Recordaba a Dampier como un
compañero, fuerte y bien parecido, con gustos semejantes a los míos, que odiaba
trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia muchas de las cuestiones
que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de la que, sin
embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no echar nada
en falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del país, se
consideraba un orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera dedicado al
comercio o a la política, o hubiera recibido distinción alguna. Mohum era un
poco sentimental y su carácter supersticioso le hacía inclinarse al estudio de
temas relacionados con el ocultismo. Afortunadamente gozaba de una buena salud
mental que le protegía contra creencias extravagantes y peligrosas. Sus
incursiones en el campo de lo sobrenatural se mantenían dentro de la región
conocida y considerada como certeza.
La noche que le visité había tormenta. El invierno
californiano estaba en su apogeo: una lluvia incesante regaba las calles
desiertas y, al ser empujada por irregulares ráfagas de viento, se precipitaba
contra las casas con una fuerza increíble. El cochero encontró el lugar, una
zona residencial escasamente poblada cerca de la playa, con dificultad. La
casa, bastante fea, se elevaba en el centro de un terreno en el que, según pude
distinguir en la oscuridad, no había ni flores ni hierba. Tres o cuatro
árboles, que se combaban y crujían a causa del temporal, parecían intentar huir
de su tétrico entorno en busca de mejor fortuna, lejos, en el mar. La vivienda
era una estructura de dos pisos, hecha de ladrillo, que tenía una torre en una
esquina, un piso más arriba. Era la única zona iluminada. La apariencia del
lugar me produjo cierto estremecimiento, sensación que se vio aumentada por el
chorro de agua que sentía caer por la espalda mientras corría a buscar refugio
en el portal.
Dampier, en respuesta a mi misiva
informándole de mi deseo de visitarle, había contestado: «No llames, abre la
puerta y sube.» Así lo hice. La escalera estaba pobremente iluminada por una
luz de gas que había al final del segundo tramo. Conseguí llegar al descansillo
sin destrozar nada y atravesé una puerta que daba a la iluminada estancia
cuadrada de la torre. Dampier, en bata y zapatillas, se
acercó, tal y como yo esperaba, a saludarme, y aunque en un principio
pensé que me podría haber recibido más adecuadamente en el vestíbulo, después
de verle, la idea de su posible inhospitalidad desapareció.
No parecía el mismo. A pesar de ser de mediana edad,
tenía canas y andaba bastante encorvado. Le encontré muy delgado; sus facciones
eran angulosas, y su piel, arrugada y pálida como la muerte, no tenía un solo
toque de color. Sus ojos, excepcionalmente grandes, centelleaban de un modo
misterioso.
Me invitó a sentarme y, tras ofrecerme un cigarro,
manifestó con sinceridad obvia y solemne que estaba encantado de verme. Después
tuvimos una conversación trivial durante la cual me sentí dominado por una
profunda tristeza al ver el gran cambio que había sufrido. Debió captar mis
sentimientos porque inmediatamente dijo, con una gran sonrisa :
-Te
he desilusionado: non sum qualis eram.
Aunque
no sabía qué decir, al final señalé:
-No,
que va, bueno, no sé: tu latín sigue igual que siempre.
Sonrió
de nuevo.
-No -dijo, al ser una lengua muerta, esta particularidad
va aumentando. Pero, por favor, ten paciencia y espera: existe un lenguaje
mejor en el lugar al que me dirijo. ¿Tendrías algún incon-veniente en recibir
un mensaje en dicha lengua?
Mientras hablaba su sonrisa
iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a los ojos con una seriedad que
me produjo angustia. Sin embargo no estaba dispuesto a dejarme llevar por su
actitud ni a permitirle que descubriera lo profundamente afectado que me
encontraba por su presagio de muerte.
-Supongo que pasará mucho tiempo antes de que el
lenguaje humano deje de sernos útil -observé-, y para entonces su necesidad y
utilidad habrán desaparecido.
Mi amigo no dijo nada y, como la conversación había
tomado un giro desalentador y no sabía qué decir para darle un tono más
agradable, también yo permanecí en silencio. De repente, en un momento en que
la tormenta amainó y el silencio mortal contrastaba de un modo sobrecogedor
con el estruendo anterior, oí un suave golpeteo que provenía del muro que
tenía a mis espaldas. El sonido parecía haber sido producido por una mano, pero
no como cuando se llama a una puerta para poder entrar, sino más bien como una
señal acordada, como una prueba de la presencia de alguien en una habitación
contigua; creo que la mayoría de nosotros ha tenido más experiencias de este
tipo de comunicación de las que nos gustaría contar. Miré a Dampier.
Si
había algo divertido en mi mirada no debió captarlo. Parecía haberme olvidado y
observaba la pared con una expresión que no soy capaz de definir, aunque la
recuerdo como si la estuviera viendo. La situación era desconcertante. Me
levanté con intención de marcharme; entonces reaccionó.
-Por
favor, vuelve a sentarte -dijo-, no ocurre nada, no hay nadie ahí.
El
golpeteo se repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez.
-Lo
siento -dije, es tarde. ¿Quieres que vuelva mañana?
Volvió
a sonreír, esta vez un poco mecánicamente.
-Es muy gentil por tu parte, pero completamente
innecesario. Te asegu ro que ésta es
la única habitación de la torre y no hay nadie ahí. Al menos...
Dejó la frase sin terminar, se levantó y abrió una
ventana, única abertura que había en la pared de la que provenía el ruido.
-Mira.
Sin saber qué otra cosa podía hacer, le seguí hasta
la ventana y me asomé. La luz de una farola cercana permitía ver claramente, a
través de la oscura cortina de agua que volvía a caer a raudales, que «no había
nadie». Ciertamente, no había otra cosa que la pared totalmente desnuda de la
torre.
Dampier cerró la ventana, señaló mi asiento y volvió a tomar posesión del
suyo.
El incidente no resultaba en sí especialmente misterioso;
había una docena de explicaciones posibles (ninguna de las cuales se me ha
ocurrido todavía). Sin embargo me impresionó vivamente el hecho de que mi amigo
se esforzara por tranquilizarme, pues ello daba al suceso una cierta
importancia y significación. Había demostrado que no había nadie, pero precisa mente eso era lo interesante. Y no lo había
explicado todavía. Su silencio resultaba irritante y ofensivo.
-Querido amigo -dije, me temo que con cierta
ironía, no estoy dispuesto a poner en cuestión tu derecho a hospedar a todos
los espectros que desees de acuerdo con tus ideas de compañerismo; no es de mi
incumbencia. Pero como sólo soy un simple hombre de negocios, fundamentalmente
terrenales, no tengo necesidad alguna de espectros para sentirme cómodo y
tranquilo. Por ello, me marcho a mi hotel, donde los huéspedes aún son de carne
y hueso.
No fue una alocución muy cortes, lo sé, pero mi
amigo no manifestó ninguna reacción especial hacia ella.
-Te ruego que no te vayas -observó-. Agradezco mucho
tu presencia. Admito haber escuchado un par de veces con anterioridad lo que tú
acabas de oír esta noche. Ahora sé que no eran ilusiones mías y esto es
verdaderamente importante para mí; más de lo que te imaginas. Enciende un buen
cigarro y ármate de paciencia mientras te cuento toda la historia.
La lluvia volvía a arreciar, produciendo un rumor
monótono, que era interrumpido de vez en cuando por el repentino azote de las
ramas agitadas por el viento. Era bastante tarde, pero la compasión y la
curiosidad me hicieron seguir con atención el monólogo de Dampier,
a
quien no interrumpí ni una sola vez desde que empezó a hablar.
-Hace diez años -comenzó, estuve viviendo en un
apartamento, en la planta baja de una de las casas adosadas que hay al otro
lado de la ciudad, en Rincon Hill. Esa zona había sido una de las mejores de
San Francisco, pero había caído en desgracia, en parte por el carácter
primitivo de su arquitectura, no apropiada para el gusto de nuestros ricos
ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras públicas la habían afeado. La
hilera de casas, en una de las cuales yo habitaba, estaba un poco apartada de
la calle; cada vivienda tenía un diminuto jardín, separado del de los vecinos
por unas cercas de hierro y dividido con precisión matemática por un paseo de
gravilla bordeado de bojes, que iba desde la verja a la puerta.
» Una mañana, cuando salía, vi a una chica joven
entrar en el jardín de la casa izquierda. Era un caluroso día de junio y
llevaba un ligero vestido blanco. Un ancho sombrero de paja decorado al estilo
de la época, con flores y cintas, colgaba de sus hombros. Mi atención no
estuvo mucho tiempo centrada en la exquisita sencillez de sus ropas, pues
resultaba imposible mirarla a la cara sin advertir algo sobrenatural. Pero no,
no temas; no voy a deslucir su imagen describiéndola. Era sumamente bella. Toda
la hermosura que yo había visto o soñado con anterioridad encontraba su expresión
en aquella inigualable imagen viviente, creada por la mano del Artista Divino.
Me impresionó tan profundamente que, sin pensar en lo impropio del acto, descubrí
mi cabeza, igual que haría un católico devoto o un protestante de buena familia
ante la imagen de la Virgen.
A la doncella no parecía disgustarle mi gesto; me dedicó una
mirada con sus gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más, entró
en la casa. Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la mano,
consciente de mi rudeza y tan dominado por la emoción que la visión de aquella
belleza incomparable me inspiraba, que mi penitencia resultó menos dolorosa de
lo que debería haber sido. Entonces reanudé mi camino, pero dejé el corazón en
aquel lugar. Cualquier otro día habría permanecido fuera de casa hasta la caída
de la noche, pero aquél, a eso de la media tarde, ya estaba de vuelta en el
jardín, interesado por aquellas pocas flores sin importancia que nunca antes me
había detenido a observar. Mi espera fue en vano; la chica no apareció.
» A aquella noche de inquietud le siguió un día de
expectación y desilusión. Pero al día siguiente, mientras caminaba por el
barrio sin rumbo, me la encontré. Desde luego no volví a hacer la tontería de
descubrirme; ni siquiera me atreví a dedicarle una mirada demasiado larga para
expresar mi interés. Sin embargo mi corazón latía aceleradamente. Tenía
temblores y, cuando me dedicó con sus grandes ojos negros una mirada de
evidente reconocimiento, totalmente desprovista de descaro o coquetería, me
sonrojé.
» No te cansaré con más detalles; sólo añadiré que
volví a encontrármela muchas veces, aunque nunca le dirigí la palabra ni
intenté llamar su atención. Tampoco hice nada por conocerla. Tal vez mi
autocontrol, que requería un sacrificio tan abnegado, no resulte claramente
comprensible. Es cierto que estaba locamente enamorado, pero, ¿cómo puede uno
cambiar su forma de pensar o transformar el propio carácter?
» Yo era lo que algunos estúpidos llaman, y otros
más tontos aún gustan ser llamados, un aristócrata; y, a pesar de su belleza,
de sus encantos y elegancia, aquella chica no pertenecía a mi clase. Me enteré
de su nombre (no tiene sentido citarlo aquí) y supe algo acerca de su familia.
Era huérfana y vivía en la casa de huéspedes de su tía, una gruesa señora de
edad, inaguantable, de la que dependía. Mis ingresos eran escasos y no tenía
talento suficiente como para casarme; debe de ser una cualidad que nunca he
tenido. La unión con aquella familia habría significado llevar su forma de
vida, alejarme de mis libros y estudios y, en el aspecto social, descender al
nivel de la gente de la calle. Sé que este tipo de consideraciones son fácilmente
censurables y no me encuentro preparado para defenderlas. Acepto que se me
juzgue, pero, en estricta justicia, todos mis antepasados, a lo largo de generaciones,
deberían ser mis codefensores y debería permitírseme invocar como atenuante el
mandato imperioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de un
enlace de este tipo. En resumen, mis gustos, costumbres, instinto e incluso la
sensatez que pueda quedarme después de haberme enamorado, se vuelven contra él.
Además, como soy un
romántico incorregible, encontraba un encanto exquisito en una relación
impersonal y espiritual que el conocimiento podría convertir en vulgar, y el
matrimonio con toda seguridad disiparía. Ninguna criatura, argüía yo, podría
ser más encantadora que esta mujer. El amor es un sueño delicioso; entonces,
¿por qué razón iba yo a procurar mi propio despertar?
» El comportamiento que se deducía de toda esta
apreciación y parecer era obvio. Mi honor, orgullo y prudencia, así como la
conservación de mis ideales me ordenaban huir, pero me sentía demasiado débil
para ello. Lo más que podía hacer-y con gran esfuerzo- era dejar de ver a la
chica, y eso fue lo que hice. Evité incluso los encuentros fortuitos en el
jardín. Abandonaba la casa sólo cuando sabía que ella ya se había marchado a
sus clases de música, y volvía después de la caída de la noche. Sin embargo era
como si estuviera en trance; daba rienda suelta a las imaginaciones más
fascinantes y toda mi vida intelectual estaba relacionada con ellas. ¡Ah,
querido amigo! Tus acciones tienen una relación tan clara con la razón que no
puedes imaginarte el paraíso de locura en el que viví.
» Una tarde, el diablo me hizo ver que era un idiota
redomado. A través de una conversación desordenada, y sin buscarlo, me enteré
por la cotilla de mi casera que la habitación de la joven estaba al lado de la
mía, separada por una pared medianera. Llevado por un impulso torpe y
repentino, di unos golpecitos suaves en la pared. Evidentemente, no hubo
respuesta, pero no tuve humor suficiente para aceptar un rechazo. Perdí la
cordura y repetí esa tontería, esa infracción, que de nuevo resultó inútil, por
lo que tuve el decoro de desistir.
»Una hora más tarde, mientras estaba concentrado en
algunos de mis estudios sobre el infierno, oí, o al menos creí oír, que alguien
contestaba a mi llamada. Dejé caer los libros y de un salto me acerqué a la
pared donde, con toda la firmeza que mi corazón me permitía, di tres golpes.
La respuesta fue clara y contundente: uno, dos, tres, una exacta repetición de
mis toques. Eso fue todo lo que pude conseguir, pero fue suficiente;
demasiado, diría yo.
» Aquella locura continuó a la tarde siguiente, y en
adelante durante muchas tardes, y siempre era yo quien tenía la última palabra. Durante
todo aquel tiempo me sentí completamente feliz, pero, con la terquedad que me
caracteriza, me mantuve en la decisión de no ver a la chica. Un día, tal y
como era de esperar, sus contestaciones cesaron. «Está enfadada -me dije-
porque cree que soy tímido y no me atrevo a llegar más lejos»; entonces decidí
buscarla y conocerla y... Bueno, ni supe entonces ni sé ahora lo que podría
haber resultado de todo aquello. Sólo sé que pasé días intentando encontrar-me
con ella, pero todo fue en vano. Resultaba imposible verla u oírla. Recorrí infructuosamente
las calles en las que antes nos habíamos cruzado; vigilé el jardín de su casa
desde mi ventana, pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pensé
que se había marchado; pero no intenté aclarar mi duda preguntándole a la
casera, a la que tenía una tre-menda ojeriza desde que me habló de la chica con
menos respeto del que yo consideraba apropiado.
»Y llegó la noche fatídica. Rendido por la emoción,
la indecisión y el desaliento, me acosté temprano y conseguí conciliar un poco
el sueño. A media noche hubo algo, un poder maligno empeña-do en acabar con mi
paz para siempre, que me despertó y me hizo incorporarme para prestar atención
a no sé muy bien qué. Me pareció oír unos ligeros golpes en la pared: el
fantasma de una señal conocida. Un momento después se repitieron: uno, dos,
tres, con la misma intensidad que la primera vez, pero ahora un sentido alerta
y en tensión los recibía. Estaba a punto de contestar cuando el Enemigo de la Paz intervino de nuevo en mis
asuntos con una pícara sugerencia de venganza. Como ella me había ignorado
cruelmente durante mucho tiempo, yo le pagaría con la misma moneda. ¡Qué
tontería! ¡Que Dios sepa perdonármela! Durante el resto de la noche permanecí
despierto, escuchando y reforzando mi obstinación con cínicas justificaciones.
» A la mañana siguiente, tarde, al salir de casa me
encontré con la casera, que entraba:
» -Buenos días, señor Dampier -dijo;
¿se ha enterado usted de lo que ha pasado?
Le dije que no, de palabra, pero le di a entender con
el gesto que me daba igual lo que fuera. No debió captarlo porque continuó:
-A la chica enferma de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído
nada? Llevaba semanas enferma y ahora...
Casi salto sobre ella.
» -Y ahora... -grité, y ahora ¿qué?
» -Está muerta.
» Pero aún hay algo más. A mitad de la noche, según
supe más tarde, la chica se había despertado de un largo estupor, tras una
semana de delirio, y había pedido -éste fue su último deseo- que llevaran su
cama al extremo opuesto de la habitación. Los que la cuidaban consideraron la
petición un desvarío más de su delirio, pero accedieron a ella. Y en ese lugar
aquella pobre alma agonizante había realizado la débil aspiración de intentar
restaurar una comunicación rota, un dorado hilo de sentimiento entre su
inocencia y mi vil monstruosidad, que se empeñaba en profesar una lealtad
brutal y ciega a la ley del Ego.
» ¿Cómo podía reparar mi error? ¿Se pueden decir misa s. por el descanso de almas que, en
noches como ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados de acá para allá
por vientos caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la oscuridad
con signos y presagios que sugieren recuerdos y augurios de condenación?
» Esta ha sido su tercera visita. La primera vez fui
escéptico y verifiqué por métodos naturales el carácter del incidente; la
segunda, respondí a los golpes, varias veces repetidas, pero sin resultado
alguno. Esta noche se completa la «tríada fatal» de la que habla Parapelius
Necromantius. Es todo lo que puedo decir.
Cuando hubo terminado su relato no encontré nada
importante que decir, y preguntar habría sido una impertinencia terrible. Me
levanté y le di las buenas noches de tal forma que pudiera captar la compasión
que sentía por él; en señal de agradecimiento me dio un silencioso apretón de
manos. Aquella noche, en la soledad de su tristeza y remordimiento, entró en el
reino de lo Desconocido.
1.007. Briece (Ambrose)
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