-¿Lo dices en serio?... ¿Realmente crees que una
máquina puede pensar?
No obtuve respuesta inmediata. Moxon estaba
ocupado aparentemente con el fuego del hogar, revolviendo con habilidad aquí y
allá con el atizador, como si toda su atención estuviera centrada en las
brillantes llamas. Hacía semanas que observaba en él un hábito creciente de
demorar su respuesta, aun a las más triviales y comunes preguntas. Su aire era,
no obstante, más de preocupación que de deliberación: se podía haber dicho que
"tenía algo que le daba vueltas en la cabeza".
-¿Qué es una "máquina"? La palabra ha
sido definida de muchas maneras. Aquí tienes la definición de un diccionario
popular: "Cualquier instrumento u organización por medio del cual se
aplica y se hace efectiva la fuerza, o se produce un efecto deseado".
Bien, ¿entonces un hombre no es una máquina? Y debes admitir que él piensa... o
piensa que piensa.
-Si no quieres responder mi pregunta -dije
irritado -¿por qué no lo dices?... eso no es más que eludir el tema. Sabes muy
bien que cuando digo "máquina" no me refiero a un hombre, sino a algo
que el hombre fabrica y controla.
-Cuando no lo controla a él -dijo, levantándose
abruptamente y mirando hacia afuera por la ventana, donde nada era visible en
la oscura noche tormentosa. Un momento más tarde se dio vuelta y agregó con una
sonrisa.
-Discúlpame, no deseaba evadir la pregunta.
Considero al diccionario humano como un testimonio inconsciente y sugestivo que
aporta algo a la discusión. No puedo dar una respuesta directa tan fácilmente;
creo que una máquina piensa en el trabajo que está realizando.
Esa era una respuesta suficientemente directa,
por cierto. No completamente placentera, pues tendía a confirmar la triste
suposición de que la devoción de Moxon al estudio y al trabajo en su taller
mecánico no le había sido beneficiosa. Sabía, por otra fuente, que sufría de
insomnio, y ese no es un mal agradable. ¿Habría afectado su mente? La respuesta
a mi pregunta parecía evidenciar eso; quizá hoy yo hubiera pensado en forma
diferente. Pero entonces era joven, y entre los dones otorgados a la juventud
no está excluida la ignorancia. Excitado por el gran estímulo de la discusión,
dije:
-¿Y con qué discurre y piensa, en ausencia de
cerebro?
Su respuesta, que llegó más o menos con la demora
acostumbrada, utilizó una de sus técnicas favoritas, ya que a su vez me
preguntó:
-¿Con qué piensa una planta... en ausencia de
cerebro?
-¡Ah, las plantas pertenecen a la categoría de
los filósofos! Me gustaría conocer algunas de sus conclusiones; puedes omitir
las premisas.
-Quizá -contestó, aparentemente poco afectado por
mi ironía- puedas inferir sus convicciones de sus actos. Usaré el ejemplo
familiar de la mimosa sensitiva, las muchas flores insectívoras y aquellas cuyo
estambre se inclina sacudiendo el polen sobre la abeja que ha penetrado en
ella, para que ésta pueda fertilizar a sus consortes distantes. Pero observa
esto. En un lugar despejado planté una enredadera. Cuando asomaba muy poco a la
superficie planté una estaca a un metro de distancia. La enredadera fue en su
busca de inmediato, pero cuando estaba por alcanzarla la saqué y la coloqué a
unos treinta centímetros. La enredadera alteró inmediatamente su curso, hizo un
ángulo agudo, y otra vez fue por la estaca. Repetí esta maniobra varias veces,
pero finalmente, como descorazonada, abandonó su búsqueda, ignoró mis
posteriores intentos de distracción y se dirigió a un árbol pequeño, bastante
lejos, donde trepó. Las raíces del eucalipto se prolongan increíble-mente en
busca de humedad. Un horticultor muy conocido cuenta que una de ellas penetró
en un antiguo caño de desagüe y siguió por él hasta encontrar una rotura, donde
la sección del caño había sido quitada para dejar lugar a una pared de piedra
construida a través de su curso. La raíz dejó el desagüe y siguió la pared
hasta encontrar una abertura donde una piedra se había desprendido. Reptó a
través de ella y siguió por el otro lado de la pared retornando al desagüe,
penetrando en la parte inexplorada y reanudando su viaje.
-¿Y a qué viene todo esto?
-¿No comprendes su significado? Muestra la
conciencia de las plantas. Prueba que piensan.
-Aun así... ¿qué entonces? Estamos hablando, no
de plantas, sino de máquinas. Suelen estar compuestas en parte de madera
-madera que no tiene ya vitalidad- o sólo de metal. ¿Pensar es también un
atributo del reino mineral?
-¿Cómo puedes entonces explicar el fenómeno, por
ejemplo, de la cristalización?
-No lo explico.
-Porque no puedes hacerlo sin afirmar lo que
deseas negar, sobre todo la cooperación inteligente entre los elementos
constitutivos de los cristales. Cuando los soldados forman fila o hacen pozos
cuadrados, llamas a esto razón. Cuando los patos salvajes en vuelo forman la
letra V lo llamas instinto. Cuando los átomos homogéneos de un mineral,
moviéndose libremente en una solución, se ordenan en formas matemáticamente
perfectas, o las partículas de humedad en las formas simétricas y hermosas del
copo de nieve, no tienes nada que decir. Todavía no has inventado un nombre que
disimule tu heroica irracionalidad.
Moxon estaba hablando con una animación inusual y
gran seriedad. Al hacer una pausa escuché en el cuarto adyacente que conocía
como su "taller mecánico", al que nadie salvo él entraba, un singular
ruido sordo, como si alguien aporreara una mesa con la mano abierta. Moxon lo
oyó al mismo tiempo y, visiblemente agitado, se levantó corriendo hacia donde
provenía el ruido. Pensé que era raro que alguien más estuviera allí, y el
interés en mi amigo -duplicado por un toque de curiosidad injustificada- me
hizo escuchar atentamente, y creo, soy feliz de decirlo, no por el ojo de la
cerradura. Hubo ruidos confusos como de lucha o forcejeos; el piso se sacudió.
Oí claramente un respirar pesado y un susurro ronco que exclamó:
-¡Maldito seas!
Luego todo volvió al silencio, y al momento Moxon
reapareció y dijo, con una semisonrisa de disculpa:
-Perdóname por dejarte solo tan abruptamente.
Tengo allí una máquina que había perdido la calma y rompía cosas.
Fijé los ojos sobre su mejilla izquierda que
mostraba cuatro excoriaciones paralelas con rastros de sangre y dije:
-¿Cómo hace para cortarse las uñas?
Podía haberme guardado la broma; no pareció
prestarle atención, pero se sentó en la silla que había abandonado y retomó el
monólogo interrumpido como si nada hubiera sucedido.
-Sin duda no tienes que estar de acuerdo con los
que (no necesito nombrárselos a un hombre de tu cultura) afirman que toda la
materia es conciencia, que todo átomo es vida, sentimiento, ser consciente. Yo
lo estoy. No existe nada muerto, materia inerte; todo está vivo; todo está
imbuido de fuerza, en acto y potencia; todo lo sensible a las mismas fuerzas de
su entorno y susceptible de contagiar a lo superior y a lo inferior reside en
organismos tan superiores como puedan ser inducidos a entrar en relación, como
los de un hombre cuando está modelado por un instrumento de voluntad. Absorbe
algo de su inteligencia y propósitos... en proporción a la complejidad de la
máquina resultante y de como ésta trabaje.
"¿Recuerdas la definición de 'vida' de
Herbert Spencer? La leí hace treinta años. Debe de haberla modificado más
tarde, eso creo, pero en todo este tiempo he sido incapaz de pensar una sola
palabra que pueda ser cambiada, agregada o sacada. Me parece no sólo la mejor
definición sino la única posible.
"Vida -dijo- es una definitiva combinación
de cambios hetero-géneos, simultáneos y sucesivos, en correspondencia con las
coexis-tencias y sucesiones externas'".
-Eso define al fenómeno -dije- pero no indica su
causa.
-Eso -replicó- es todo lo que cualquier
definición puede hacer. Tal como Mills señala, no sabemos nada de la causa
excepto como antecedente... nada, en efecto, salvo un consecuente. Ciertos
fenómenos nunca ocurren sin otros, de los que son disímiles: al primero, para
abreviar, lo llamamos causa, al segundo, efecto. Quien haya visto a un conejo
perseguido por un perro y no haya visto jamás conejos y perros por separado,
puede llegar a creer que el conejo es la causa del perro.
"Ah, creo que me desvío de la cuestión
principal -prosiguió Moxon con tono doctoral-. Lo que deseo destacar es que en
la definición de la vida formulada por Spencer está incluida la actividad de
una máquina; así, en esa definición todo puede aplicarse a la maquinaria. Según
aquel filósofo, si un hombre está vivo durante su período activo, también lo
está una máquina mientras funciona. En mi calidad de inventor y fabricante de
máquinas, afirmo que esto es absoluta-mente cierto".
Moxon quedó silencioso y la pausa se prolongó
algún rato, en tanto él contemplaba el fuego de la chimenea de manera absorta.
Se hizo tarde y quise marcharme, pero no me
sedujo la idea de dejar a Moxon en aquella mansión aislada, totalmente solo,
excepto la presencia de alguien que yo no podía imaginar ni siquiera quién era,
aunque a juzgar por el modo cómo trató a mi amigo en el taller, tenía que ser
un individuo altamente peligroso y animado de malas intenciones.
Me incliné hacia Moxon y lo miré fijamente, al
tiempo que indicaba la puerta del taller.
-Moxon -indagué- ¿quién está ahí dentro?
Al ver que se echaba a reír, me sorprendí lo
indecible.
-Nadie -repuso, serenándose-. El incidente que te
inquieta fue provocado por mi descuido al dejar en funcionamiento una máquina
que no tenía en qué ocuparse, mientras yo me entregaba a la imposible labor de
iluminarte sobre algunas verdades. ¿Sabes, por ejemplo, que la Conciencia es hija del
Ritmo?
-Oh, ya vuelve a salirse por la tangente -le
reproché, levantándome y poniéndome el abrigo. Buenas noches, Moxon. Espero
que la máquina que dejaste funcionando por equivocación lleve guantes la
próxima vez que intentes pararla.
Sin querer observar el efecto de mi indirecta, me
marché de la casa.
Llovía aún, y las tinieblas eran muy densas.
Lejos, brillaban las luces de la ciudad. A mis espaldas, la única claridad
visible era la que surgía de una ventana de la mansión de Moxon, que
correspondía precisamente a su taller.
Pensé que mi amigo habría reanudado los estudios
interrumpidos por mi visita. Por extrañas que me parecieran en aquella época
sus ideas, incluso cómicas, experimentaba la sensación que se hallaban
relacionadas de forma trágica con su vida y su carácter, y tal vez con su
destino.
Sí, casi me convencí de que sus ideas no eran las
lucubraciones de una mente enfermiza, puesto que las expuso con lógica
claridad. Recordé una y otra vez su última observación: "La Conciencia es hija del
Ritmo". Y cada vez hallaba en ella un significado más profundo y una nueva
sugerencia.
Sin duda alguna, constituían una base sobre la
cual asentar una filosofía. Si la conciencia es producto del ritmo, todas las
cosas son conscientes puesto que todas tienen movimiento, y el movimiento
siempre es rítmico. Me pregunté si Moxon comprendía el significado, el alcance
de esta idea, si se daba cuenta de la tremenda fuerza de aquella trascendental
generalización. ¿Habría llegado Moxon a su fe filosófica por la tortuosa senda
de la observación práctica?
Aquella fe era nueva para mí, y las afirmaciones
de Moxon no lograron convertirme a su causa; mas de pronto tuve la impresión de
que brillaba una luz muy intensa a mi alrededor, como la que se abatió sobre
Saulo de Tarso, y en medio de la soledad y la tormenta, en medio de las
tinieblas, experimenté lo que Lewes denomina "la infinita variedad y
excitación del pensamiento filosófico".
Aquel conocimiento adquiría para mí nuevos
sentidos, nuevas dimensiones. Me pareció que echaba a volar, como si unas alas
invisibles me levantaran del suelo y me impulsasen a través del aire.
Cediendo al impulso de conseguir más información
de aquél a quien reconocía como maestro y guía, retrocedí y poco después volví
a estar frente a la puerta de la residencia de Moxon.
Estaba empapado por la lluvia pero no me sentía
incómodo. Mi excitación me impedía encontrar el llamador e instintivamente
probé la manija. Ésta giró y, entrando, subí las escaleras que llevaban a la
habitación que tan recientemente había dejado. Todo estaba oscuro y silencioso;
Moxon, tal como lo había supuesto, estaba en el cuarto contiguo... el
"taller mecánico". Me deslicé a lo largo de la pared hasta encontrar
la puerta de comunicación y la golpeé con fuerza varias veces, pero no obtuve
respuesta, lo que atribuí al ruido exterior, pues el viento estaba soplando muy
fuerte y arrojaba cortinas de lluvia contra las delgadas paredes. El tamborileo
sobre el único techo que cubría el cuarto sin revestimiento era intenso e
incesante. Nunca había sido invitado al taller mecánico... en realidad se me
había negado la entrada como a todos los demás, excepto una persona, un diestro
operario en metales de quien no sabía nada, excepto que su nombre era Haley y
su hábito el silencio. Pero en mi exaltación espiritual olvidé la discreción y
los buenos modales y abrí la puerta. Lo que vi expulsó con rapidez todas las
especulaciones filosóficas.
Moxon estaba sentado de cara a mí sobre el lado
opuesto de una mesita con un candelero, que era toda la luz que había en la
habitación. Frente a él, de espaldas a mí, estaba sentada otra persona. Sobre la
mesa, entre los dos, había un tablero de ajedrez; los hombres estaban jugando.
Sabía muy poco de ajedrez pero por las pocas piezas que permanecían sobre el
tablero era obvio que el juego estaba por concluir. Moxon estaba totalmente
interesado... no tanto, eso me pareció, en el juego sino en su antagonista,
sobre el cual había fijado de tal manera la vista que, parado donde estaba, en
la línea directa de su visión, permanecía sin embargo inobservado. Su cara
tenía un blanco fantasmal y sus ojos brillaban como diamantes. A su antagonista
sólo lo veía de atrás, pero era suficiente, no tuve interés en ver su cara.
Aparentemente no tenía más de un metro y medio de
estatura, con proporciones que recordaban al gorila... ancho de hombros, grueso
y corto cuello y una gran cabeza cuadrada con una maraña de pelo negro que
coronaba un fez carmesí. Una túnica del mismo color, ligeramente sujeta a la
cintura, caía hasta el asiento -aparentemente un cajón- sobre el cual se
sentaba; no se le veían las piernas ni los pies. El brazo izquierdo parecía
descansar sobre la falda; movía las piezas con la mano derecha, que parecía
desproporcionadamente grande.
Yo había retrocedido un poco y ahora estaba
parado a un lado y junto a la puerta, en las sombras. Si Moxon hubiera observado
algo más que la cara de su oponente no hubiera visto otra cosa que la puerta
abierta. Algo me impidió entrar o retirarme, la sensación -no sé cómo llegó a
mí- de que estaba presenciando una tragedia inminente y que podía ayudar a mi
amigo permaneciendo donde estaba. Apenas tuve una rebelión consciente contra la
poca delicadeza de lo que estaba haciendo.
El juego fue rápido. Moxon apenas miraba el
tablero al hacer sus movimientos y, para mi ojo inexperto, parecía mover las
piezas más cercanas a su mano. Su movimiento al hacerlo era rápido, nervioso y
falto de precisión. La respuesta de su antagonista, igualmente pronta en la
iniciación, continuaba con un lento, uniforme, mecánico y, pensé, casi teatral
movimiento del brazo, que era una dolorosa prueba para mi paciencia. Había algo
aterrador en todo eso, y comencé a temblar. Pero lo cierto es que estaba mojado
y aterido.
Dos o tres veces después de mover una pieza, el
extraño inclinaba ligeramente la cabeza, y cada vez que lo hacía observé que
Moxon desviaba su rey. Al momento tuve la idea de que el hombre era mudo.
¡Entonces era una máquina... un jugador de ajedrez autómata! Recordé que una
vez Moxon me había contado que había inventado un mecanismo de ese tipo, pero
yo no había comprendido que ya lo había construido. ¿Así que toda su charla
sobre la conciencia y la inteligencia de las máquinas era sólo un mero preludio
para la exhibición eventual de este artefacto... un truco para intensificar el
efecto de su acción mecánica sobre mi ignorancia de su existencia?
Buen fin éste para mis transportes
intelectuales... ¡la infinita variedad y excitación del pensamiento filosófico!
Estaba a punto de retirarme con disgusto cuando ocurrió algo que atrapó mi
atención. Observé un encogimiento en los grandes hombros de la criatura, como
si estuviera irritada: tan natural era -tan enteramente humano- que mi nueva
visión del asunto me hizo sobresaltar. No fue solamente esto, un momento más
tarde golpeó la mesa abruptamente con su puño. Este gesto pareció sobresaltar
a Moxon más que a mí: empujó la silla un poco hacia atrás, como alarmado.
En ese momento Moxon, que debía jugar, levantó la
mano sobre el tablero y la lanzó sobre una de sus piezas, como un gavilán sobre
su presa, exclamando "jaque mate". Se puso de pie con rapidez y se
paró detrás de la silla. El autómata permaneció inmóvil en su lugar.
El viento había cesado, pero escuchaba, a
intervalos decrecientes, la vibración y el retumbar cada vez más fuerte de la
tormenta. En una de esas pausas comencé a oír un débil zumbido o susurro que,
tal como la tormenta, se hacía por momentos más fuerte y nítido. Parecía
provenir del cuerpo del autómata, y era un inequívoco rumor de ruedas girando.
Me dio la impresión de un mecanismo desordenado que había escapado a la acción represiva
y reguladora de su mecanismo de control... como si un retén se hubiera zafado
de su engranaje. Pero antes de que hubiera tenido tiempo para esbozar otras
conjeturas sobre su origen mi atención se vio atrapada por un movimiento
extraño del autómata. Una convulsión débil pero continua pareció haberse
posesionado de él. El cuerpo y la cabeza se sacudían como si fuera un hombre
con perlesía o frío intenso y el movimiento fue aumentando a cada instante
hasta que la figura entera se agitó con violencia. Saltó súbitamente sobre los
pies y con un movimiento tan rápido que fue difícil seguir con los ojos se
lanzó sobre la mesa y la silla, con los dos brazos extendidos por completo...
la postura de un nadador antes de zambullirse. Moxon trató de retroceder fuera
de su alcance pero lo hizo con demasiada lentitud: vi las horribles manos de la
criatura cerrarse sobre su garganta, y sus manos aferradas a las muñecas
metálicas. Cuando la mesa se dio vuelta la vela cayó al piso y se apagó, y todo
fue oscuridad. Pero el ruido de lucha era espantosamente nítido, y lo más
terrible de todo eran los roncos, chirriantes sonidos emitidos por un hombre
estrangulado que intentaba respirar. Guiado por el infernal alboroto me lancé
al rescate de mi amigo, pero es muy difícil avanzar rápidamente en la
oscuridad; de golpe todo el cuarto se iluminó con un enceguecedor resplandor
blanco que fijó en mi cerebro y mi corazón la vívida imagen de los combatientes
en el piso, Moxon abajo, su garganta aún bajo las garras de esas manos de hierro,
con la cabeza forzada hacia atrás, los ojos desorbitados, la boca totalmente
abierta y la lengua afuera; mientras que -¡horrible contraste!- una expresión
de tranquilidad y profunda meditación aparecía en la cara pintada de su
asesino, ¡como si estuviera solucionando un problema de ajedrez! Eso fue lo que
vi, luego todo fue oscuridad y silencio.
Tres días más tarde recobré la conciencia en un
hospital. Mientras el recuerdo de la trágica noche volvía a mi dolida cabeza
reconocí en mi cuidador al operario confidencial de Moxon, ese tal Haley.
Respondiendo a mi mirada se aproximó, sonriendo.
-Cuéntemelo todo -logré decir con voz débil,
todo lo que ocurrió.
-En realidad -dijo- ha estado inconsciente desde
el incendio de la casa... de Moxon. Nadie sabe qué hacía usted allí. Tendrá que
dar algunas explicaciones. El origen del fuego también es misterioso. Mi idea
es que la casa fue golpeada por un rayo.
-¿Y Moxon?
-Ayer lo enterraron... lo que quedaba de él.
Aparentemente esta persona reticente podía abrirse
en ocasiones; mientras transmitía estas horrendas informaciones a un enfermo se
le veía muy amable. Después de un momento de punzante sufrimiento mental
aventuré otra pregunta:
-¿Quién me rescató?
-Bueno, si eso le interesa... yo lo hice.
-Muchas gracias, señor Haley, y Dios lo bendiga
por eso. ¿Ha usted rescatado también al encantador producto de su habilidad, el
jugador de ajedrez autómata que asesinó a su inventor?
El hombre permaneció en silencio un largo tiempo,
sin mirarme. Luego giró la cabeza y dijo gravemente:
-¿Usted lo sabe todo?
-Sí -repliqué, vi cómo estrangulaba a Moxon.
Eso fue hace muchos años. Si tuviera que
responder hoy a la misma pregunta estaría mucho menos seguro.
1.007. Briece (Ambrose)
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