tenía ella que ver con todos aquellos desconocidos? ¿Qué importaba ella en el
mundo, fuera de Zaornín, mejor, de Susacasa? Por eso agradecía tanto que se le
ayudase a huir de un coche, del tranvía... También ella quería servir al
prójimo. La vida de la calle era, en su sentir, como una batalla de todos los
días, en que entraban descuidados, valerosos,* todos los habitantes
de Madrid: la batalla de los choques, de los atropellos; pues en esa jornada de
peligros sin fin, quería ella también ayudar a sus semejantes, que al fin lo
eran, aunque tan extraños, tan desconocidos. Y siempre caminaba ojo avizor,*
supliendo el oído con la vista, con la atención preocupada con sus pasos y los
de los demás. En cada bocacalle,* en cada paso de adoquines, en cada
plaza había un tiroteo, así se lo figuraba, de coches y caballos, los mayores
peligros; y al llegar a estos tremendos trances* de cruzar la vía
pública, redoblaba su atención, y, con miedo y todo, pensaba en los demás como
en sí misma; y grande era su satisfacción cuando podía salvar de un percance de
aquellos a un niño, a un anciano, a una pobre vieja, como ella; a quienquiera
que fuese. Un día, a la hora de mayor circulación, vio desde la acera del
Imperial* a un borracho que atravesaba la Puerta del Sol, haciendo
grandes eses, con mil circunloquios y perífrasis de los pies; y en tanto,
tranvías, ripperts* y simones*, ómnibus y carros, y
caballos y mozos de cordel cargados iban y venían, como saetas que se cruzan en
el aire... Y el borracho sereno, a fuerza de no estarlo, tranquilo,
caminaba agotando el tratado más completo de curvas, imitando toda clase de
órbitas y eclípticas,* sin soñar siquiera con el peligro, con
aquel fuego graneado de muertes seguras que iba atravesando con sus traspiés.
Doña Berta le veía avanzar, retroceder, librar por milagro de cada tropiezo,
perseguido en vano por los gritos desdeñosos de los cocheros y jinetes...; y
ella, con las manos unidas por las palmas, rezaba a Dios por aquel hombre desde
la acera, como hubiera podido desde la costa orar por la vida de un náufrago
que se ahogara a su vista.
Y no respiró hasta que vio al
de la mona en el puerto seguro de los brazos de un polizonte,*
que se lo llevaba no sabía ella adónde. ¡La Providencia , el Ángel
de la Guarda
velaba, sin duda alguna, por la suerte y los malos pasos de los borrachos de la
corte!
Aquella preocupación
constante del ruido, del tránsito, de los choques y los atropellos,*
había llegado a ser una obsesión, una manía, la inmediata impresión material
constante, repetida sin cesar, que la apartaba, a pesar suyo, de sus grandes
pensamientos, de su vida atormentada de pretendiente. Sí, tenía que
confesarlo; pensaba mucho más en los peligros de las masas de gente, de los
coches y tranvías, que en su pleito, en su descomunal combate con
aquellos ricachones* que se oponían a que ella lograse el anhelo que
la había arrastrado hasta Madrid. Sin saber cómo ni por qué, desde que se había
visto fuera de Posadorio, sus ideas y su corazón habían padecido un
trastorno; pensaba y sentía con más egoísmo; se tenía mucha lástima a sí misma,
y se acordaba con horror de la muerte. ¡Qué horrible debía de ser irse nada
menos que a otro mundo, cuando ya era tan gran tormento, dar unos pasos
fuera de Susacasa, por esta misma tierra, que, lo que es parecer, ya parecía
otra! Desde que se había metido en el tren, le había acometido un ansia loca de
volverse atrás, de apearse, de echar a correr en busca de los suyos, que
eran Sabelona y los árboles, y el prado y el palacio..., todo aquello que
dejaba tan lejos. Perdió la noción de las distancias, y se le antojó que había
recorrido espacios infinitos; no creía posible que se pudiera desandar lo
andado en menos de siglos... ¡Y qué dolor de cabeza! ¡Y que fugitiva le parecía
la existencia de todos los demás, de todos aquellos desconocidos sin
historia, tan indiferentes, que entraban y salían en el coche de segunda en
que iba ella, que le pedían billetes, que le ofrecían servicios, que la
llevaban en un cochecillo a una posada! ¡Estaba perdida, perdida en el gran
mundo, en el infinito universo, en un universo poblado de fantasmas! Se le
figuraba que habiendo tanta gente en la tierra, perdía valor cada cual; la vida
de este, del otro, no importaba nada; y así debían de pensar las demás gentes,
a juzgar por la indiferencia con que se veían, se hablaban y se separaban para
siempre. Aquel teje maneje* de la vida; aquella confusión de las
gentes, se le antojaba* como los enjambres de mosquitos de que ella
huía en el bosque y junto al río en verano.
-Pasó algunos días en Madrid
sin pensar en moverse, sin imaginar que fuera posible empezar de algún modo sus
diligencias para averiguar lo que necesitaba saber, lo que la llevaba a la corte. Positivamente
había sido una locura. Por lo pronto, pensaba en sí misma, en no morirse de
aseo en la mesa, de tristeza en su cuarto interior con vistas a un callejón
sucio que llamaban patio, de frío en la cama estrecha, sórdida, dura,
miserable. Cayó enferma. Ocho días de cama le dieron cierto valor; se levantó
algo más dispuesta a orientarse en aquel infierno que no había sospechado que
existiera en este mundo. El ama de la posada llegó a ser una amiga; tenía
ciertos visos* de caritativa; la miseria no la dejaba serlo por
completo. Doña Berta empezó a preguntar, a inquirir .. ; salió de casa. Y
entonces fue cuando empezó la fiebre del peligro de la calle. Esta fiebre no
había de pasar como la
otra. Pero en fin, entre sus terrores, entre sus batallas,
llegó a averiguar algo; que el cuadro que buscaba yacía depositado en un
caserón cerrado al público, donde le tenía el Gobierno hasta que se decidiera
si se quedaba con él un ministro o se lo llevaba un señorón americano para su
palacio de Madrid primero, y después tal vez para su palacio de La Habana. Todo esto
sabía, pero no el precio del cuadro, que no había podido ver todavía. Y en esto
andaba; en los pasos de sus pretensiones para verlo.
Aquella mañana fría, de
nieve, era la de un día que iba a ser solemne para doña Berta; le habían
ofrecido, por influencia de un compañero de pupilaje, que se le dejaría ver,
por favor, el cuadro famoso, que ya no estaba expuesto al público, sino tendido
en el suelo, para empaquetarlo, en una sala fría y desierta, allá en las
afueras. ¡Pícara casualidad! O aquel día, o tal vez nunca. Había que atravesar
mucha nieve... No importaba. Tomaría un simón,* por extraordinario,
si era que los dejaban circular aquel día. ¡Iba a ver a su hijo! Para
estar bien preparada, para ganar la voluntad divina a fin de que todo le
saliera bien en sus atrevidas pretensiones, primero iba a la iglesia, a misa de
alba. La Puerta
del Sol, nevada, solitaria, silenciosa, era de buen agüero.* «Así
estará allá. ¡Qué limpia sábana! ¡qué blancura sin mancha! Nada de caminitos,
nada de sendas de barro y escarcha, nada de huellas... Se parece a la nieve del
Aren, que nadie pisa»
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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