Aquella madrugada, al recostarse,
más cerca de las cuatro que de las tres, en el diván del Casino, Raimundo, sin
saber a qué atribuirlo, sintió hondamente el tedio de la existencia. Echada la
cabeza atrás, aspirando un cigarrillo turco de ésos que contienen ligera dosis
de opio, entró de lleno en los limbos del fastidio desesperanzado. Al advertir
los pródromos del ataque de tan siniestra enfermedad, revivió mentalmente la
jornada, analizó sus existencia y adquirió la certeza de que, en su lugar, otro
hombre se consideraría dichoso.
¿Qué había
hecho? Levantándose a las once, después de un sueño algo agitado, las pesas,
las fricciones, el masaje, el baño, el aseo, los cuidados de una higiene
egoísta y minuciosa duraron hasta la hora del almuerzo. Éste fue delicado,
selecto, compuesto de manjares sólidos sin pesadez, que ahorran trabajos
digestivos y reponen las fuerzas vitales.
En pos del
almuerzo, ejercicio y sport; paseo en coche de guiar, la tónica acción del aire
puro que azota el rostro, la alegría de la claridad, la animación de las
calles, el fresco verdor de los parques públicos, ya embalsamados por la
florescencia blanca y rosa de la acacia... Luego, apearse a la puerta del
Congreso, y hora y media de intencionada esgrima en la sección, donde Raimundo,
con su cultura y sus ideas personales, estaba formándose un núcleo de amigos,
la base de una posición política, una aureola para los años de madurez. Y a
casa a escape, a vestirse, habiendo de sentarse a la mesa de la señora de
Armería... Comida encantadora, organizada con la habilidad y tino social que a
la de Armería distingue; doce personas que todas simpatizan y tienen gusto en
reunirse, pero no tan íntimas que se cansen de verse juntas; dos políticos de talla,
un sabio académico, un artista famoso muy huraño y por lo mismo apetecido; un
diplomático extranjero, ya españolizado y del género ameno, y algunas señoras
de alto copete o de singular hermosura y elegancia...
La casualidad,
siempre complaciente y buena, quiso que entre estas últimas se contase una muy
especial amiga de Raimundo; por casualidad también salieron a la vez casi, y
como Raimundo no tenía coche allí y la calle no era céntrica, ofreció la dama a
su acompañante un asiento. Al llegar aquí, los recuerdos de Raimundo, con ser
tan recientes, se confundieron y embrumaron, como si los velase de niebla el
humo azul del cigarrillo turco que contenía opio... Sólo distinguía bien un
conocido perfume de white rose adherido a su ropa, y sólo podía precisar
con exactitud que a cosa de las dos entró en el casino y jugó su partida de poker,
y ahora, después de rápida ojeada a los diarios, estaba allí, invadido por un
hastío mortal, detestando la realidad, el momento, el punto del espacio en que
se determinaba su existir; criticando implacablemente, con dolorosa
exasperación, el vacío de los goces materiales de la civilización, enervante,
que no basta, que irrita la concupiscencia del espíritu al satisfacer la del
cuerpo. «Yo he comido, he bebido y me he recreado, pero hay algo en mí que
tiene hambre, y sed, y se queja, y llora...»
Sobre todo lo
sucedido durante el día; sobre las impresiones, en su mayor parte físicas,
destacábase una del orden intelectual referente a cierta conversación oída a la
hora del café, en el gabinete Luis XVI de la señora de Armería. El artista -un
gran músico- hablaba con el académico del simbolismo de Wagner. Trataban del
palacio o basílica del Santo Grial, y el académico afirmaba que era una idea de
los Templarios, empeñados en construir el misterioso templo de Salomón y
encerrar en él la clave y el significado de la creación entera. «Allí -decía el
sabio- supusieron que había de custodiarse el vaso de la redención, nada menos
que el Santo Grial, que contiene líquida, fresca y ardiente la sangre de
Cristo, recogida por José de Arimatea. ¿No nota usted qué simbolismo tan
precioso? ¿Y no le encanta el sentido profundo de la condición impuesta a los
que han de ver con sus ojos el invisible Grial? Para ver el Grial es
estrictamente necesario...» Raimundo recordó que, al llegar aquí, la señora a
quien después acompañó, la que olía a white rose, le había llamado,
golpeándole suavemente en la manga del frac con el abanico. «Dígame usted qué
hay del lance de la Jaruco
con la Lobatilla ,
anoche en el teatro... Parece que fue delicioso...» Y Raimundo, mientras el
cigarrillo turco se consumía, experimentaba una indefinible desazón, angustia,
pena; un anhelo vehemente por enterarse de lo que es necesario si se ha de ver,
con los ojos de la cara y después con los ojos del alma, el invisible Grial...
Entornando los
párpados, Raimundo perdió de vista el salón del Casino, su lujo vulgar, sus
dorados insolentes, sus cortinajes de tapicería industrial y moderna, su
alumbrado eléctrico excesivo; y, poco a poco, con la lentitud de los fenómenos
naturales, cambió la decoración y, sobre el fondo del éter, surgió un edificio
singular y espléndido. Era redondo como el planeta que habitamos, y tan alto
que su cúpula majestuosa se confundía con las nubes. Por su bóveda de un azul
de zafiro, tachonada de brillantes, giraban un disco grande de oro y otro más
pequeño, de plata, representación del sol y la luna; y al girar, producían los
discos una música a maravilla armoniosa y dulce, que casi no se escuchaba sino con
la mente. El suelo del edificio, revestido de traslúcido y refulgente cristal,
mostraba en relieve peces, monstruos marinos, rocas, algas y corales,
representando la extensión y variedad del Océano.
Correspondiendo
a los cuatro puntos cardinales, las estatuas de oro de los cuatro evangelistas
decoraban el pórtico del edificio, y por vidrieras esmaltadas, fijas en
ventanas góticas del trabajo más exquisito, entraba la luz, refractándose y
descomponiéndose en las franjas de pedrería que se engastaban en las paredes.
Trepaba por éstas, caprichosamente entrelazada a las columnas, colgando sus
festones por las arcadas hasta la altura de la bóveda, una asombrosa vid; sus
hojas eran de esmeralda y los racimos de granate, pero tan redondos y bien
tallados, que parecían uvas verdaderas llenas y maduras. Raimundo sintió
impulsos de extender la mano, coger un racimo y refrigerarse... «Es el templo
del Santo Grial, no hay duda -discurría Raimundo, y ahí, en el centro, donde
se condensa una nube blanca, aljofarada, como formada de gotitas de rocío;
sobre ese pedestal de ónice debe de encontrarse el vaso divino de que oí hablar
y que contiene la Sangre.. .,
el Grial mismo». Impulsado por esta idea, acercóse, alargó los brazos para
disipar la nubecilla, y el rocío, en perlitas menudas, le mojó las manos y el
rostro; pero nada vio; cegábale la humedad, y el rocío corría por sus mejillas
a manera de un arroyo de llanto.
Mientras se
desesperaba y maldecía, he aquí que vienen lentamente, de los cuatro puntos
cardinales señalados por estatuas de oro, largas teorías de figuras vestidas de
blanco, de rojo, de ricos tisúes, de andrajos míseros. Cantando himnos de gozo,
dirígense al santuario en que Raimundo sólo encontraba lágrimas, y llegados al
pie de la nube, se postran, adoran, alzan las manos con extático terror, o
cruzan los brazos sobre el pecho, dando, en fin, muestras de contemplar algo
celeste que los sumía en transportes de beatitud.
Acercóse
Raimundo a uno de los devotos, muchacho como de quince años, pálido, demacrado,
ascético, capullo marchito por el hielo antes de abrirse, y le preguntó
humildemente:
-Se llama el
palacio del Santo Grial, representación del universo. ¡Es un símbolo! Todo lo
creado es palacio del Santo Grial para las almas puras y los corazones
fervorosos. Dondequiera encontraremos este palacio: mejor dicho, lo llevamos en
nuestra compañía.
-¿Nube? -replicó
el adolescente. ¡Pobre ciego! ¡Si ahí no existe nube! ¡Si ahí resplandece el
Grial, el vaso sacrosanto! -y su voz, al decirlo, temblaba de amor y de
alegría, de compasión y de fervor.
-¡El Grial!
-exclamó Raimundo. ¡Debo de estar ciego, sí; ciego del todo! ¡Por caridad!,
¡oh bienaventurado!, ¡dime... dime qué se necesita para ver el Santo Grial!
El jovencillo
clavó en Raimundo sus pupilas color de amatista, y con piedad inmensa, con una
caridad que encendía su mirar, arrancándole destellos de piedra preciosa,
pronunció:
Y Raimundo, ya
despierto, saltó en el diván y oyó el choque de los tacos y el sordo rodar de
las bolas de marfil, y las risas, y las voces, y percibió los efluvios del
conocido perfume de white rose, que le causaron náusea...
«El Imparcial», 3 de agosto de 1898.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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