Concluidas las exequias, hubo gran asamblea de
animales en el desierto de Danakil para la elección del nuevo monarca. Se
convino en que el dueño de la testa sobre la cual encajase perfectamente la
corona real sería entronizado. Con todas las ceremonias de rúbrica fué traída
la diadema, sacada de su enorme estuche y colocada en un estrado, por donde
fueron desfilando los candidatos. A unos, les venía demasiado estrecha
(elefantes, rinocerontes, hipopótamos y todos los vacunos) a otros, demasiado ancha
(tigre, jirafa, lobo, gato, caracol).
Por fin llegó el Mono: subió riendo, con muecas, al
estrado, saludó con mil ceremonias la honorable asamblea, echó manos de la
real corona, la besó, miró y remiró en todas las posiciones, a la sombra, al
rayo de sol, a contraluz, la hizo mil zalamas y, finalmente, se la llevó a la
cabeza que pasó, junto con los hombros, como por un aro. Entonces dió comienzo
a toda una serie de piruetas, pinicos y juegos malabares. Los asistentes
aplaudieron con zarpas y pezuñas como animales, e hicieron víctima al Mono de
tan bestial ovación que por poco no perdió los tímpanos y aun la vida el rey
cuadrumano. Fué elegido por unanimidad de votos, aun el del zorro, que votó
por el mono, muy a su pesar, obedeciendo a la orden del caudillo de su partido,
un lobo reblandecido.
Pero disimuló muy bien el raposo y, cuando le llegó el
turno de prestar pleito homenaje, hízolo con todo garbo. Más aún, doblando el
espinazo hasta darle la forma de un acento circunflejo, dijo en tono misterioso
al rey:
-"Conozco, sire, un tesoro, enterrado en tina
mina abandonada, del que nadie tiene la menor noticia. Ahora bien, según el
Código de Minas y el derecho real, los tesoros escondidos son patrimonio de la
casa reinante, y las minas deben ser denunciadas al Estado".
Conforme iba hablando el raposo, abría el mico más
ojos que un queso y, concluida la relación, quiso, sin decir oste ni moste,
apoderarse personalmente de las riquezas fabulosas.
La tarde llegaba a su ocaso, la asamblea en pleno estaba
meren-dando, el acceso a la mina quedaba expedito: corriendo en dos y en cuatro
manos, trepando plantas, saltando fosos, llega el flamante rey al lugar
descrito por el zorro... y queda atrapado por un lazo corredizo que lo sujeta y
balancea por los aires.
La gente zorruna llama a rebato, acude la asamblea,
todos contemplan al Mono enlazado, y el raposo, tomando la palabra, pregunta:
"¿Será posible que sea -nuestro rey quien no sabe
regirse a sí mismo? ¿Aceptaréis, ciudadanos, semejante monarca?".
Un estruendo que hizo retemblar el desierto en un
formidable acorde disonante y que significaba "¡No!", fué la
respuesta.
Abdicó al punto el Mono codicioso, y los asambleistas
decidieron, némine discrepante,
vivir al natural, es decir, anárquicamente, sin más ley que el personal
capricho, esperando la llegada de un nuevo león... que no tardó en llegar del
Coliseo de Roma.
1.087.1 Daimiles
(Ham) - 017
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