A la verdad,
aunque todas las misas sean idénticas y su valor igualmente infinito como
sacrificio en que hace de víctima el mismo Dios, yo preferí siempre oír la del
señor doctoral de Marineda, figurándome que si los ángeles tuviesen la humorada
de bajarse del cielo, donde lo pasan tan ricamente, para servir de monaguillos
a los hijos de los hombres, cualquier día veo a un hermoso mancebo rubio, igual
que lo pintan en las Anunciaciones, tocando la campanilla y alzándole
respetuosamente al señor doctoral la casulla.
Vivía el señor
doctoral con su ama, mujer que había cumplido ya la edad prescrita por los
cánones, y con un gato y un tordo, de los que en Galicia se conocen por
«malvises», y silban y gorjean a maravilla, remedando a todas las aves
cantoras. La casa era, más que modesta, pobre, y sin rastro de ese aseo
minucioso que es el lujo de la gente de sotana. Porque conviene saber que el
ama del doctoral, doña Romana Villardos Cabaleiros, había sido, in illo
tempore, toda una señora, en memoria de lo cual tenía resuelto trabajar lo
menos posible, y señora muy padecida, llena de corrimientos y acedumbres, en
memoria de la cual seis días cada semana se guillaba enteramente, entregándose
a tristes recorda-ciones y olvidando que existen en el mundo escobas y
pucheros. En el hogar del canónigo ocurrían a menudo escenas como la siguiente:
Volvía de decir
la misa, y mientras arriaba los manteos y colgaba de un clavo gordo la
canaleja, su débil estómago repetía con insinuante voz. «Es la horita del
chocolate». Alentado por tan reparadora esperanza, el doctoral se sentaba a
aguardar el advenimiento del guayaquil. Pasaba un cuarto de hora, pasaba
media... Ningún síntoma de desayuno. Al fin, el doctoral gritaba con voz tímida
y cariñosa:
-Justo... El día
que, hallándome yo más satisfecha, voy y recibo la carta con la noticia de que
mi cuñado el comandante se había muerto del vómito en Cuba... ¡Ay Dios mío! ¡El
Señor de la vida me dé paciencia y resignación!
Nunca la buena
pasta del doctoral le consintió preguntar a la matrona si, por haberse muerto
del vómito su cuñado, era razón que su amo se muriese de hambre. Lo que solía
hacer era abrir la alacena de la cocina, sacar de su envoltura mantecosa la
onza de chocolate y roerla, con ayuda de un vaso de agua. Después solía dedicar
un ratito a consolar a doña Romana, que hipaba en el rincón de un sofá, con la
cara embozada en un pañuelo.
-Doña Romana...
Dios... La conformidad... No tentar a Dios, por decirlo así... ¡Si llora usted
más perdemos las amistades...!
-¡Si no es por
el chocolate, mujer!... Es que nuestra santa religión..., ¿lo oye usted? nos
manda que tengamos correa..., que no nos desesperemos..., y que cada uno se
someta a la voluntad divina..., aceptando la situación que...
-¡Ya entiendo,
ya!... Ahora mismo me voy a poner la comida, para que no tenga usted que
echarme en cara ni que avergonzarme por cosa ninguna.
-¡Jesús, doña
Romana!... ¡Vaya por Dios! Todo lo toma usted por donde quema... -murmuraba el
doctoral apiadado y contrito.
El caso es que,
cuando al ama le daba muy fuerte la ventolera, tampoco arrimaba al fuego la
olla, y algún día el canónigo, con sus manos que consagraban la Hostia sacrosanta, se
dedicó a la humillante operación de mondar patatas o picar las berzas para el
caldo. Nada de esto molestaba al buen señor como los fracasos de su oratoria,
que no lograba serenar el atribulado espíritu de la dueña. Porque si en algún
escondrijo del alma del doctoral crecía la mala hierba de una pretensión, era
en el terreno de la elocuencia. Por componer un sermón que dejase memoria,
diera el dedo meñique, ya que no la mano. Cada vez que subía al púlpito algún
jesuita, de estos que tienen pico de oro y lengua de fuego para echar pestes
contra las impiedades de Draper y Straus (en Marineda perfectamente
desconocidas), o algún curita joven vaciado en moldes castelarinos, de estos
que hablan del «judaico endurecimiento», y de la «epopeya de la Reconquista », y de la
«civilizadora luz que el sacro Gólgota irradia», el señor doctoral no se
reconcomía de envidia, por imposibilidad psicológica, pero se abismaba
dolorosamente en la convicción profunda de su propia inutilidad, y sus
reflexiones -suponiéndolas una ilación que no tenían y peinándolas mucho-
podrían transcribirse así:
-¡Jesús mío, ya
está visto que yo no te sirvo para maldita la cosa! Soy un trapo viejo, un
perro mudo. Necedad grande la mía en desear, como he deseado, que me enviasen a
predicar el Evangelio en tierras salvajes, donde abunda la cosecha de almas.
¡Bonito soy yo para apóstol, con esta lengua torpe, estos dichos sosos, esta
voz de carraca y esta fachilla insignificante! Señor, ¿por qué no me habréis
concedido el don de la palabra? ¡Sería tan hermoso cantar vuestras alabanzas,
llenar de una conmovida multitud vuestro templo, siempre vacío; derretir los corazones,
derramando en ellos, viva y caliente, la infusión de la gracia! Y el caso es,
Jesús mío, que si con vuestro infinito poder me desatarais el habla, si me
cortaseis el frenillo y me otorgaseis el palabreo bonito y los períodos sonoros
que gastan los predicadores de rumbo..., ¡se me figura que diría yo cosas muy
buenas! Porque en mi interior siento unos fervorines... y así como unas ideas
raras, nuevas y eficaces... Cuando el padre Incienso está a vueltas con aquello
del «helado indiferentismo» y lo otro del «determinismo positivista, nefanda
resurrección del fatalismo pagano», me entran a mí arrechuchos de gritarle:
«¡Padre Incienso, por ahí, no!... ¡Si aquí no existen semejantes positivistas
ni deterministas, ni hay tales carneros!... Aquí lo que importa es apretar en
esto, en esto y en lo otro». ¡Ah, si me ayudasen las explicaderas! Jesús mío,
¿por qué consientes que sea tan zote?... ¡Vaya un señor doctoral! Señor animal
es lo que debían llamarme.
En el
confesonario luchaba el señor doctoral con la misma deficiencia de facultades.
Jamás se le ocurrían esas parrafadas agridulces que entretienen los escrúpulos
de las devotas, ni esos apóstrofes tremendos que funden el hielo de las
empedernidas conciencias. Nada; vulgaridades y más vulgaridades. «Paciencia,
que también la tuvo Cristo...» «Bueno; otro día procure usted no promiscuar...»
«¡Ánimo! ¡Arránquese usted del alma esa afición tan peligrosa!...» «Está usted
obligado a restituir, y si no restituye no puedo absolverle...» «A ese enemigo
perdónele usted de todo corazón antes de comulgar... Sería un sacrilegio
horrible recibir a Dios deseando la muerte a nadie». Y patochadas por el
estilo; de modo que Arcangelita Ramos, presidenta de las Hijas de María; la
marquesa de Veniales, fundadora del Roperito; la brigadiera Celis; en fin, la
flor y nata de las devotas marinedinas, estaban acordes en que el señor
doctoral era un clérigo de misa y olla, y el padre Incienso un encanto, según
enredaba por la reja del confesonario flores de retórica y filigranas de místico
discreteo.
En cambio, la
gente baja decía primores del señor doctoral. Marineros, artesanos y
cigarreras, al verle pasar arrastrando los pies y sonriendo con la vaga sonrisa
de las almas bondadosas, murmuraban con misterio: «Es un santo». En la Fábrica de Tabacos (donde
no hay noticia que se ignore ni suceso que no se comente) se referían mil
anécdotas de la vida privada del doctoral. Que si había vendido las hebillas de
plata de los zapatos para que no echasen a unas pobres del piso cuyo alquiler
estaban debiendo; que si no teniendo moneda cuando en la calle le pedían
limosna, daba el tapabocas, el pañuelo, el rosario; que si pasaba necesidades
en su casa por socorrer las ajenas; que si a veces no se echaba carne en su
olla; que si unos manteos le duraban diez años... Cuentos semejan-tes
sofocarían muchísimo al doctoral si los oyese. Por aquel romanticismo de la
limosna callejera se regañaba diariamente a sí propio, tratándose de hombre
ñoño y sin sustancia y pensando que, en lugar del ochavo, le estaría mejor
establecer alguna sociedad o congregación, escuela dominical o cocina
económica, «a fin de recabar de la filantrópica abnegación de las
colectividades lo que no logran los más gigantescos esfuerzos de la iniciativa
individual», como decía un periódico local, El Nautiliense, tratando de
una empresa para salvamento de náufragos. Solo que tales funciones requieren
labia, expediente, agilibus..., y el doctoral no poseía semejantes
dones, esencialísimos en los tiempos que corremos.
Una noche, el
doctoral, bastante resfriado, hubo de acostarse con las gallinas. El tiempo era
de perros; diluviaba, y el viento redondo de Marineda sacudía los edificios y
rugía furioso al través de las bocacalles. Por lo mismo, la cama estaba
calentita y simpática en extremo, y el doctoral, arropado, quieto y a oscuras,
sentía ese bienestar delicioso que precede a la soñarrera. Sus huesos,
torturados por el reuma, iban calentándose, y su pecho, obstruido por el recio
catarro, funcionaba mejor. Era un instante de goce sibarítico, de esos que
prolongan la débil existencia de los viejos. El murmullo del último
padrenuestro moría en los labios del doctoral, cuando el aldabón y la
campanilla resonaron casi a un tiempo estrepitosamente, y el vocerío de una
discusión alborotó la antesala. La discusión seguía, convirtiéndose en disputa,
hasta que doña Romana, palmatoria en ristre, se lanzó en la alcoba a noticiar
que una mujer muy mal vestida, con trazas de pedir limosna, se empeñaba en que
había de ver al señor inmediatamente, a la fuerza. Como el soldado que oye el
toque del clarín, el doctoral saltó de la cama, y, apenas cubiertos los paños
menores con otros mayores, salió a la antesala, enfrentándose con la mujer, la
cual chorreaba agua, pues tenía pegado a los hombros el mantoncillo negro y a
la cabeza el pañolito de algodón.
-Santo querido
-exclamó intentando besar la mano del viejo, mi hermano está en los últimos,
dando las boqueadas, y se quiere confesar... Se muere, señor, y lo mismo que un
can, con perdón de usted... A ver, santiño, si le convence a aquel alma negra
para que no se vaya así al otro mundo.
El doctoral miró
con extrañeza el pobre pelaje de la mujer, y ella, comprendiendo el sentido de
la mirada, balbució:
-Yo soy
cigarrera, y gano muy poco, que tengo mala vista, el Señor me consuele... Mi
hermano, podrido de onzas, y nunca un cuarto me da... Allí tiene en casa una
pingarrona, dispensando la cara de ustedes, sinvergüenza, que todo se lo
come... y yo, con cuatro hijos que mantener de mi sudor infeliz. Pero no crea
que es por el aquel de la herencia por lo que vengo. Pobre nací y pobre moriré,
y no me interesa si no fuera por los hijos. Lo que no quiero es que el hermano
se me condene, ni que se ría esa lambonaza que tiene allí, más pegada que la
lapa a la peña... Santo, buena faltita me hace el dinero; pero Dios vale más.
Dígnese sacar del infierno a mi hermano.
-Mire, mujer
-arguyó el doctoral, subyugado ya por aquella voz enérgica- yo no sirvo para
eso de convencer a nadie. Vaya al padre Incienso, que sabe persuadir y lo hará
muy bien.
-¡Ay señor! Ese
padre será bonísimo; yo no le quito su bondad; pero en Marineda no hay otro
santo como usted. Las cigarreras dejamos por usted al Papa en su silla. Si no
quiere venir, deme un no; pero no me diga de buscar otra persona, que si usted
no hace el milagro, ni Dios lo hace.
-¡Su paraguas!
-bufó la dueña. ¿No sabe que parecía el banderín de los Literarios, y no hubo
más remedio que enviarlo a forrar?
Salieron. La lluvia
se precipitaba de lo alto del cielo en ráfagas furiosas, batidas por el viento
loco, que obligaba al doctoral a pararse rendido. El agua que, penetrando al
través del raído manteo, llegaba ya a las carnes del venerable apóstol era
helada, y su cruel frialdad creía él sentirla, mejor aun que la epidermis, en
los tuétanos. Y no era floja la tirada hasta casa del escribano. La plaza,
anchísima y salpicada de charcos; las lúgubres callejuelas del barrio viejo; el
largo descampado del Páramo de Solares; la solitaria calle Mayor, por el día
tan concurrida y animada; luego, el paseo de las Filas, donde el aguacero, en
vez de aplacarse, se convirtió en diluvio...
El doctoral,
caladito, advertía una sensación extraña. Parecíale que su alma se había
liquidado, convirtiéndose después en un témpano de nieve. «¡Jesús mío -pensaba
el varón apostólico-, conservadme siquiera un poquito de calor, una chispita de
fuego no más! Con este frío del polo, ¿cómo queréis que yo logre inflamar un
alma? ¡Jesús mío, no permitáis que me hiele del todo!...» La centellita de
fuego disminuía, disminuía: era sólo un punto rojizo allá en el fondo de un
abismo muy negro... Al llegar al portal del escribano la chispa titiló, y se
quedó tan pálida, que podría jurarse que estaba apagada enteramente. Y el
pensamiento del apóstol, al subir las escaleras, no giraba en derredor de
conversaciones ni de actos de fe, sino de esta preocupación mezquina y
terrenal: «¡Si me diesen un poco de aguardiente de anís o de vino añejo! ¡Si
hubiese al menos un braserito donde secarse!»
La cigarrera
llamó briosamente, y como tardasen en abrir segundó el toque con mayor furia.
Apareció en la puerta una imponente mujeraza, gruesa y bigotuda, de ojos
saltones y pronunciadas formas, que se desató en invectivas, queriendo cerrar
otra vez; pero la cigarrera se incrustó a guisa de cuña para impedirlo, y hecha
una sierpe voceó:
-¡Aparta,
aparta, que aquí traigo a Dios para que mi hermano no se muera como un can!
¡Aparta, condenada raposa, saco de pecados!
Y, haciéndose a
un lado, descubrió al doctoral, que chorreaba y tiritaba, hecho una sopa,
trémulo, tan encogido, que había menguado media cuarta de estatura. ¡Cosa rara!
La mujerona, sin embargo, le conoció; le conoció tan de pronto, que su actitud
cambió enteramente; apagáronse las chispas de sus ojos; murió la injuria en su
airada boca, y con sumiso acento pronunció:
-Pase, señor
doctoral; pase... Perdone, que no le veía... A usted, que sacó de la necesidad
a mi madre...; ¿no se acuerda? ¡En el cielo se encuentre los cinco duros que le
dio para poner el puesto de hortalizas!... A usted no le pego yo con la puerta
en los hocicos... Pase y haga lo que quiera, señor...; pero considérese de que
estoy sirviendo hace tres años en esta casa, y es justo que, al morir el señor
de Roca, no quede yo pereciendo... Entre ya.
El doctoral se
enderezó... La centella renacía al soplo de aquel entusiasmo, de aquella
gratitud inesperada, frutos de una buena acción ya vieja y puesta en olvido...
Luz misteriosa alumbró su espíritu y una idea, al par terrible y consoladora,
le estremeció hasta lo más profundo de su corazón. La tal idea convirtió el
mortal frío de la mojadura en un ardor, una especie de fiebre apostólica. Con
resuelto paso entró en la alcoba del enfermo.
Hallábase este
muy fatigado, en una de esas angustiosas crisis que preparan la agonía. Su
pecho subía y bajaba al compás de estertorosa disnea. El afanoso resuello podía
oírse desde el pasillo. A pesar de tan violenta situación, de lo mucho que
debía sufrir la entrada del doctoral no le pasó inadvertida, y, agitando los
brazos y exhalando rugido vehemente, indicó que le desagradaba su visita y que
el clérigo estaba de más. Sin embargo, la mujerona, después de arreglarle las
almohadas, salió discretamente, dejándole a solas con el médico del espíritu.
Éste permanecía
a la boca de la alcoba, como hombre indeciso que aguarda la inspiración para
proceder. Sus miembros los paralizaba el frío mortal; pero allá en el foco
donde antes titilara, próxima a extinguirse la sobrenatural chispita, había
ahora estallado llama intensa, que empezara a arder lentamente, y después
adquiriera tal incremento, que el apóstol se sentía abrasar... Ya no pensaba el
señor doctoral ni en refocilarse con unas gotitas de anís, ni en arrimarse a un
buen fuego de leña, ni en volverse a sus tibias sábanas. De repente se llegó a
la cama del enfermo, y delante de ella se hincó de rodillas. El escribano clavó
en él sus ojos apagados, amarillentos y turbios.
-No llame usted,
que Pepa sabe que ningún mal vengo a hacerle. El que usted se salve me importa mucho
-contestó el doctoral irguiéndose, creciendo en voz, carácter y estatura, y
encontrando en sí una fuerza de voluntad y hasta una afluencia de frases que no
tenían nada que envidiar a las del padre Incienso-. Me importa mucho, porque
usted podrá morirse hoy; pero yo estoy seguro, ¿lo oye usted?, de que no viviré
ocho días. Me encontraba en la cama resfriadísimo; me he levantado para venir a
confesar a usted; me he calado hasta los huesos, y sé que he ganado la muerte.
Y como no he de presentarme delante de Dios con las manos vacías del todo,
¡caramba!, me he empeñado en salvar su alma de usted para no perder la mía. En
mi vida le serví de nada a Dios..., ¿lo oye usted?; de nada absolutamente.
Ahora me llama a sí, ¿y quiere usted que yo le diga: «Soy tan tonto que no supe
ablandar al escribano Roca»? Ahora me ha entrado un don de persuadir que no
tuve nunca; ¿quiere usted impedirme que lo aproveche? No, señor...; usted me
oirá. Antes me hacen pedazos que irme de aquí sin absolverle... Máteme usted si
gusta, pero atienda mis palabras.
..............................
El último
episodio de la historia del doctoral ocurre en el pórtico del cielo. A él
llegaron juntas las almas del apóstol y del escribano, convertido por su tardía
elocuencia. El escribano, a la vez avergonzado y loco de gozo (porque con la
ganga de ir al cielo, dígase la verdad, no había soñado él nunca), se apartó, a
fin de dejar paso al alma del doctoral. Y el doctoral, sonriendo al pecador, se
hizo atrás y dijo humildemente:
«La Época», 26 febrero 1891.
Cuento de marineda
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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