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miércoles, 22 de enero de 2014

El matrimonio del señor anselmo de los tilos - Cap. II

Era un cerco, en toda la extensión de la palabra, lo que iba a hacer. ¡Importaba trazar los paralelos de la prudencia, y excavar en minas seguras! En cuanto a las razones, el buen profesor tenía bastante de aquéllas que producían un temor indomable. Pero su partida comenzaba; preparó el ataque, y sus escudos, y se presentó en el cuartel del general.
Fue recibido por un perro vestido de portero, y, después de sus animadas insistencias, fue llevado ante la noble Amaltulda de Vieille Pierre.
La historia no guardó recuerdos de esta memorable entrevista, en la cual, en presencia del general y de su hija, Paraclet pidió esa valerosa mano para su querido alumno.
¡No se sabe si fue realmente la mano lo que le dieron en esta circunstancia, ni en que lugar la recibió! Para abreviar, después de cinco minutos de una explicación parlamentaria, el profesor se batió apresuradamente en retirada, abandonando su proyecto y su sombrero en el campo de batalla. En pocos instantes, acababa de soportar el fuego de sus adversarios, limpiar el sudor de su frente, secar el interior de sus calzones y soportar reveses considerables.
Su huida precipitada lo llevó rápidamente hacia la grada del castillo de los Tilos; subió contando sus pasos por la escalera señorial y llegó a la habitación del joven marqués.
Lo encontró envuelto en lágrimas ante el párrafo de verbos en el indicativo en francés que debía llevar a subjuntivo en latín.
-¿Qué tiene usted, señor y estimado alumno? -preguntó Naso con inquietud.
-Buen profesor -respondió Anselmo, la palabra cuándo está entre dos verbos, ¿necesita siempre que el segundo esté en subjuntivo?
-¡Perfectamente!
-Ejemplo: -continuó Anselmo- ve usted cuánto la amo, vides quantum te amem.
-¡Bravo, señor marqués! ¡Esta aplicación está llena de melancolía! ¡Continúe!
Vides quantum te amem! Ya creo oír a la señorita de Vieille Pierre repetirme esa dulce oración.
Naso no frunció el entrecejo, pero con su voz más profesoral dijo:
-Cuando se quiere marcar desde qué tiempo algo se hace, ¿en qué caso se pone el nombre del tiempo?
-Se emplea el acusativo.
-¡Bien! ¿Ejemplo?
-Hace años que estoy unido con su padre -respondió Anselmo, multos annos utor familiariter patre tuo.
-Sí, señor marqués -respondió el hábil Paraclet, estaba fuertemente unido a su padre, y él consideraba como indigno de sí esta nobleza que se mantiene sobre la punta de una espada. ¡Por otra parte, si el tiempo ha pasado, ponemos el nombre en ablativo con la partícula abhinc! ¿Ejemplo?
-Hace tres años que murió -dijo el último de los Tilos, tres abhinc annis mortuus est.
-Sí, tres años, señor marqués, y sus últimas voluntades aún resuenan en mi memoria. Sin embargo la hija de un guerrero no es digna de cruzar la juventud de su raza con la antigüedad de la suya, ni de suspender su caballo de batalla en las nobles ramas de los Tilos. Si usted acepta su mano, creo que se arrepentiría, credo fore ut te poeniteret, como dice la gramática. Voy por tanto a visitar al señor presidente del tribunal del Palacio de Justicia, mientras que usted repetirá a propósito de nuestras investigaciones gramaticales y matrimoniales, en el caso cuando el verbo latino no tiene futuro en el infinitivo: credo fore ut brevi illud negotium confecerit, creo que este asunto habrá terminado bien pronto.
Después de esto, el devoto Naso dejó a su alumno, y atrayendo a la cisterna de la adversidad el agua hirviente de coraje, se llenó de valor para ir a enfrentar al primer magistrado de la ciudad.
¡Proh pudor![1] ¡Era romper con la costumbre! ¡Era vestir de un negro ropaje y de un toque oscuro los célebres antepasados del marqués; había algo de extraño en la conducta de Naso Paraclet! ¡Después de haber despreciado a la flor y nata de la alta aristocracia, se lanzó sobre las huellas de las herederas de segundo orden!
El señor Pertinax tenía algo en común con varios jueces de París y de la provincia: reposaba su siesta sobre el sillón del juzgado, y en las dulzuras de una ociosidad magistral, con la ayuda de una som-nolencia judicial, digería largamente los alegatos y los desayunaba en la mañana.
El devoto Naso había oído decir que tenía una encantadora hija; pero nunca la había visto. El primer magistrado se encerraba en una morada inaccesible; era una especie de hombre poco comunicativo.
¡Según los habitantes más habladores, su damisela había sido educada en uno de los mejores colegios de la capital, y el cielo la había dotado de una belleza sobrenatural!
Pero estos rumores volaban raramente por la ciudad, y era necesario ser un hábil cazador de noticias para sacar algo en claro de aquellos comentarios.
Sin embargo, Naso poseía muchas en su bolsa; le daría una fortuna razonable a la joven, y a su padre los precedentes legales para formar parte de la nobleza. La confianza, por tanto, había limpiado sus lágrimas cuando, a la salida de la audiencia, abordó al severo señor Pertinax.
El equitativo magistrado acababa de terminar un célebre asunto, que resultó ser desventajoso para los dos adversarios. El deudor había sido condenado para satisfacer al acreedor, salvando a este último de pagar los gastos, que llegaban a ser el doble de la deuda.
El honorable presidente disfrutaba de ese aire inapreciable de un hombre en que la conciencia y el estómago se olvidan diariamente de gritar; de un gesto que no carecía ni de dignidad, ni de importancia, le pidió a Naso que le hiciera conocer el objeto de su visita.
-Señor presidente -dijo el profesor confiado, ésta es a la vez una cuestión de mano y de un asunto grande, sobre el cual reposa la salvación de la sociedad.
-Hable, señor, usted me interesa demasiado.
-Ya lo creo, señor Pertinax.
-¿Desea usted -dijo este- que para esta comunicación, haga venir al procurador...?
-Inútil es molestar, señor, al ministerio público; mi explicación será breve, porque no me permitiría ser perezoso ¡Non mihi licet esse pigro![2]
-Hable entonces, señor....
-Naso Paraclet, profesor de idioma latín y de otros, futuro sucesor de Lhomond, y miembro del consejo general de instrucción pública de niños menores de siete años.
-Es suficiente -contestó el señor Pertinax, inclinándose.
-Señor -continuó Paraclet con la más amable de sus sonrisas, estoy unido por el doble lazo del profesorado y de la amistad al hombre más rico de la ciudad, ditissimus urbis[3], y sin contradecir, al más notable de todos, maxime omnium conspicuus[4]. La abolición de las prerrogativas aristocráticas ha afligido profundamente mi corazón, porque esta brillante relación aseguraba al viejo trono de una corona protectora. Soy uno de los soldados, unus militum o ex militibus o inter milites, dado que el nombre partitivo necesita el plural que le sigue al genitivo, o al ablativo con ex, o al acusativo con inter. Soy, he dicho, uno de los soldados de este pequeño ejército de valientes, que salvará la sociedad, levantando sus más nobles instituciones. Porque un gran infortunio nos amenaza, ¡magna calamitas nobis imminet, impendet, instat![5]
-Continúe, señor -dijo el presidente un poco asombrado.
-Mi joven alumno  dijo el elegante profesor, es abundante en riquezas, y no le falta nada, abundat divitiis, nulla re caret[6]. Sin embargo, usted posee a un noble vástago de su familia, señor presidente. ¿Por qué le preguntaría si quiere a sus hijos? Quoenam mater liberos suos non amat?[7]
El señor Pertinax se inclinó en señal de asentimiento.
-Sin embargo, mi alumno, el señor Anselmo de los Tilos, marqués de nacimiento, ha caído en el precipicio de la melancolía. Estaba colmado de pesar, moerore confictor[8]. No sabía a qué atribuir su triste estado; pero hube de comprender que el amor se adentraba en él. Teneo lupum auribus[9], me dije en francés; es necesario casarlo. Sé que hacia él las herederas se precipitan en masa, turba ruit ou ruunt[10]. Pero sólo una mujer en el mundo había fijado la noble veleta de sus incertidumbres. Encontré el nombre de esta elegida del cielo. ¡Era su hija, oh, señor Pertinax! Desde entonces usted fue el centro de mis cuidadosas investigaciones, vi su casa, vidi domum tuam y admiré su belleza, et illius pulchritudinem miratus sum.[11]
-Dice usted que ese joven caballero ama a mi hija -respondió el presidente con una sonrisa, o para hablar su idioma, dicis hunc juvenem amare filiam meam.
-¡No, señor! -dijo Naso con calor, porque eso sería un error de sintaxis. Y es necesario cambiar el activo en pasivo cuando hay anfibología[12], es decir en este caso el nominativo y el complemento francés estarían los dos en el acusativo en latín, sin que se le pueda distinguir el uno del otro. Ejemplo: usted dice que Anselmo de los Tilos ama a mi hija, dicis Anselmem ex Tillis amare filiam meam está mal. Debemos cambiar la oración por: usted dice que mi hija es amada por Anselmo de los Tilos, dicis filiam meam amari ab Anselme ex Tiliis.
-Sea como sea, señor Paraclet, me temo que ese no es más que un amor sin esperanza.
-Señor -respondió el profesor calentándose, somos nobles desde la época de Luis el tartamudo; poseemos cuarenta mil libras de renta. En el nombre del cielo y de los reinos oscilantes... ¿por qué esta negativa?
-¡Porque lejos de tener una hija, sólo tengo un hijo! -dijo el señor Pertinax.
-¡Y eso que importa, señor!
-Sin embargo usted tiene una extraña confusión.
-Es cierto -dijo Naso lastimosamente. Mi patriotismo me arrastra; ¿porqué su hijo no es su hija? ¡Pero quizá haya remedios para esto!
-¡No veo remedio alguno! -contestó el primer magistrado.
-Señor -contestó Paraclet, usted parece estar ocupado en este momento; retomaremos más tarde esta seria entrevista.
-¡Ah, vaya! puesto que yo le repito que sólo tengo un hijo, es imposible que su marqués lo despose.
-En efecto, a primera vista, esto parece difícil, pero...
-Sus peros no se terminaron.
-¿Existen acaso algunos artículos del código contra mi proposición? -agregó el obstinado Paraclet.
-¡Ninguno!
-¡Y bien!
-Señor -dijo el presidente furioso, ¿debo llamar a mi portero para que lo conduzca a la salida?
-¿Quis te furor tenet? [13] ¡No divulgue este asunto! -dijo Naso enojado.
-Si usted no se marcha -exclamó el presidente furioso, ¡llamo a la policía de la ciudad!
-¡Usted no está en sus cabales! ¡Hablaremos luego sobre este asunto!
-¡Retírese -gritó el presidente rojo de cólera- o haré llamar a la guardia nacional!
-Te relinquo[14] -exclamó Paraclet encolerizado y en latín. Pero aún no he dicho la última palabra y mi alumno entrará en su familia.
El primer magistrado de C... iba a pasar de las palabras a los hechos, cuando el testarudo profesor salió del palacio, y se posesionó de una furia que iba del rojo al blanco pasando por el violeta. En algunas ocasiones silbó unos estruendosos quos ego[15] a los cuales respondieron los rebeldes ecos, oponiéndose a los de los súbditos de Neptuno.
Paraclet se hallaba ofendido en sus extraordinarias combina-ciones; empleó en su monólogo las enérgicas fórmulas de Cicerón, y su cólera tomando su fuente de las altas montañas del Orgullo, precipitó sus corrientes de apóstrofos y sus torrentes de invectivas entre las riberas insultantes de los quousque tandem[16] y de los verum enimvero[17].
Caminaba gesticulando como un telégrafo ocupado; se pregón-taba si su alumno no debía tomar venganza de la negativa del señor Pertinax fundada en el vano motivo de que ¡sólo tenía un hijo! ¿No sería necesario que la sangre lavase esta ofensa? ¡La guerra de Troya le parecía haber sido provocada por intereses más frívolos! ¡Que poca cosa el honor de Menelao comparado con la desaparición del linaje de los Tilos!
Como el desfigurado profesor caminaba de forma zigzagueante, chocó contra un corpulento cuerpo.
- Cave ne cadas[18] -dijo.
-Cave ne cadas -dijo alguien.
El devoto Paraclet imaginó haberse encontrado con una piedra y su eco.
-¿Quién es usted? -dijo.
-Señor Paraclet -contestó una voz humana, ¡soy el escribano del juzgado, tengo cabellos blancos, desearía que me escuchase!
-La corte ha deliberado -respondió Naso, con profunda ironía. ¡Viene usted a leerme mi pena de muerte!
-Señor -dijo el escribano, firmo las actas de mi ministerio con el nombre de Maro Lafourchette, y soy su más humilde servidor.
-¡Entonces, sirva de punto de mira a las flechas de mi cólera!
-Señor, escúcheme
-Usted, un simple escribano, un inocente portaplumas, un oscuro escritorzuelo, usted tropieza con un hombre como yo en sus ideas y sus paseos.
-Pero, en fin....
-¡Váyase, criatura infinita!
-Sin embargo...
-¡Váyase, burgués de las leyes!
-No insulte a los pobres -articuló el escribano. Ne insultes miseris.
-O ne insulta -respondió Naso.
-O noli insultare miseris[19] -repostó el señor Lafourchette.
La cólera del profesor desapareció instantánea-mente ante estas citas gramaticales. Había, pues, encontrado a un latinista de su altura.
-¿Para que me desea el honorable escribano? -dijo.
-Escuché su entrevista con el señor Pertinax; perdone mi involuntaria indiscreción. Puedo serle de alguna utilidad.
El hábil escribano abrió las puertas intelectuales del profesor con la doble llave de la insinuación.
-Me llamo Maro como Virgilio -dijo.
-Y Lafourchette como ninguno. ¿Entonces? -contestó Naso.
-Mi paternidad me lleva a poseer una muchacha casadera, estando en buenas condiciones. Ella está, usando el término que emplea Justiniano, viripotens[20].
-¿Viripotens? -dijo Naso.
-Viripotens -reiteró Maro.
-Señor -respondió el profesor emocionado. ¡Este viripotens lo hará mi amigo para la vida entera! Entonces, esta muchacha viripotens se llama...
-Eglantine. Es una mujer de dulces maneras, de compañía agra-dable, siendo del mundo, dotada de un temperamento ferruginoso, y el matrimonio la colmará dignamente las impaciencias de su juventud; ¡si el señor marqués Anselmo de los Tilos se digna a bajar sobre ella la majestad de sus pestañas, tendremos el honor de pasar en familia la tarde de este maravilloso día!
-He ahí una bella oración -dijo Naso, que se puso a pensar.
Tenía en sus manos la posteridad de la familia de los Tilos.
-Quota hora est[21] -dijo.
-Quinta[22] -contestó Lafourchette.
-¡A las siete, el señor marqués y yo llamaremos a su puerta!
Así, estos ilustres personajes terminaron el dúo de su elocuencia científica, y Paraclet pensativo tomó el camino hacia el castillo.
¡Un mal casamiento! La hija de un escribano de provincia casándose con un ilustre de los Tilos. Este antiguo árbol agitaría, por tanto, sus blancas flores sobre cabezas prosaicas. Lejos de los campos cultivados por sus ancestros, se vería transportado a los campos de la burguesía, hechos de tierras traídas de otros lugares.
Pero, apenas había opciones. La familia iba a ser relevada, y sus descendientes traducirían su gloria a las más lejanas generaciones. Además, Anselmo engrandecía a su esposa, y el gallo ennoblecía a la gallina.
Confortado por estas razones de corral, el profesor llegó rápidamente el castillo, anunció al joven marqués su completo éxito, calmó sus ímpetus extraconyugales, y le dio un discurso de un largo y argumentos cicerónicos acerca de las uniones legítimas conside-radas desde el doble punto de vista de la moral y la procreación.
Al nombre argénteo de Lafourchette, Anselmo no frunció el entrecejo; su virgen temperamento lo sometía solamente a las formas superficiales, sin ir más allá. Eglantine era mujer; ¿qué más era necesario? Aún poseía esa edad ingenua, donde uno se casaría con una escoba vestida de mujer.
Después de la cena, el castillo en agitación procedió a vestir espléndidamente al marqués. Sus habitantes estuvieron en pleno ajetreo durante dos horas, las cascadas de agua lustral se deslizaban sobre su cándida frente, las servilletas pensaron perder allí su blanca textura, los potes de pomada se aliviaron de sus pesos fragantes, los peines se destrozaban en medio de los vírgenes bosques que coronaban la cabeza del joven marqués, los abotonadores se resistían contra las pretensiones de las obstinadas botas, los armarios vomitaban arroyos de vestidos, los tirantes estiraban sus elásticos para conseguir las tensiones de varias atmósferas, y las infinitas corbatas desarrollaban en todos los sentidos sus variados pliegues.
A la hora fijada, el marqués parecía un oso vestido con camisa, mostrando un estómago de encaje y portando una espada de desfile.
En algunos minutos, seguido de su profesor tieso y almidonado, llegó al número 7 de la calle del Viejo Pergamino, y preparó una entrada triunfal.
La comitiva estaba completa. Estaban allí el señor Lafourchette y su hija Eglantine; su primo Boussigneau, sustituto del alcalde; los Gruñones, parientes lejanos de los Lafourchette y de toda civilización; el padrino de la joven, de nombre Protesto, alguacil jurado, y ducho en Leyes.
El salón resplandecía a la luz de dos velas que irradiaban tristemente a cada extremidad; algunos trofeos de caza de poco valor se mostraban en las cuatro esquinas, mientras que una mesa de caoba, de poca calidad, apoyando una jaula de pájaros disecados desempeñaba el rol del quinto “compañero”; las sillas y los sillones de paja ofrecían a los visitantes su dudosa elasticidad; sólo el sargento de la policía urbana, que suele ir montado a caballo, se podría sentar allí durante una hora, tomando en cuenta la dureza insensible con la cual su profesión había dotado a sus partes carnosas. En fin, se encontraba ante una ventana un piano mal dispuesto, que debía encerrar en su seno el fiel eco de los utensilios de cocina.
Se anunció al marqués de los Tilos. El pánico comenzó a tomar a la sociedad, pero se esfumó rápidamente. Anselmo hizo su aparición bajo los fuegos cruzados de las inquietas miradas. Los hombres se levantaron, las mujeres se balancearon, y los niños examinaban si este desconocido no tenía muchachos en los brazos y en las piernas para hacerlo maniobrar.
Naso presentó oficialmente a su alumno, y al favor de las tinieblas avaras y propicias, Eglantine Lafourchette avanzó hacia él. Ella lo saludó y cuarenta y cinco primaveras saludaron con ella. Es que ella florecía bajo el sol del verano, y del verano de San Martín; Eglantine era gruesa, corta, repleta, envuelta en masa, redonda, esférica; se cubría con cabellos arreglados al estilo de la época; extendía abundantemente las formas de una vegetación tropical.
Anselmo la encontró magnífica; era una edición aumentada de la Venus Afrodita; vista a través del prisma de las pasiones imberbes, ella podría parecer como tal. Esto fue tomado alegremente por su propia madre para la cual sin embargo ella no era más que la hija.
Para abreviar, se saludó, se cumplimentó, se tomó asiento, se habló; la conversación del tema general pasó al particular; el marqués sentado cerca de la hija del escribano conversaba tan bajo con ella que pasaron largo tiempo sin decirse nada.
Naso hablaba latín con su nuevo amigo, en el estilo del cual tomaba las maneras quintilianas[23], y le hizo parte de sus nuevas observaciones sobre las declinaciones irregulares.
Se jugó el conocido juego de las rimas; aun cuando se le explicó el juego cien veces al marqués, su inteligencia rebelde no podía comprender el espíritu eufónico, y dejó escapar algunas desinencias heteróclitas que sorprendieron dolorosamente a la asamblea.
En cuanto al buen profesor, inmiscuía allí invariablemente a su amigo Lhomond.
El resto de la sociedad habituó sus ojos al espectáculo desa-costumbrado del joven marqués, y de sus imperfecciones físicas y morales.
¡Sin embargo los dos novios, porque ellos lo eran por su amor, se embriagaban de felicidad! Pronto Anselmo se animó, habló de la irregularidad del sustantivo cubile[24], y enseñó a su amante la declinación de tonitru[25]. En cuanto a lo de cornu[26], el cuerno, ella parecía saberlo de nacimiento.[27]
Entonces se varió la velada con algunos juegos inocentes. En el juego de la gallina ciega, que se jugó sentado, el joven Anselmo confundía extrañamente los sexos, y no tardó en tumbar la mesa y la jaula de pájaros a los cuales no les faltó más que una resurrección para volar. En el juego del sinónimo, donde dijo que objeto es el que quisiera tener, poderoso, sensible, del cual haría sus delicias, su estudio, su pasatiempo más dulce, aquel que metería en su corazón, bajo su almohada, en su libro de oraciones, respondió: el molino de viento.
En fin, la velada acabó bajo favorables auspicios; el joven marqués soñaba que veía pasar a Eglantine en sus sueños, Eglantine imaginaba las ingenuas delicias de un esposo inmaculado.
Al día siguiente, se decidió efectuar el matrimonio, y ocho días después las campanillas de la iglesia llevaban a las orejas de los novios mil promesas halagadoras.
¡Naso Paraclet saltó sobre un pie el resto del día! No era recono-cible. ¡Sus deseos habían sido cumplidos, y veía en la posteridad de su querido alumno un largo camino para la familia de los Tilos!
¡El gran día llegó, y sin embargo los Mirabelle, Vieille Pierre y los Pertinax no guardaban rencor!
El marqués se ruborizó como una vestal[28] en pleno día; había encendido la sagrada antorcha del himeneo, y la había mantenido con un cuidado religioso. Sus estudios latinos habían sido un poco abandonados, pero por una causa perdonable; pero, inmediatamente después que el nudo fue atado, fueron retomados activamente, y el joven Anselmo se proponía traducir palabra a palabra los amores de Dido y de Eneas.
¡Buen y cándido joven! ¡Corre a donde la felicidad te espera, a donde los placeres te llaman! ¡Abre tu seno a los poderosos abrazos de una esposa de peso! ¡Soporta a brazos abiertos las doscientas cincuenta libras de carne animada que el amor allí suspende! ¡Permite a tu inteligencia acariciar las inspiraciones poéticas del dios de Citeres, y de una mano legítima, desata el cinturón virginal de tu fatigada novia!
El devoto profesor tomó a su alumno por su cuenta; lo instruyó de sus deberes conyugales, y le hizo una paráfrasis de toda la belleza de duo in una carne[29] de la Escritura.
¡El gran libro de los misterios del mundo fue hojeado sin descanso, y de sus páginas creadoras, el marqués de los Tilos tomó las enseñanzas supremas!
Después el profesor y el alumno pasaron a las deducciones prácti-cas de la existencia. Anselmo fue prevenido contra las tentativas desfavorables de los intrusos enamorados; sentía su frente palidecer y sus cabellos erizarse en presencia de los posibles errores de un sexo muy frágil; leyó con miedo la biografía de los famosos maridos de la antigüedad, y contempló bajo las aguas turbulentas del mundo los arrecifes que nunca sospechó; la vida y el mar le aparecían con las arenas unidas; lanzó la sonda y tocó un fondo de piedra donde se rompieron y debían de romperse aún tantos nidos matrimoniales.
¡Pero Naso le levantó la abatida moral! ¡Las oportunidades estaban de su lado en los lazos que había contraído! Eglantine Lafourchette parecía hecha para hacer a un marido feliz. Debía ser inaccesible a las seducciones heterogéneas, y sustraerse a las tentativas antimaritales. Era un campo cultivado con cuidado, guar-dado con ternura, cerrado con prudencia, y de su amor por Anselmo ella hacía al hombre de paja que ponía en fuga a los pájaros voraces, y los amantes devastadores.
¡El matrimonio del marqués no era más que un tema melodioso, sin variación, sin accidente, sin código, que sólo traería, a la larga, placeres y felicidad!
La velada nupcial fue movida y apasionada. El impaciente marqués quería preceder al ocaso del día; pero, valiente amigo de las conveniencias, el enérgico profesor le opuso un ablativo y una voluntad absoluta a las cuales debió obedecer.
-¡Retrase, mi noble alumno, retrase el misterioso instante, donde el futuro de sus pasiones deba fundirse con el presente de sus placeres! ¡Y recuerde las diferentes maneras de expresar la preposición sin delante de un infinitivo! Usted debe pasarse la noche sin dormir, noctem insomnem ducere, sin herir su conciencia, salva fide, sin pretender nada, dissimulanter[30] y recuerde que el matrimonio no es otra cosa que una versión y que usted debe hacer la “palabra a palabra” de su esposa antes de buscar una traducción más libre.
En fin, la estrella de Venus se elevó sobre el horizonte del placer; Anselmo apuntó allí durante mucho tiempo el telescopio de la impaciencia.
La bella Eglantine Lafourchette intentó vana-mente llorar; el pudor no había podido agrandar el arroyo de sus lágrimas; no tenía nada de maldad en los ojos. Rodó sus inmensidades suavemente hacia la habitación conyugal, y la sociedad, con aires espiritualmente ridiculizantes, desfiló ante el marqués.
Entonces Naso humedeció sus pestañas pater-nales de lágrimas involuntarias, y Maro, su amigo, sólo se expresaba a través de las interjecciones O, evax, hei, heu, papae, hui[31].
En fin, Anselmo de los Tilos, hasta ese momento el último de su nombre, abrazó a su profesor, su suegro, y se fue.
Los pájaros batieron sus alas en su nido de verdor; bajo la respiración balsámica del viento, la noche agitó sin ruido las diáfanas cortinas de su cama de ébano; la estrella del pastor deslizó los rayos de sus miradas entre las misteriosas oscuridades, y el cielo, dando a los sonoros suspiros sus desafiantes ecos, vibraba en un instante de placer, de juventud y de amor.
Nueve meses después, los Tilos estaban felices y nada perturbaba la felicidad familiar de las familias reunidas. Solamente el suegro Lafourchette, un poco fastidioso, como todos los viejos escribanos, trataba de convencer en algunas ocasiones a Naso sobre las dificultades científicas-latinas.
-¿Conoce usted a Fedro[32]? -le dijo el escribano.
-¡Sin duda!
-¿Cómo traduciría usted anus ad amphoram?
-Anus, «la vieja», ad amphoram, «en el ánfora». ¡Es el título de una fábula!
-Usted comete un error grotesco.
-¡Por ejemplo! -dijo el buen Paraclet.
-¡Un error indignante!
-¡Señor Maro, mídase al hablar!
Amphoram se traduce como «la olla»!
-¡Qué importa!
Ad significa «sobre»!
-¡Y entonces!
-¡Y anus no significa «viejo»!
Una casta furia electrizó a Paraclet, y los dos campeones se habrían tomado por los cabellos si no hubiesen sido separados y estado cubierto con pelucas.
Pronto, estos incidentes desaparecieron; los dos campeones no excitaron más el alboroto moral. Se permitieron oxidar en la esquina de su espíritu la daga del chiste, y la espingarda del sarcasmo.
Así es que la vida era tranquila en esta ciudad de predilección donde los pavimentos disfrutaban de un reposo inquebrantable.
El marqués de los Tilos no vio una nube en el horizonte de su felicidad; algunos niños ya fuesen varones o hembras vinieron cada año a fortalecer la esperanza de una descendencia inextinguible, y el devoto Naso Paraclet, habiendo terminado algunos comentarios útiles sobre las declinaciones irregulares, se ocupó de buscar las causas secretas que, desde el doble punto de vista de la gramática y del matrimonio, imposibilitaban a los verbos neutros gobernar al acusativo.

1.016. Verne (Julio)

© Traducido por Ariel Pérez
Cortesía de www.jverne.net




[1] ¡Oh, que vergüenza!
[2] No me permitiría ser perezoso.
[3] Contracción del superlativo divitissimus. La palabra homo (hombre) se presupone. La frase significa “el hombre más rico”.
[4] Aquí Verne copia prácticamente una página de la gramática de Lhomond con la expresión Maxime omnium conspicuus (el más notable de todos), la regla de los nombres partitivos y las tres formas de expresar “soy uno de los soldados” (Lhomond, página 143).
[5] Un gran infortunio nos amenaza (Lhomond, página 147).
[6] Es abundante en riquezas, no le falta nada (Lhomond página, 149).
[7] ¿Qué madre no quiere a sus hijos?
[8] Estaba colmado de pesar (Lhomond, página 156)
[9] Tengo el lobo por las orejas (Lhomond, página 180). El sentido de la expresión en este contexto es: “tengo una solución”.
[10] En singular, turba ruit (la multitud se lanza) o en plural, turba ruunt (las gentes se precipitaron). Gramática de Lhomond, página 145.
[11] He visto su casa y he admirado su belleza (Lhomond, página 169)
[12] Doble sentido, vicio de la palabra, cláusula, o manera de hablar, a la que puede darse más de una interpretación. (Nota del traductor)
[13] ¿Qué locura te posee?
[14] Te dejo, te abandono.
[15] Así comienza el verso 135 del primer libro de La Eneida de Virgilio. Esta expresión que significa “a usted que yo debería” representa la entrada de la señora Bovary, luego de la pintoresca entrada de Charles Bovary que provoca una intervención enérgica y sobre-excitada del profesor.
[16] Hasta cuando. Expresión famosa de Cicerón.
[17] Significa “Pero en realidad es que...”. Esta expresión se escribe en dos palabras, aunque Verne la escribió en una sola en el manuscrito original.
[18] Presta atención de no caerte (Lhomond, página. 205)
[19] Las tres expresiones significan lo mismo y están contenidas en la Gramática de Lhomond, página 175.
[20] Este es un término jurídico. Significa “casadera”.
[21] ¿Qué hora es? (Lhomond, página 173)
[22] Las cinco, literalmente “la quinta”.
[23] Palabra formada por Verne. Con ella, alude al celebre escritor español Marco Fabio Quintiliano, quien fuera un gran orador en la época del imperio romano. (Nota del traductor)
[24] La cama (Lhomond, página 102). En particular la cama nupcial.
[25] El trueno (Lhomond, página 9).
[26] El cuerno, ala de un ejército o de una escuadra en el ejército.
[27] A continuación en el manuscrito original aparece una oración que no está completa y a la cual le faltan algunas palabras que puedan determinar su sentido. En el original aparece Eglantine lui répondit grosse, expédition, Cour d'assise (sic). El editor ha puesto la expresión (sic) precisamente para significar que las palabras grosse, expédition y cour d'assise no tienen sentido para formar la oración. La palabra francesa grosse significa en este contexto “doce docenas”, y es una expresión utilizada en el comercio de productos como clavos, huevos, etc. La palabra que le sigue, expédition que significa “expedición” guarda cierta lógica con respecto a la anterior. Luego, la expresión cour d'assise tiene un sentido jurídico. Por tanto se ha decidido no incorporar en la edición española esta oración. (Nota del traductor)
[28] Dícese de las doncellas romanas consagradas a la diosa Vesta. (Nota del traductor)
[29] Dos seres en una sola carne.
[30] Noctem insomnem ducere significa “Pasar la noche sin dormir”, salva fide, sin herir su conciencia, dissimulanter, sin pretender nada. Estos son tres ejemplos extraídos por Verne de la gramática de Lhomond, página 266, que ilustran las diferentes maneras de expresar la preposición sin delante de un infinitivo.
[31] Interjecciones que marcan la admiración según Lhomond, pág 97.
[32] Fabulista latino imitador de Esopo. (Nota del traductor)

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