Intrigado, bajo al fondo del pozo y
limpio un extraño objeto, de la tierra que lo cubría en sus tres cuartas
partes.
De nuevo, a la luz del día, examino
su descubrimiento. Era algo semejante a un estuche, de un metal desconocido,
gris y granuloso, cuya prolongada permanencia en el suelo había disimulado su
brillo. Había una hendidura en la tercera parte de su longitud, que señalaba
que el estuche estaba compuesto por dos partes que se ajustaban entre sí. Sofr
intentó abrirlo.
Al primer intento, el metal
-disgregado por el tiempo- se deshizo, dejando a la vista un segundo objeto que
yacía en su interior.
Para el zartog, la materia de este
nuevo objeto era tan novedosa como el metal que la había recubierto. Era un
rollo de pequeñas hojas superpuestas y plagada de extraños signos, cuya
regularidad señalaba que se trataba de caracteres de escritura, pero de una
escritura ignorada, diferente a las que Sofr había visto jamás. Tem-blando de
emoción, el zartog fue a encerrarse a su laboratorio, y luego de acomodar
cuidadosamente el precioso documento, lo observó.
Sí, era escritura, no cabía duda
alguna. Pero tampoco también podía dudarse que esa escritura no guardaba
relación con ninguna de las que se habían practicado sobre toda la superficie
de la Tierra ,
desde el origen de los tiempos históricos.
¿De dónde provenía ese documento?
¿Qué significaba? Tales preguntas se formularon por sí solas al espíritu de
Sof.
Para responder la primera, era
necesario estar en condiciones de contestar la segunda. Se trataba, en primer
lugar, de leer, y al instante de traducir; porque se podía asegurar a priori
que el idioma del documento sería tan desconocido como su escritura.
¿Era algo posible? Al zartog Sofr
no le parecía tal cosa, y se puso a trabajar febrilmente, sin mayo demora.
El trabajo le llevó mucho tiempo,
años enteros. Sofr no se cansó. Prosiguió sin desalentarse, el estudio
pormenorizado del documento misterioso, avanzando paso a paso hacia su
esclarecimiento. Al final llegó el día en que fue dueño de la clave del
indescifrable jeroglífico, llegó el día en que, todavía con gran zozobra y gran
esfuerzo, logró traducirlo al idioma de los Hombres-De-Los-Cuatro-Mares.
Ahora bien, cuando ese día llegó,
el zartog Sofr-Ai-Sr leyó lo que sigue.
Rosario, 24 de mayo de 2…
Fecho así el comienzo de mi
narración, aunque en verdad haya sido redactada en otra fecha, mucho más
próxima, y en muy distintos lugares. Pero en tales asuntos, considero que el
orden es imperiosa-mente necesario, y por eso elijo la forma de un «diario»
escrito día a día.
Por lo tanto, es el 24 de mayo
cuando se inicia el relato de los horribles sucesos que aquí se registra para
la enseñanza de los que vendrán después de mí, si es que el género humano
todavía tiene posibilidades de contar con algún tipo de futuro.
¿En qué idioma escribiré esto? ¿En
inglés, o en español que domino con soltura? ¡No! Lo haré en el idioma de mi
país: en francés.
Aquél día -24 de mayo- había
reunido a ciertos amigos en mi residencia de Rosario. Rosario es -o, mejor
dicho, era- una ciudad de México, situada a orillas del Pacífico, algo al Sur
del golfo de California. Doce años atrás me había establecido allí para dirigir
la explotación de una mina de plata de mi propiedad. Mis negocios habían
progresado de una manera sorprendente. Era rico, muy rico en realidad -¡hoy esa
palabra me hace reír!, y tenía el plan de volver pronto a Francia, mi tierra de
origen.
Mi lujosa residencia se hallaba
situada en el punto más elevado de un inmenso jardín que bajaba en pendiente
hacia el mar, y se interrumpía bruscamente en un acantilado de más de cien
metros de altura que caía en picada. Detrás de mi residencia, el terreno seguía
subiendo, y por senderos serpenteantes era posible llegar a la cima de las
montañas, cuya altura superaba los mil quinientos metros. Constituía
frecuentemente un bello paseo: yo había efectuado la ascensión en automóvil, un
doble Faetón magnífico y poderosos treinta y cinco caballos, de una de las
mejores marcas francesas.
Vivía en Rosario con mi hijo Jean,
un joven apuesto de veinte años, cuando, debido a la muerte de parientes
lejanos en lo sanguíneo, pero muy próximos a mi corazón, me hice cargo de su
hija, Hèléne, que quedó huérfana y desamparada. Habían trans-currido cinco años
desde entonces. Mi hijo Jean tenía veinticinco años y mi pupila Hèléne veinte.
En lo más profundo de mi alma, los veía unidos por el destino.
Nuestra servidumbre estaba
compuesta por el mayordomo Germain; por un chofer de lo más despierto, Modesto
Simonat; por mi jardinero George Raleigh y su mujer Anna, y las hijas de ambos,
Edith y Mary.
Aquél 24 de mayo, nos encontrábamos
sentados alrededor de la mesa, iluminados por lámparas alimentadas por equipos
electrógenos instalados en el jardín. Había cinco comensales más, aparte del
dueño de casa, su hijo y su pupila, tres de los cuales pertenecían a la raza
anglosajona, y dos a la nación mexicana.
El doctor Bathurst contábase entre
los primeros, y el doctor Moreno entre los segundos. Ambos eran sabios en el
sentido cabal del término, lo que no impedían que estuviesen frecuentemente en
desacuerdo. Por lo demás, eran excelentes personas y de los mejores amigos del
mundo.
Los dos anglosajones restantes se
apellidaban Williamson, propietario de una importante factoría pesquera de
Rosario, y de Rowling, un hombre osado que había fundado un establecimiento de
horticultura, que pronto le proporcionaría una fortuna considerable.
Con respecto al último comensal, se
trataba del señor Mendoza, presidente del tribunal de Rosario, persona
estimable, cultivado espíritu y juez íntegro.
Llegamos al final de la comida, sin
incidentes dignos de mención. Las palabras pronunciadas hasta ese momento las
he olvidado. No así lo que se dijo mientras fumábamos nuestros cigarros.
No significa que tales frases guarden en sí mismas una importancia
particular, pero el brutal comentario de que serían objeto muy pronto no dejan
de brindarles algún interés, y por eso no las he olvidado todavía.
Terminamos por hablar -¡No importa
cómo!- de los progresos asombrosos alcanzados por el hombre. El doctor bathurst
intervino en cierto momento.
-¡Está claro que si Adán (lo
pronunciaba Edem, como es natural en el anglosajón) y Eva (lo pronunciaba Iva,
lógicamente) regresaran a la
Tierra , quedarían de lo más sorprendidos!
Así comenzó la discusión. Moreno,
darwinista a ultranza, firme partidario de la selección natural, preguntó a
Bathurst irónicamente, si éste le daba crédito a la leyenda del paraíso
terrenal. Bathurst que al menos creía en Dios, y que, dado que la existencia de
Adán y Eva tenían sustento en la
Biblia , no era capaz de contradecirla. Moreno, a su vez,
replicó que creía en Dios, aunque más no sea como su adversario, pero que el
primer hombre y la primer mujer tran-quilamente podían ser mitos, símbolos, y
que no era un sacrilegio figurarse que la Biblia había querido representar de ese modo el
soplo vital insuflado por la potencia creadora en la primera célula, de la que
habían surgido todas las demás. Para Bathurst, tal explicación era engañosa, y
en su opinión, ser obra directa de la divinidad era preferible a provenir de
ella a través de primates más o menos siniestros….
La discusión amenazaba subir de
tono, pero se detuvo de repente; ambos oponentes habían encontrado casualmente
una zona de común entendimiento. Por lo demás, esas cosas casi siempre terminaban
así.
Ahora, retomando el primer tema de
la conversación, ambos antagonistas coincidieron en admirar, más allá del tema
del origen de la humanidad, la elevada cultura a la que habían arribado. Con orgullo
fueron enumerando sus conquistas. Todas desfilaron. Bathurst alabó la química,
llevada a tal grado de perfección que propendía a desaparecer para confundirse
con la física, dos ciencias que terminarían siendo una sola y cuyo objeto se
centraría en el estudio de la energía inmanente. Moreno, elogió la medicina y
la cirugía, mediante las cuales se habían ahondado en la naturaleza secreta del
fenómeno de la vida y cuyos hallazgos extraordinarios dejaban entrever en un
futuro no muy lejano la inmortalidad de los seres animados. Luego se
felicitaron por las alturas alcanzadas por la astronomía. ¿No se dialogaba,
acaso, con siete de los planetas del sistema solar, mientras se esperaba a las
estrellas? {se deduce de estas palabras que, en el momento en que este diario
sea divulgado, el sistema solar comprenderá más de ocho planetas, y que el
hombre descubrirá uno o más de uno más allá de Neptuno (nota del autor).
Pasado el entusiasmo inicial, los
dos apologistas decidieron tomarse un descanso. A su vez, los demás comensales
aprovecharon para intercambiar algunas palabras, y se ingresó en el terreno
gigantesco de los inventos prácticos que habían modificado tan hondamente la
condición de la humanidad. Fueron festejados los ferrocarriles y los vapores,
imprescindibles para el transporte de mercaderías pesadas e incómodas; las
aeronaves económicas, utilizadas por los viajeros que disponen de tiempo, los
tubos neumáticos o electrónicos que surcan todos los mares y continentes,
adoptados por las personas con prisa. Festejaron las innumerables máquinas,
cada cual más ingeniosa que la anterior, y que, con una sola de ellas puede
realizarse la tarea de cien hombres en ciertas industrias. Festeja-ron la
imprenta, la fotografía de los colores, la luz, del sonido, del calor y de
todas las vibraciones del éter. Festejaron ante todo la electricidad, ese
agente extremadamente ágil y dócil, conocido tan a la perfección en su esencia
y en sus cualidades que permite, sin conectador material alguno, tanto activar
un mecanismo cualquiera, como dirigir una nave de superficie -submarina o aérea,
o escribirse, hablarse o verse, sin importar la distancia.
Resumiendo, aquello un verdadero
ditirambo en el que, lo confieso, tomé parte activa.
Acordamos que el progreso alcanzado
por la humanidad era impensable antes de nuestra época, y que, por lo tanto,
permitía creer en su triunfo definitivo sobre la naturaleza.
* Sin embargo... -dijo el juez
Mendoza con su vocecita aflautada, sirviéndose del momento de silencio que
siguió a esta conclusión, oí hablar de pueblos hoy desaparecidos sin dejar el
mínimo rastro, que ya habían alcanzado un grado de civilización igual o análogo
a la de la nuestra.
* ¿Cuáles? -preguntaron todos a la
vez.
* ¡Bien! Los babilonios, por
ejemplo.
Hubo una explosión de carcajadas.
¡Ser capaz de comparar a los babilonios con los hombres modernos!
* Los egipcios -continuó
imperturbable Mendoza.
Se rieron todavía más de él.
* Contemos también a los atlantes,
nuestra ignorancia convierte en legendarios -siguió diciendo el presidente.
¡Agreguemos a eso la posibilidad de que una infinidad de humanidades
diferentes, anterio-res a los mismos atlantes, hayan nacido, prosperado y
extinguido sin que lo sospechemos siquiera!
Debido a que don Mendoza se
obstinaba en su paradoja, se convino en fingir que lo tomábamos en serio, para
no ofenderlo.
* Escuche, querido juez -insinuó
Moreno, con el tono de voz que se utiliza para hacer entrar en razón a un
chiquillo, supongo que usted no pretenderá que alguno de esos pueblos arcanos
puedan compararse con el nuestro, ¿no es así?.. Reconozco que en el orden moral
alcanzaron un nivel equivalente de cultura, ¡pero en el orden material!
* ¿Por qué no? -replicó Mendoza.
* Porque -se apuró a explicar
Bathurst, nuestros inventos tienen la característica de ser difundidos al
instante por todo el globo: la desaparición de un solo pueblo, o incluso de
muchos pueblos, no modificaría en absoluto la suma del progreso conseguido.
Para que no quedara rastro alguno del esfuerzo humano, debería desaparecer toda
la humanidad al mismo tiempo. ¿No es esa, le pregunto, una hipótesis admisible?
Mientras seguíamos conversando, en
el infinito del universo continuaban engendrándose recíprocamente los efectos y
las causas, y, antes de transcurrido un minuto luego de la réplica del doctor
Bathurst, la resultante total no iba a hacer más que confirmar el escepticismo
de Mendoza. Pero lejos estábamos de sospecharlo, y hablamos plácidamente,
algunos reclinados sobre el respaldo de los sillones, otros acodados sobre la
mesa, en fin, todos dirigiendo miradas piadosas, hacia Mendoza, a quien
creíamos aplastado por la argumentación de Bathurst.
*En principio -contestó el juez,
sin conmoverse, debemos reconocer que la Tierra contaba antes con menos habitantes que
ahora, de modo tal que un pueblo tranquilamente podía ser el único dueño del
saber universal. Luego, no considero una extravagancia, a priori, la
posibilidad de que toda la superficie del globo se vea perturbada al mismo
tiempo.
*¡Vamos, vamos! -prorrumpimos al
unísono.
Fue en ese preciso momento cuando sobrevino
la hecatombe.
Todavía pronunciábamos aquél
«¡vamos, vamos!», cuando se alzó un estruendo aterrador. El suelo tembló y se
partió bajo nuestros pies; la residencia osciló bajo sus cimientos.
Tropezando y lastimándonos,
víctimas de un terror indescriptible, nos abalanzamos al exterior.
Ni bien cruzamos el umbral, la casa
se desplomó en un solo bloque, enterrando bajo sus escombros al juez Mendoza y
a mi mayordomo Germain, que venían últimos.
Luego de unos segundos de locura
generalizada, nos aprestába-mos a socorrerlos, cuando vimos a Raleigh, mi
jardinero, seguido por su esposa, viniendo hacia nosotros desde la parte más
baja del jardín, donde vivía.
* ¡El mar…! ¡El mar…! -gritaba a
voz de cuello.
Giré en dirección al océano y quedé
petrificado. No es que distinguiera claramente lo que veía, pero de inmediato
tuve la nítida impresión de que la perspectiva acostumbrada había cambiado.
Ahora bien, ¿no bastaba que el aspecto de la naturaleza, que considerábamos
esencialmente inmutable, se hubiese alterado de manera tan extraña en apenas
unos segundos, para helar el corazón de horror?
Sin embargo, enseguida recuperé mi
sangre fría. La verdadera superioridad del hombre no consiste en dominar, en
vencer a la naturaleza; es, para el hombre de acción, mantener el ánimo sereno
ante la rebelión de la materia, es poder decirle: «¡Qué me aniquile, sea! ¡Pero
conmoverme, eso nunca!»
En cuanto recobré la tranquilidad,
descubrí las diferencias entre el cuadro que tenía ante mis ojos y aquél que
solía contemplar. El acantilado ya no existía, y mi jardín había descendido
hasta el nivel del mar; las olas, luego de haber destrozado la casa del jardín,
batían con furia contra mis arriates más bajos.
Como parecía poco probable que el
nivel del agua hubiese subido, la tierra debería de haber bajado. El descenso
superaba los cien metros, pues el acantilado tenía antes dicha altura, pero
había ocurrido con alguna suavidad porque apenas nos habíamos percatado de
ello, lo que justificaba la aparente calma del océano.
Un rápido examen me persuadió de
que mi hipótesis era acertada y también me permitió corroborar que el descenso
no había ter-minado aún. Efectivamente, el mar seguía avanzando, a una Veloc.-dad
que calculé próxima a los dos metros por segundo; es decir, siete u ocho kilómetros
por hora. Considerando la distancia que nos separaba de las olas más cercanas,
y si la velocidad de caída se mantenía uniforme, seríamos engullidos en menos
de tres minutos.
Me decidí de inmediato.
-¡Al auto! -exclamé.
Fui comprendido. Todos nos abalanzamos
a la cochera y empujamos el auto al exterior. En un abrir y cerrar de ojos
llenamos el tanque de combustible y luego nos acomodamos como mejor pudimos…
Simonat, mi chofer, puso el motor en marcha, saltó al volante, embragó y
arrancó en cuarta por el sendero, mientras Raleigh, luego de haber abierto el
portón, se colgó del auto al pasar y se asió con fuerza a los muelles traseros.
¡Justo a tiempo! El oleaje,
rompiendo, mojó las ruedas hasta el eje en el momento en que el auto llegaba al
camino. ¡Bah! ya podíamos reírnos del acoso del mar. Mi fiel vehículo nos
mantendría fuera de su alcance a pesar de su carga excesiva, salvo que el
descenso hacia el abismo continuase indefinidamente… Como sea, delante de
nosotros teníamos campo: por lo menos, dos horas de ascensión y una altura
disponible de alrededor de mil quinientos metros.
De todas maneras, pronto reconocí
que no convendría cantar victoria de antemano. Luego del primer salto del
vehículo, que nos lanzó a unos veinte metros de la línea de espuma, de nada
sirvió que Simonat aumentara la entrada de combustible: la distancia no varió.
Era evidente que el peso de las doce personas hacía la marcha más lenta. Por el
motivo que fuese, esta marcha equivalía a la del agua invasora, que se mantenía
imperturbablemente a la misma distancia.
En seguida nos enteramos de este
inquietante hecho, y todos -salvo Simonat, ocupado en manejar el coche- nos
dimos la vuelta para mirar el camino que dejábamos atrás. Todo era agua. A
medida que avanzábamos, la ruta iba desapareciendo bajo el mar. Este, sin
embargo, se había calmado. Sólo unas pequeñas olas venían a morir plácidamente
sobre una grava siempre nueva. Era un lago pacífico que crecía y crecía, con un
movimiento uniforme, y ninguna tragedia podía equipararse a la persecución de
aquélla agua mansa. Huíamos en vano; el agua subía con nosotros, implacable…
Con los ojos fijos en la ruta,
Simonat tomó una curva y dijo:
-Nos hallamos en la mitad de la
pendiente. Todavía tenemos una hora de subida. Nos estremecimos: ¡Llegaríamos a
la cima en una hora, y luego deberíamos bajar, siempre perseguidos, esta vez
alcanzados sin remedio, fuera cual fuese nuestra velocidad, por las masas
líquidas que se desplomarían en avalancha detrás de nosotros! La hora fijada
transcurrió sin que nuestra situación se modificara en absoluto. Cuando ya
divisábamos el punto culminante de la cuesta, el auto pegó una violenta
sacudida y pegó un bandazo que por poco lo estrella contra el talud de la ruta.
Simultáneamente una inmensa ola se infló detrás de nosotros dispuesta a saltar
el camino, se ahuecó, y por último rompió sobre el coche, que quedó rodeado de
espuma…
¿Así que terminaríamos siendo
tragados por el agua?
¡No!
El agua se retiró burbujeante,
mientras el motor, apurando de repente sus jadeos, aumentaba nuestra velocidad.
¿Cuál era la causa del brusco aumento de velocidad? El grito de Anna Raleigh
nos lo hizo saber: tal como la desdichada mujer nos hizo comprobarlo, su marido
ya no iba aferrado a los muelles.
Era evidente que la sacudida había
arrojado al desgraciado, y por lo mismo, el coche ya sin lastre, escalaba la
cuesta con mayor facilidad.
De pronto, se detuvo abruptamente.
-¿Qué sucede? -le pregunté a
Simonat. ¿Alguna avería?
Hasta en circunstancias semejantes,
el orgullo profesional no perdía sus derechos: Simonat se encogió de hombros
con indiferen-cia, queriendo significar de esa manera que la avería era algo
desconocido para un chofer de su categoría, y alzando silenciosamente la mano,
señaló hacia delante. Comprendí entonces el motivo de la detención.
A menos de diez metros de nosotros,
la ruta estaba cortada. Y «cortada» es la palabra exacta, pues parecía rebanada
por un cuchillo. Más allá de una desnuda saliente que la interrumpía
abruptamente, había un vacío, un tenebroso abismo en cuyo fondo era imposible
vislumbrar nada.
Nos dimos la vuelta, enloquecidos,
convencidos de que nuestra última hora había llegado. El océano, que nos había
perseguido hasta esas alturas, nos alcanzaría indefectiblemente en unos
segundos…
Todos, excepto la pobre Anna y sus
hijas, que sollozaban hasta partirnos el alma, lanzamos una exclamación de
asombro. No, el agua no había persistido en su ascensión, o, mejor dicho, la
tierra había dejado de hundirse. Sin duda, la tremenda sacudida que acabamos de
sufrir había sido la última manifestación de la heca-tombe. El océano había
detenido su marcha, y su nivel se mantenía cerca de cien metros por debajo del
sitio en donde estábamos, reuni-dos alrededor del auto que aún se estremecía,
semejante a un ani-mal sofocado, tras la veloz carrera.
¿Nos sería posible salir de aquél
mal trance? Lo sabríamos a la luz del día. Por el momento, sólo restaba
esperar. Unos tras otros, nos echábamos sobre el sueño ¡y -Dios me perdone-
creo haberme dormido!
Un ruido espantoso hizo que
despertara sobresaltado. ¿Qué hora es? No lo sé. De cualquier manera,
continuábamos sepultados en las tinieblas de la noche.
El ruido proviene del abismo
insondable en el que se ha precipitado la ruta. ¿Qué ocurre? Juraría que allí
caen masas de agua en cataratas, que gigantescas olas se entrechocan con furia.
Sí, de eso se trata, pues llegan hasta nosotros volutas de espuma y el rocío
del mar nos envuelve.
Después, poco a poco, renace la
calma…
Todo vuelve a recuperar su
silencio… El cielo palidece… Despunta el día…
25 de mayo
¡Qué tormento es el lento
descubrimiento de nuestra situación! En un principio descubrimos sólo nuestros
alrededores inmediatos, pero el círculo crece, crece continuamente, como si
nuestra desesperanza hubiese levantado uno a uno una infinita cantidad de
sutiles velos; y al fin reina una luz plena, que acaba con nuestras ilusiones.
Nuestra situación es sumamente
sencilla, y se la puede describir con muy pocas palabras: nos hallábamos sobre
una isla. Por todas partes nos rodea el mar. Ayer, alcanzamos a divisar un
océano repleto de cumbres, muchas de las cuelas dominaban la que ahora nos
sustenta: todas ellas han desaparecido, mientras que -por causa que
permanecerán ignoradas para siempre- la nuestra, más humilde, ha frenado su serena
caída; donde estaban las demás sólo hay una ilimitada capa de agua. Por todos
los costados, únicamente el mar. Ocupamos el único punto sólido del enorme
círculo descrito por el horizonte.
Con sólo echar un vistazo
reconocemos en toda su extensión el islote sonde una suerte excepcional nos ha
hecho encontrar refugio. Es pequeño, en efecto: mil metros de largo como
máximo, y quinientos en la dimensión contraria. Su cima, que se alza a unos
cien metros por encima de las olas, se une con las costas Norte, Oeste y Sur
mediante una pendiente bastante suave. Por el contrario, hacia el este, el
islote termina en un acantilado que cae en picada en el océano.
Nuestros ojos, miran casi siempre
hacia ese costado. En esa dirección deberíamos ver montañas escalonadas y más
allá, todo México. ¡Qué alteración en el lapso de una breve noche de prima-vera!
¡Las montañas ya no están, y México fue tragado por las aguas! ¡En su lugar hay
un infinito desierto, el árido desierto del mar!
Nos miramos con espanto. Atrapados
sin víveres ni agua., sobre esta desnuda y estrecha roca, no podemos albergar
la más mínima esperanza. Nos acostamos sobre el suelo, huraños, y comenzamos a
aguardar la muerte.
A bordo del Virginia
¿Qué sucedió durante los días
siguientes? No lo recuerdo. Supongo que finalmente perdí el conocimiento:
recién recuperé la conciencia a bordo del barco que nos recogió. Fue entonces
cuando supe que habíamos estado diez días completos en el islote, y que dos de
nosotros -Williamson y Rowling- murieron allí a causa de la sed y el hambre. De
las quince personas que albergaba mi residencia cuando ocurrió el cataclismo,
apenas quedan nueve: mi hijo Jean y mi pupila Hèléne, mi chofer Simonat,
desconsolado luego de la pérdida de su vehículo, Anna Raleigh y sus dos hijas,
los doctores Bathurst y Moreno, y finalmente yo, que redacto estas líneas con
apuro, para instrucción de las futuras razas, si existe alguna posibilidad de
que nazcan.
El Virginia, sobre el que viajamos,
es un navío mixto -a velas y a vapor, de alrededor de dos mil toneladas,
destinado al transporte de mercancías. Es un barco bastante lento y viejo. El
capitán Morris tiene bajo sus órdenes a veinte hombre, todos son ingleses.
Hace aproximadamente un mes, el
Virginia zarpó de Melbourne con destino a Rosario. Ningún percance marcó el
viaje, con excepción -durante la noche del 14 al 25 de mayo- de una serie de
olas de mar de fondo de prodigiosa altura, pero de proporcionada longitud, lo
que las hacía inofensivas. Estas olas, por extrañas que resultaran, no podían hacer
que el capitán sospechara el cataclismo que estaba sucediendo en ese mismo
instante. En efecto, quedó muy sorpren-dido al encontrar únicamente el mar en
el lugar en donde esperaba avistar Rosario y la costa mexicana. De esta costa
quedaba sólo un islote. Un bote del Virginia abordó ese islote, en donde
descubrieron once cuerpos inertes. Dos ya eran cadáveres; embarcaron a los
nueve restantes. Así fue como nos salvamos.
En tierra. Enero o febrero
Un lapso de ocho meses separa las
últimas líneas de lo anterior, de estas que ahora escribo. Las fecho en enero o
febrero, ante la imposibilidad de ser más preciso, porque ya no tengo una
noción exacta del tiempo.
Estos ocho meses conforman el
período más espeluznante de nuestras desdichas, le período en que por etapas
que sucedieron cruelmente, conocimos toda la magnitud de nuestro infortunio.
Luego de recogernos, el Virginia
siguió a todo vapor su ruta hacia el Este. Cuando volví en mí, el islote en
donde estuvimos a punto de desaparecer había quedado tras el horizonte, hacía
tiempo. Según las medidas que tomó el capitán en un cielo despejado, estábamos
navegando en el sitio preciso en donde tendría que haber estado México. Pero no
quedaba un solo rastro de México: nomás que el que ya habían descubierto, estando
desmayado, de las montañas centrales; no más que el que ahora distinguían por
encima de toda la Tierra ,
y por lejos que abarcara la vista; por todos lados, sólo veíamos el mar
inconmensurable.
Existía algo verdaderamente
enloquecedor en semejante compro-bación. Sentíamos que estábamos a un paso de
perder la razón. Todo México sumer-gido bajo las aguas!
Cruzábamos miradas de espanto
preguntándonos hasta donde habrían llegado los estragos de la horrible
hecatombe.
En tal sentido, el Capitán quiso
saber a qué atenerse; cambiando el rumbo, enfilamos hacia el Norte: si México
había desaparecido, resultaba inadmisible que lo mismo hubiera sucedido con
todo el continente americano.
Así era, sin embargo. Durante doce
días subimos en vano hacia el Norte sin encontrar tierra, y lo mismo ocurrió
luego de virar en redondo y dirigirnos hacia el Sur, durante más o menos un
mes. Finalmente, nos vimos forzados a rendirnos a la evidencia por paradójica
que nos pareciera: ¡sí, el continente americano se había hundido bajo las olas
en su totalidad!
¿Así que habíamos sobrevivido sólo
para conocer una vez más las aflicciones de la agonía? En verdad, teníamos
motivos para creerlo. Sin mencionar los víveres que tarde o temprano faltarían,
un peligro inminente nos amenazaba: ¿qué iba a ser de nosotros cuando el carbón
se agotara y detuviera el andar de las máquinas? Sería como cuando el corazón
de un animal exangüe deja de latir. Por tal motivo, el 14 de julio -entonces
nos hallamos en las proximidades del emplazamiento antiguo de Buenos Aires- el
capitán Morris dejó que los fuegos se apagaran y en su lugar se alzaran las
velas. Luego reunió a todo el personal del Virginia, tanto a la tripulación
como a los pasajeros y, exponiendo en pocas palabras nuestra situación, nos
rogó que reflexionáramos a conciencia y propusiéramos las posibles soluciones a
la asamblea que tendría lugar el día siguiente.
Ignoro si algunos de mis compañeros
de infortunio dio con algún recurso más o menos ingenioso. Por mi parte, debo
confesar que vacilaba, muy confundido con respecto a la mejor elección a tomar,
cuando una tempestad nocturna acabó con la cuestión; nos vimos obligados a huir
hacia el Oeste, arrastrados por un viento desenfrenado, a punto de ser
engullidos en todo momento por un mar enfurecido.
El huracán duró treinta y cinco
días, sin que amainara un solo minuto, o diese señal de detenerse. Comenzábamos
a desesperar de que algún día llegara a hacerlo, cuando el 19 de agosto, volvió
el buen tiempo con tanta prontitud como había terminado. El capitán aprovechó
para realizar sus mediciones: el cálculo dio 40º de latitud Norte y 144º de
longitud Oeste. ¡Eran estas las coordenadas de Pekín!
¡Significada que habíamos pasado
sobre la Polinesia ,
y probable-mente por Australia, sin siquiera enterarnos, y en ese momento
navegábamos en el sitio en donde se extendía la capital de un imperio de
cuatrocientos millones de almas!
¿Había sufrido Asia la misma suerte
que América?
Pronto no quedaron dudas al
respecto. El Virginia continuó su rumbo Sudoeste y alcanzó la altura del Tibet,
luego la del Himalaya. Allí deberían elevarse las cumbres más altas del globo.
Pues bien, en todas las
direcciones, nada emergía de la superficie del océano. ¡Era de suponer que
sobre la tierra ya no existía ningún otro punto firme que la del islote que nos
había salvado: que éramos nosotros los únicos sobrevivientes de la catástrofe,
los últimos habitantes de un mundo enterrado en la movediza mortaja del mar!
Si así era, pronto pereceríamos. A
pesar de un racionamiento severo, los víveres de a bordo se agotaban,
efectivamente, y en consecuencia, teníamos que abandonar las esperanzas de
renovarlos.
Abrevio el relato de esta penosa
travesía. Si para exponerla en detalle, intentase revivir día a día, el
recuerdo me volvería loco. Por extraordinarios y terribles que sean los hechos
que le precedieron y la sucedieron, por angustioso que me parezca el futuro -un
futuro que no llegaré a ver, aún así fue en el transcurso de esa navegación
infernal cuando conocimos el mayor horror. ¡Oh! Esa eterna carrera a través de
un mar sin fin. ¡Esperar todos los días llegar a alguna parte y ver como
retrocedía continuamente el fin de nuestro viaje! ¡Vivir inclinados sobre mapas
donde los hombres habían grabado la sinuosa línea de las costas, y constatar que
nada absolutamente había quedado de esos lugares que suponíamos eternos!
¡Decirse que la Tierra
bullía de vidas innumerables, que millones de personas y millones de animales
la recorrían en todas direcciones o surcaban los aires, y que todo ha dejado de
existir al mismo tiempo, que todas esas vidas se han apagado juntas como una
leve llama al soplo del viento! ¡Buscar sobrevivientes por todas partes, y
buscar en vano! ¡Arribar paso a paso a la certeza de que nada vivo existe a
nuestro alrededor, e ir tomando conciencia paulatinamente de la soledad en
medio de un universo despiadado!
¿He dado con las palabras justas
para expresar todas nuestras angustias? Lo ignoro. En ningún idioma deben
existir términos apropiados para semejante calamidad.
Luego de haber explorado el mar en
donde antes estaba la península India, subimos hacia el Norte durante unos diez
días, después enfilamos rumbo al Oeste. Sin que cambiase nuestra situación
franqueamos la cadena de los Urales, trasformadas en montañas submarinas, y
navegamos sobre lo que había sido Europa. Pronto bajamos hacia el Sur, hasta
veinte grados pasando el Ecuador; luego de lo cual, harto de tan inútil
búsqueda, remontamos el rumbo Norte y cruzamos, después de dejar atrás los
Pirineos, una extensión de agua que cubría África y España. En verdad, comenzá-bamos
a habituarnos a nuestro horror. A medida que avanzábamos, señalábamos nuestra
ruta en los mapas, y exclamábamos: «aquí estaba Moscú… Varsovia… Berlín… Viena…
Roma… Túnez… Tom-buctú... Saint Louis…Orán… Madrid…», pero cada vez con mayor
indiferencia y amparados por el hábito, llegamos a pronunciar esas palabras sin
emoción, cuando en verdad eran sumamente trágicas.
Sin embargo, yo al menos, no había
agotado mi capacidad de sufrimiento. Me percaté de ello el día -era el 11 de
diciembre, más o menos- en que el capitán Morris me dijo: «Aquí estaba París…»
Ante semejantes palabras, creí que me arrancaban el alma. ¡Qué todo el universo
se hubiese hundido, sea! ¡Pero Francia… mi Francia! ¡Y París, que la
representaba!
A mi lado escuché un sollozo. Me dí
vuelta; era Simonat, llorando.
Continuamos navegando hacia el
Norte aún por cuatro días; luego, cuando estuvimos a la altura de Edimburgo,
bajamos hacia el Sudoeste, buscando Irlanda, después enfilamos rumbo al Este… A
decir verdad, errábamos al azar, ya que no existían mayores motivos para tomar
una dirección en lugar de otra…
Pasamos por encima de Londres, cuya
líquida sepultura fue saludada por toda la tripulación. Cinco días más tarde,
estábamos a la altura de Dantzig, cuando el capitán Morris ordenó girar en
redondo y poner el timón hacia el Sudeste. El timonel obedeció inmutable.
¿Qué le importaba? ¿Acaso no sería
lo mismo tomar cualquier rumbo?
Fue en el noveno día de navegación
por esta nueva ruta cuando comimos nuestro último bocado de bizcocho.
Mientras cruzábamos miradas de
espanto, el capitán Morris, de pronto, dio la orden de encender nuevamente los
fuegos de las calderas. ¿Qué ideas regían su orden? Todavía me lo pregunto;
pero la orden fue obedecida, y la velocidad del navío aumentó…
Dos días después, el hambre ya nos
atormentaba cruelmente. En el segundo día, la mayoría de nosotros se negaba
obstinadamente a levantarse; sólo contábamos el capitán Morris, Simonat,
algunos tripulantes y yo, para proporcionar la energía que mantuviese el rumbo
de la nave.
Al siguiente día -quinta jornada de
ayuno- el número de timoneles y maquinistas generosos disminuyó aún más. En
veinticuatro horas, ya nadie tendría fuerzas suficientes para mantener en pie.
Hacía más de siete meses que
estábamos navegando. Desde hacía más de siete meses que surcábamos el mar en
todas direcciones. Debía ser, creo yo, 8 de enero. Digo «creo» ante la
imposibilidad en que me encuentro de ser más preciso, ya que para nosotros, en
aquel momento, el calendario había perdido mucho de su rigor.
Ese día, sin embargo, mientras
sosteníamos la barra del timón y me esforzaba en mantener el rumbo con atención
desfalleciente, creí divisar algo al Oeste. Pensé que era juguete de un engaño
y abrí los ojos de par en par…
¡No, no me había confundido!
Lancé un verdadero rugido, luego
aferrándome al timón, exclamé a viva voz:
* ¡Tierra a estribor por delante!
¡Qué efecto prodigioso tuvieron
esas palabras! Todos los moribundos resucitaron al mismo tiempo, y sus rostros
macilentos irrumpieron sobre la banda a estribor.
* Sí, es tierra -dijo el capitán
Morris, luego de estudiar la nube que se alzaba en el horizonte.
Media hora después, no cabía
ninguna duda. ¡Lo que encontrába-mos en pleno océano Atlántico era tierra,
luego de haberla buscado en vano sobre toda la extensión de los antiguos
continentes!
Cerca de las tres de la tarde,
pudimos distinguir en detalle el litoral que nos interrumpía el paso, y
sentimos reavivarse nuestra esperanza. Porque en realidad este litoral no se
asemejaba a ningún otro, y nadie de entre nosotros recordaba haber visto uno
semejante, de tan absoluto y perfecto salvajismo.
En la Tierra , tal como la
conocíamos antes de la tragedia, el verde era un color que abundaba. Ninguno de
nosotros sabía de una costa tan alejada de la mano de Dios, una región tan
árida que hasta carecía de arbustos, o de algún grupo de juncos, o simplemente
capas de liquen o musgo. Allí no existía nada de eso. Sólo se vislumbraba un
imponente acantilado negruzco, a cuyo pie yacía una confusión de roquedales,
sin una sola planta o brizna de hierba. Era la desolación más cabal y absoluta
que pudiera imaginarse.
Costeamos el abrupto acantilado
durante dos días, sin hallar en él la menor hendidura. Recién por la tarde del
segundo día encontramos una bahía amplia, bien protegida contra todos los
vientos marinos, en cuyo fondo dejamos caer el ancla.
Luego de llegar a la costa en los
botes, nuestra primera inquietud fue juntar alimentos en la playa. Esta se
hallaba cubierta por centenares de tortugas y millones de mariscos. En los
recovecos de los arrecifes se veían cantidades fabulosas de cangrejos,
bogavantes y langostas, sin mencionar los peces. Resultaba evidente que un mar
poblado tan ricamente, a falta de otros recursos, nos permitiría subsistir un
tiempo ilimitado.
Recobradas nuestras fuerzas, una
hendidura del acantilado nos permitió alcanzar la meseta, donde descubrimos un
espacio muy amplio. El aspecto de la costa no nos había engañado: por todas
partes y en todas direcciones, no había más que rocas áridas, recubiertas de
algas y de fucos casi todos resecos, sin una brizna de hierba, sin nada vivo,
tanto sobre en la tierra como en los aires. Lagos pequeños, más bien charcos
resplandecían aquí y allá bajo los rayos del Sol. Cuando quisimos calmar
nuestra sed descubrimos que era agua salada.
Para ser sinceros, eso no nos
sorprendió. Se confirmaba lo que ya habíamos sospechado desde un comienzo: a
saber, que ese continente desconocido había nacido ayer, y que había emergido
de las profundidades del mar en un sólo bloque. Eso explicaba asimismo la
espesa capa de barro esparcida uniformemente que, luego de la evaporación,
comenzaba a cuartearse en fino polvo.
Al mediodía del día siguiente, las
mediciones marcaban 17° 20' de latitud Norte y 23° 55' de longitud Oeste.
Cuando las trasladamos al mapa, vimos que se encontraban en medio del mar, más
o menos a la altura del Cabo Verde. Y sin embargo, ahora, la Tierra hacia el Oeste y el
mar hacia el Este, se extendían hasta donde la vista podía abarcar.
Por ingrato e inhóspito que fuera
el continente en el que habíamos tomado tierra, estábamos forzados a
contentarnos con el. Por tal motivo, se llevó a cabo sin demora la descarga del
Virginia. Sin elegir, subimos la meseta con todo lo que había y dejamos al
Virginia anclado en una bahía, sin problema.
Ni bien comenzamos el desembarco,
comenzamos nuestra nueva vida. Primeramente, convenía...
En este punto de su traducción, el
zartog Sofr se vió obligado a interrumpirla. El manuscrito mostraba una primera
laguna, muy importante por el número de páginas afectadas, laguna acompañada de
otras varias todavía más considerables. A pesar de la protección del estuche,
era evidente que gran cantidad de páginas habían sido víctimas de la humedad:
en consecuencia, sobrevivían sólo algunos fragmentos de diferente extensión,
cuyo contexto se halaba arruinado para siempre en forma indefectible. Se
sucedían en el orden que sigue:
...nos empezamos a aclimatar.
¿Cuanto hace que desembarcamos en
este litoral? No estoy seguro. Se lo pregunté al doctor Moreno que lleva un
calendario de los días transcurridos. Me respondió: «seis meses...» y agregó
«días más, días menos», pues teme haberse equivocado.
De vez en cuando atrapamos algún
pájaro: la atmósfera no está tan desierta como supusimos al comienzo, una
docena de conocidas especies están representadas sobre este continente nuevo.
Son aves que recorren exclusivamente la larga distancia: golondrinas,
zapateros, albatros y algunas más.
Supongo que no deben encontrar su alimento
en este tierra desprovista de vegetación pues no cesan de girar por encima de
nuestro campamento, al acecho de nuestras exiguas comidas. A veces recogemos
alguna muerta por el hambre, lo que nos permite ahorrar pólvora y balas de
fusil.
Afortunadamente, existen
oportunidades de que la situación no empeore. En la bodega del Virginia
hallamos una bolsa de trigo, y sembramos la mitad. El trigo será una mejora
importante cuando crezca. Ahora bien: ¿germinará? Una espesa capa aluvional
cubre el suelo, un lodo arenoso enriquecido por algas en descomposición. Por
más pobre que sea su calidad no deja de ser humus. Cuando llegamos se
encontraba impregnado de sal; pero a partir de entonces, la superficie ha sido
copiosamente lavada por lluvias diluvianas, porque ahora todas las depresiones
están llenas de agua dulce.
Sin embargo, la capa aluvional está
desprovista de sal solamente en un espesor muy delgado: los arroyos, así como
los ríos, que comienzan a formarse, son todos muy salobres lo cual demuestra
que la capa está todavía muy saturada en su base.
Para sembrar el trigo y conservar
en reserva la otra mitad, casi tuvimos que pelear: una parte de la tripulación
del Virginia deseaba hacer pan inmediatamente. Estuvimos obligados a...
...que cuidábamos a bordo del
Virginia.
Ambas parejas de conejos se
salvaron en el interior, y dejamos de verlos. Deberán haber encontrado con que
alimentarse. Según creemos, la producirán entonces...
...Por lo menos dos años que
estamos aquí. El trigo creció formidablemente. Poseemos pan casi a discreción,
nuestros campos son cada vez más extensos. ¡Pero qué pelea contra las aves! Se
multiplican de extraña manera y, alrededor de todas nuestras plantaciones!
A pesar de las muertes que referí
más arriba, no solo no se ha reducido, sino que ha aumentado. Mi hijo y mi
pupila han dado a luz tres hijos, y cada uno de nosotros tres, otros tantos,
Toda esta población revienta de salud. Pareciera que la raza humana es dueña
ahora de un vigor mayor, de una vitalidad más intensa, desde que su número se
ha visto disminuido. Pero qué motivos...
...En este lugar desde hace diez
años, y nada sabemos del continente. Lo conocemos apenas en un radio de algunos
kilómetros a la redonda del sitio en que desembarcamos. Quien nos ha hecho
avergonzar de nuestra indiferencia es el doctor Bathurst: debido a su
insistencia equipamos el Virginia lo que nos llevó cerca de seis meses, y
llevamos a cabo un viaje de reconocimiento.
Hemos recorrido todo el contorno
del continente y, todo parece indicarlo, sería junto con nuestro islote, la
última parcela sólida existente sobre la superficie del globo. Todas sus
orillas nos parecieron similares, muy ásperas y muy salvajes.
Interrumpimos la navegación para
realizar numerosas excursiones al interior. Ante todo esperábamos hallar
rastros de las Azores y de la
Isla de Madeira, ubicadas antes de la hecatombe, en el Océano
Atlántico. No reconocimos el más leve vestigio.
¡Para nuestro asombro, no
hallábamos lo que buscábamos, pero hallamos lo que no buscábamos! A la altura
de las Azores, medio enterrados en la lava, ante nosotros aparecieron pruebas
de un trabajo humano, aunque no del trabajo de los moradores de esas islas.
Eran vestigios de columnas y vasijas, diferentes de las que conociéramos jamás.
Luego de examinarlas, el doctor Moreno manifestó la idea de que tales restos
debían provenir de la antigua Atlántida, y que habían asomado a la luz del día
por el flujo volcánico.
Es probable que el doctor Moreno
tenga razón. Efectivamente, en caso de existir, la antigua Atlántida habría
ocupado más o menos el lugar del nuevo continente. En tal caso, sería bastante
singular que en el mismo sitio se hubiesen sucedido tres humanidades que no
procedían una de la otra.
Como quiera que fuese, debo admitir
que el problema no me incumbía: ya bastante tenemos que hacer con el presente,
como para andar ocupandonos del pasado.
Cuando volvimos a nuestro
campamento, nos sorprendió el hecho de que, comparadas con el resto de la
región, nuestras inmediacio-nes parecían una zona privilegiada. Esto sólo se
refiere al color verde, tan profuso en la naturaleza de antaño, y que, mientras
en el resto del continente se halla radicalmente suprimido, aquí no es del todo
desconocido. Esa observación nunca la habíamos hecho hasta entonces, pero
resulta algo innegable. Briznas de hierba que no existían al momento de nuestra
legada, brotan alrededor de nosotros con bastante abundancia. Por lo demás,
pertenecen únicamente a un pequeño número de especies de las más vulgares,
cuyos granos es evidente, fueron traídos por las aves hasta aquí.
De lo anterior, no debería
afirmarse que no hay más vegetación que esas pocas especies antiguas. Por el
contrario, gracias a un trabajo de adaptación muy extraño, existe una
vegetación en estado muy promisorio, si bien rudimentario, sobre todo el
continente.
Cuando surgió de entre las olas,
las plantas marinas que lo cubrían perecieron en su mayoría con la luz del Sol.
Sin embargo, algunas persistieron en los lagos y en los charcos que poco a poco
ha ido resecando el calor. Pero en este tiempo comenzaban a nacer ríos y
arroyos, mucho más propicios para la vida de los fucos y las algas, por tener
agua salada. Cuando la superficie, y más tarde la profundidad del suelo, se
quedó sin sal y cuando el agua se tornó dulce, una enorme mayoría de estas
plantas quedaron destruidas. No obstante, una cantidad pequeña pudo adaptarse a
las nuevas condiciones de vida, y prosperó en el agua dulce al igual que lo
había hecho en el agua salada. Pero el fenómeno no se interrumpió allí: algunas
de esas plantas -luego de adaptarse al agua dulce- se adaptaron al aire libre,
dotadas de una mayor facultad de acomoda-ción, y aparecieron primeramente sobre
las riberas y después avanzaron poco a poco hacia el interior.
Fuimos testigos de dicha
transformación, pudimos comprobar cuantas formas mutaban al mismo tiempo que el
funcionamiento fisiológico. Algunos tallos ya se alzaban hacia el cielo. Se
puede prever que algún día una flora entera será creada en detalle, y que
estallará una lucha encarnizada entre las especies nuevas y las que proceden
del antiguo orden de cosas.
Lo que sucede con la flora sucede
también con la fauna. En los alrededores de las corrientes de agua se ven
antiguos animales marinos mayormente moluscos y crustáceos, en el proceso de
venir terrestres. El aire es surcado pro peces voladores que tienen más de aves
que de peces, cuyas alas han crecido enormemente y cuya cola curva les
posibilita…
El último fragmento estaba intacto
y contenía el final del manus-crito:
…todos viejos. El capitán Morris
murió. El doctor Bathurst tiene sesenta y cinco años; el doctor Moreno sesenta;
yo, sesenta y ocho. Pronto dejaremos de existir todos nosotros. No obstante,
antes llevaremos a cabo la tarea estipulada y, mientras nos sea posible, iremos
en auxilio de las futuras generaciones, en la lucha que les aguarda.
¿Pero llegarán a ver la luz estas
generaciones del porvenir?
Juraría que sí, teniendo en cuenta
la multiplicación de mis semejantes: los niños pululan y, además, al amparo de
este clima saludable, en esta tierra donde los animales feroces son des-conocidos,
la longevidad es un hecho. La importancia de nuestra colonia se ha triplicado.
Contrariamente, juraría que no, si
pienso en la abismal deca-dencia intelectual de mis compañeros de infortunio.
En verdad, nuestro pequeño grupo de
náufragos podría haber sacado provecho del saber humano: contaba con un hombre
particularmente enérgico -el capitán Morris, dos hombres más instruidos que lo
común -mi hijo y yo, y dos sabios auténticos: los doctores Bathurst y Moreno.
Con semejante equipo se podría haber hecho algo… Nada se hizo. La preservación
de nuestra vida material, ha sido desde el comienzo -y aún lo es, nuestra
preocupación. Como al principio, empleamos nuestro tiempo en buscar alimentos
y, por la noche, caemos extenuados en un profundo sueño.
Desgraciadamente, está claro que la
humanidad -de la que somos sus únicos representantes, va en camino de una veloz
regresión y tiende a aproximarse a lo animal.
Entre los marineros del Virginia
-gente ya inculta en otros tiempos- los rasgos de animalidad sobresalieron
primero; mi hijo y yo ya no recordamos lo que sabíamos; los doctores Bathurst y
Moreno también han dejado de ejercitar su cerebro. Podría decir que nuestra
vida cerebral ha sido suprimida.
¡Resulta afortunado que hayamos
hecho, hace tantos años, la circunnavegación de este continente! Hoy
careceríamos del valor necesario… Y, además, quien comandó la travesía, el
capitán Morris, ha muerto, lo mismo que ha muerto de abandono el Virginia, que
nos llevó.
Al comienzo de nuestra vida aquí,
algunos de nosotros empren-dimos la construcción de viviendas. Construcciones
que jamás ter-minamos, hoy convertidas en ruinas. Dormimos sobre la tierra, en
todas las estaciones del año.
Hace ya mucho tiempo que nos
quedamos sin vestimentas con que cubrirnos. Durante algunos años, nos la
arreglamos para reemplazarlas por algas tejidas de una manera bastante
ingeniosa al principio, luego más tosca. Pronto nos hartamos de este esfuerzo
que las bondades del clima vuelve innecesario: vivimos desnudos, como los que
antaño llamábamos salvajes.
Sin embargo, aún persisten algunos
signos de nuestras antiguas costumbres, ideas y sentimientos. Mi hijo, Jean,
hombre ya maduro y abuelo, no ha perdido del todo el sentimiento afectivo, y
Modesto Simonat -mi ex chofer- conserva cierta reminiscencia de que yo alguna
vez fui su patrón.
Pero con ellos, con nosotros, esas
vagas huellas de los hombres que fuimos -porque, a decir verdad, ya no somos
hombres, terminarán por desvanecerse para siempre. La gente del futuro que
nazca aquí no conocerá jamás otra existencia. La humanidad se serán
irreductiblemente estos adultos -los tengo ante mis ojos, mientras escribo- que
no saben leer, escribir ni contar; y apenas saben hablar; a estos niños de
afilados dientes, que sólo parecen ser un vientre insaciable. Después de ellos
vendrán después otros adultos y otros niños, cada vez más cercanos al animal,
cada vez más alejados de nuestros abuelos pensantes.
Parece que los estuviera viendo a
esos hombres futuros, apartados del lenguaje articulado, extinguida su
inteligencia, cubierto el cuerpo de gruesos pelos, deambulando por este triste
desierto.
¡Pues bien! Queremos evitar que así
sea. Haremos los logros de la humanidad a la que pertenecimos, no se pierda en
el olvido. El doctor Bathurst, el doctor Moreno y yo, despabilaremos nuestros
cerebros entumecidos, lo forzaremos a recordar lo que alguna vez supo.
Repartiendo el trabajo sobre este papel y con esta tinta proveniente del
Virginia, enumeraremos todos nuestros conocimientos, en las diferentes
categorías de la ciencia, con la finalidad de que los hombres, en caso de
perdurar, y luego de un tiempo de salvajismo más o menos extenso, cuando sienta
renacer dentro de ellos su sed de luz, encuentren este resumen del trabajo que
han hecho sus antecesores. ¡Podrán bendecir así la memoria de los que se
esmeraron, por si acaso, para abreviar el doloroso camino de hermanos que nunca
se verán!
Al borde de la muerte
Hace quince años que las líneas
precedentes fueron escritas. El doctor Bathurst y el doctor Moreno han muerto.
De los que desembarcamos aquí, yo soy prácticamente el único que queda, y uno
de los más viejos. Pero pronto la muerte va a alcanzarme a mí también. La
siento trepar desde mis fríos pies hasta mi corazón que se detiene.
Nuestro trabajo ha llegado a su
fin. Guardé los manuscritos con nuestro resumen de la ciencia humana, en una de
las cajas del Virginia, y la enterré muy hondo en el sueño. Con ella, enterraré
varias páginas enrolladas en un estuche de aluminio.
¿Alguna vez será encontrado el
depósito confinado a la tierra? ¿Lo buscará alguien al menos?
¿Depende del destino! ¡De Dios…!
Mientras el zartog iba traduciendo
el curioso documento, una especia de horror oprimía su alma.
¡Vaya! ¿Significaba que la raza de
los Andart’-Iten-Schu descendían de aquellos hombres que, luego de haber
recorrido durante largos meses los océanos desiertos, habían encallado
finalmente en ese sitio de la costa donde ahora se erguía Basidra?
¡De modo que esas criaturas
miserables habían pertenecido a una humanidad esplendorosa, al lado de la cual
la humanidad actual apenas si lograba balbucear! Y sin embargo, ¿qué había sido
necesario para que la ciencia y hasta el recuerdo de esos pueblos gloriosos
quedasen abolidos para siempre? Menos que nada: que un imperceptible
estremecimiento atravesara la corteza del globo.
¡Qué percance irreparable que los
manuscritos señalados por el documento hayan sido destruidos junto con la caja
de hierro que los contenía! Pero, por grave que fuera tal percance, era
imposible guardar alguna esperanza, pues los obreros, para cavar los cimien-tos,
habían removido el suelo en todas las direcciones. Resultaba evidente que el
hierro se había corrompido con el tiempo, mientras que el estuche de aluminio
aguantaba victorioso.
Por otra parte, no hacían falta más
elementos para que el optimismo de Sofr se viera inevitablemente convulsionado.
Si el manuscrito omitía todo detalle técnico, prevalecía en indicaciones
generales y probaba de manera contundente que la humanidad había avanzado
tiempo atrás sobre el camino de la verdad más de lo que lo hizo después.
En aquel relato constaba todo; las
nociones que Sofr manejaba, y otras que jamás se hubiera atrevido a imaginar.
¡Hasta la explicación del nombre de Hedom, a raíz sobre el cual se habían
entablado tantas inútiles discusiones! Hedom era una variación de Edem, que lo
era a su vez de Adán, nombre que a su vez sería variación de alguna palabra más
remota.
Hedom, Edem, Adán, es el símbolo
eterno del primer hombre, y también es una explicación de su llegada sobre la Tierra. Por cierto,
Sofr había negado equivocadamente a este ancestro, cuya realidad se hallaba
confirmada sin ninguna duda por el documento, y es el común de la población que
tenía razón al otorgarse tales antepasados. Pero, tanto en ese sentido, como en
todos los demás, los Andart’-Iten-Schu no habían inventado nada. Se habían
conformado con decir una vez más lo que ya había sido dicho antes que ellos.
Y cabe suponer, después de todo,
que los contemporáneos de quien escribiera el relato no hayan inventado
demasiado. Es probable que sólo hayan recorrido nuevamente, ellos también, el
camino realizado por otras humanidades surgidas antes que ellos
¿Acaso el manuscrito no hacía
referencia a un pueblo de los atlantes? Y de estos atlantes, eran sin duda, los
restos casi impalpables que se habían descubierto gracias a las excavaciones de
Sofr sobre el limo marino. ¿Qué grado de verdad había alcanzado esa antigua
nación al momento de ser barrida de la faz de la Tierra por la invasión del
océano?
Como fuere, después de la
catástrofe nada había quedado de su obra, y el hombre se vió obligado a retomar
su ascensión, hacia la luz, desde el pie de la montaña.
Tal vez lo mismo sucediera con los
Andart’-Iten-Schu. Tal vez lo mismo sucedería después de ellos, hasta el día…
¿Pero llegaría alguna vez el día en
que el deseo insaciable del hombre quedara plenamente satisfecho? ¿Llegaría
alguna vez el día en que, habiendo trepado la cuesta, pudiese descansar al fin
en la cumbre conquistada?
Así se debatía el zartog Sofr,
inclinado sobre el venerable manuscrito.
Mediante ese testimonio de
ultratumba, imaginaba el terrible drama que se desarrollaba perpetuamente en el
universo, y su corazón rebosaba de piedad.
Sangrando por los incontable males
que había padecido todo lo que vivió antes que él, doblándose debajo el peso de
esos vanos esfuerzos acumulados en la infinitud de los tiempos, el zartof
Sofr-Ai-Sr adquiría, lenta y dolorosamente, la íntima certeza del eterno
recomienzo de las cosas.
1.016. Verne (Julio) (Michel)
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