Y aquella noche soñó doña
Berta que de un pueblo remoto, allá en los puertos de su tierra, donde había
muerto el pintor amigo, llegaba como por encanto, con las alas del viento, un
señor notario, pequeño, pequeñísimo, casi enano, que tenía voz de cigarra y
gritaba agitando en la mano un papel amarillento: «¡Eh, señores! deténganse;
aquí está el último testamento, el verdadero, el otro no vale; el cuadro de
doña Berta no lo deja el autor a los hospitales; se lo regala, como es
natural, a la madre de su capitán, de su amigo... Con que recoja usted
los cuartos, señor americano el de los millones, y venga el cuadro...; pase a
su dueño legítimo doña Berta Rondaliego.»
Despertó temprano, recordó el
sueño y se puso de mal humor, porque aquella solución, que hubiera sido muy a
propósito para realizar el milagro que esperaba la víspera, ya había que
descartarla. ¡Ay! ¡Demasiado sabía ella, por toda la triste experiencia de su
vida, que las cosas soñadas no se cumplen!
Salió al comedor a pedir el
chocolate, y se encontró allí con un incidente molesto, que era importuno sobre
todo, porque haciéndola irritarse, le quitaba aquella unción que necesitaba
para ir a dar el último ataque al empedernido Creso* y a ver si había
milagro.
Ello era que la pupilera,
doña Petronila, le ponía sobre el tapete (el tapete de la mesa del comedor) la
cuestión eterna, única que dividía a aquellas dos pacíficas mujeres, la
cuestión del gato. No se le podía sufrir, ya se lo tenía dicho; parecía montés;
con sus mimos de gato único de dos viejas de edad, con sus costumbres de
animal campesino, independiente, terco,* revoltoso y huraño,*
salvaje, en suma, no se le podía aguantar. Como no había huerta adonde poder
salir, ensuciaba toda la casa, el salón inclusive; rompía vasos y
platos, rasgaba sillas, cortinas, alfombras, vestidos; se comía las golosinas y
la carne. Había
que tomar una medida. O salían de casa el gato y su ama, o esta accedía a una
reclusión perpetua del animalucho en lugar seguro, donde no pudiera escaparse.
Doña Berta discutió, defendió la libertad de su mejor amigo, pero al fin cedió,
porque no quería complicaciones domésticas en día tan solemne para ella. El gato
de Sabelona fue encerrado en la guardilla,* en una trastera, prisión
segura, porque los hierros del tragaluz tenían red de alambre. Como nadie
habitaba por allí cerca, los gritos del prisionero no podían interrumpir el
sueño de los vecinos; nadie lo oiría, aunque se volviera tigre para vociferar
su derecho al aire libre.
Salió doña Berta de su
posada, triste, alicaída, disgustada y contrariada con el incidente del gato y
el recuerdo del sueño, que tan bueno hubiera sido para realidad. Era día de
fiesta; la circulación a tales horas producía espanto en el ánimo de la Rondaliego. El piso
estaba resbaladizo, seco y pulimentado* por la helada... Era
temprano; había que hacer tiempo. Entró en la iglesia, oyó dos misas; después
fue a una tienda a comprar un collar para el gato, con ánimo de bordarle en él
unas iniciales, por si se perdía, para que pudiera ser reconocido... Por fin,
llegó la hora. Estaba
en la Carrera de San Jerónimo; atravesó la calle; a fuerza de cortesías y
codazos discretos, temerosos, se hizo paso entre la multitud que ocupaba la
entrada del Imperial. Llegó el trance serio, el de cruzar la calle de Alcalá. Tardó
un cuarto de hora en decidirse. Aprovechó una clara, como ella decía, y,
levantado un poco el vestido, echó a correr... y sin novedad, entre la multitud
que se la tragaba como una ola, arribó a la calle de la Montera, y la subió
despacio, porque se fatigaba. Se sentía más cansada que nunca. Era la debilidad
acaso; el chocolate se le había atragantado con la riña del gato.
Atravesó la red de San Luis, pensando: «Debía haber cruzado por abajo, por
donde la calle es más estrecha.» Entró en la calle de Fuencarral, que era de
las que más temía; allí los raíles del tranvía le parecían navajas de afeitar
al ras de sus carnes: ¡iban tan pegados a la acera! Al pasar frente a un
caserón antiguo que hay al comenzar la calle, se olvidó por un momento, contra
su costumbre, del peligro y de sus cuidados para no ser atropellada; y pensó:
«Ahí creo que vive el señor Cánovas....* Ese podía hacerme el
milagro. Darme... una Real orden... yo no sé... en fin, un vale para que
el señor americano tuviera que venderme el cuadro a la fuerza... Dicen
que este don Antonio manda tanto... ¡Dios mío! el mandar mucho debía servir
para esto, para mandar las cosas justas que no están en las leyes.» Mientras
meditaba así, había dado algunos pasos sin sentir por dónde iba. En aquel
momento oyó un ruido confuso como de voces, vio manos tendidas hacia ella,
sintió un golpe en la espalda... que la pisaban el vestido... «El tranvía»,
pensó. Ya era tarde. Sí, era el tranvía. Un caballo la derribó, la pisó; una
rueda le pasó por medio del cuerpo. El vehículo se detuvo antes de dejar atrás
a su víctima. Hubo que sacarla con gran cuidado de entre las ruedas. Ya parecía
muerta. No tardó diez minutos en estarlo de veras. No habló, ni suspiró, ni
nada. Estuvo algunos minutos depositada sobre la acera, hasta que llegara la autoridad. La
multitud, en corro, contemplaba el cadáver. Algunos reconocieron a la abuelita
que tanto iba y venía y que sonreía a todo el mundo. Un periodista, joven y
risueño, vivaracho, se quedó triste de repente, recordando, y lo dijo al
concurso, que aquella pobre anciana le había librado a él de una cogida
por el estilo en la calle
Mayor , junto a los Consejos. No repugnaba ni horrorizaba el
cadáver. Doña Berta parecía dormida, porque cuando dormía parecía muerta. De
color de marfil amarillento el rostro; el pelo, de ceniza, en ondas; lo demás,
botinas inclusive, todo tabaco. No había más que una mancha roja, un reguerillo
de sangre que salía por la comisura de los labios blanquecinos y estrechos. En
el público había más simpatía que lástima. De una manera o de otra, aquella
mujercilla endeble no podía durar mucho; tenía que descomponerse pronto. En
pocos minutos se borró la huella de aquel dolor; se restableció el tránsito,
desapareció el cadáver, desapareció el tranvía, y el siniestro pasó de
la calle al Juzgado y a los periódicos. Así acabó la última Rondaliego ,
doña Berta la de
Posadorio.
En la calle de Tetuán, en un
rincón de una trastera, en un desván, quedaba un gato, que no tenía otro
nombre, que había sido feliz en Susacasa, cazador de ratones campesinos, gran
botánico, amigo de las mariposas y de las siestas dormidas a la sombra de
árboles seculares. Olvidado por el mundo entero, muerta su ama, el gato
vivió muchos días tirándose a las paredes, y al cabo pereció como un Ugolino*,
pero sin un mal hueso que roer siquiera; sintiendo los ratones en las soledades
de los desvanes próximos, pero sin poder aliviar el hambre con una sola presa.
Primero, furioso, rabiando, bufaba, saltaba, arañaba y mordía puertas y paredes
y el hierro de la reja.
Después , con la resignación última de la debilidad suprema,
se dejó caer en un rincón, y murió tal vez soñando con las mariposas que no
podía cazar, pero que alegraban sus días, allá en el Aren, florido por abril de
fresca hierba y deleitable sombra en sus lindes, a la margen del arroyo que
llamaban el río los señores de Susacasa
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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