Transcurrió casi un mes sin mayores novedades.
La misma noche de nuestra boda vino a visitarnos Galoshes, demostrando la mayor
afabilidad, y adoptó la costumbre de venir regularmente al anochecer para fumar
su pipa en familia. Podía conversar con Uma, como es natural, y procedió a
enseñarme el idioma nativo y el francés a un mismo tiempo. Era un anciano
sociable, aunque lo más sucio que uno puede imaginarse, y tanto me aturdió con
todas las lenguas extran-jeras que sübía, que creía hallarme en la torre de
Babel.
Ésa fué una de nuestras ocupaciones, y que me
hizo sentirme menos solitario, pero que no era provechosa en manera alguna,
pues si bien el sacerdote venía a charlar con nosotros, ningún miembro de su
grey pudo ser inducido a entrar en mi tienda, y de no haber sido por la otra
ocupación que implanté, no hubiéramos tenido una sola libra de copra en la
casa. Mi idea fué la siguiente: Fa'avao (la madre de Uma) poseía una veintena
de árboles con frutos en sazón. No podíamos conseguir trabajadores
naturalmente, pues todos estábamos bajo la imprecación del tabú, y las dos
mujeres y yo procedimos a elaborar copra con nuestras propias manos. Con esa
copra se le hacía a uno la boca agua -y nunca comprendí hasta qué punto me
engañaban los indigenas hasta que hube elaborado cuatrocientas libras con mis
propias manos -y pesaban tan poco que yo mismo me sentí tentado de aguarla.
Mientras trabajábamos, un grupo de kanakas
solía pasarse la mayor parte del día mirándonos trabajar, y una vez el negro
hizo su aparición. Se paró al lado de los nativos, riéndose, mofándose y
haciéndose el gracioso, hasta que perdí la paciencia.
-Ven aquí, negro -le grité.
-No me dirijo a usted -contestó el negro. Yo
sólo hablo con caballeros.
-Esto ya lo sé -dije, pero sucede que yo me
dirijo a usted, señor Negro Jack. Solamente deseo saber una cosa: ¿Ha visto por
casualidad la cabeza marcada de Case hace una semana?
-No, señor -respondió.
-Entonces está bien -concluí, pues le mostraré
una hermana gemela de la misma, sólo que negra, dentro de dos minutos.
Comencé a caminar lentamente hacia él, sin
hacer un gesto, pero si alguien se tomó el trabajo de observarme, a buen seguro
que pudo advertir una amenaza en mi miracia.
-Usted es un individuo ruin y pendenciero,
señor -exclamó el negro Jack.
-¡Téngalo por seguro!
Entretanto le pareció que me había acercado lo
suficiente, y diciéndose «pies para qué os quiero», comenzó a huir a toda
carrera, tanto que daba gusto verle partir como una flecha. No volví a ver a
aquel bandido hasta la ocasión que referiré.
Uno de mis entretenimientos preferidos en
aquellos días era ir a cazar en los bosques donde encontré abundante caza, como
Case me había informado. He hablado ya del cabo por donde se extendía el pueblo
y de mi casa situada hacia el este. Lo contorneaba un sendero que conducía a la
próxima bahía. Un fuerte viento soplaba en aquel lugar diariamcnte, y como la
barrera de arrecifes terminaba allí, se producía una fuerte marejada en las
playas de la bahía. Un cerro escarpado, próximo a la costa, separaba el valle
en dos partes y durante la marea alta, el mar se rompía contra su frente,
impidiendo todo pasaje. Montes selváticos bordeaban el lugar en toda su extensión;
la barrera del este era particularmente abrupta y frondosa, formadas sus partes
bajas a lo largo del mar por negros peñascos veteados de cinabrio, y sus partes
elevadas, importantes, con las cimas de los grandes árboles. Algunos de éstos
eran de color verde brillante, otros rojos; la arena de la playa era negra como
los zapatos. Muchos pájaros revoloteaban alrededor de la bahía, algunos blancos
como la nieve, y los vampiros volaban allí en pleno día, haciendo oír el
rechinar de sus dientes.
Durante largo tiempo sólo llegué hasta ese
lugar en mis cacerías, no yendo más lejos. No había indicios de que hubiera
otro sendero más allá, y los cocoteros en el frente, al pie del valle, eran los
últimos árboles en este camino; pues todo el «ojo» de la isla, como los
indígenas llamaban al lado a barlovento, estaba desierto. Desde Falesá hasta
aproximadamente Papá-Malulu, no había ni viviendas ni seres humanos, ni árboles
frutales, careciendo casi de arrecifes, y como era por otra parte la costa muy
agreste, el mar se rompía contra los peñascos, no encontrándose allí un lugar
donde desem-barcar.
Debería indicar que después que hube comenzado
a internarme por los bosques, aunque nadie todavía se acercaba a mi tienda,
encontré a personas en aquellos lugares dispuestas a pasar el tiempo conmigo,
donde no podían ser vistos por nadie; y como había yo aprendido algo del idioma
nativo y la mayoría de ellos sabía una que otr paalabra en inglés, empecé a
sostener breves conversaciones, sin ningún propósito determinado, pero que
sirvieron gin embargo para, disminuir la animosidad que me tenían, pues es bien
triste el ser considerado como un leproso.
Un día, a fines de mes, sucedió que me hallaba
sentado en esta bahía, al borde del matorral, mirando hacia el este, en compañía
de un kanaka. Le había dado tabaco para cargar su pipa, y estábamos tratando de
entendernos de la mejor forma posible, ya que tenía éste sin duda más nociones
de inglés que ningún otro.
Le pregunté si había algún camino que fuese
hacia el este.
-Una vez, un camino -dijo él. Ahora él muerto.
-¿Nadie va allí? -pregunté.
-No bueno -contestó él, muchos demonios moran
allí.
-;Oh! -dije, ¿cobija muchos dernonios el
monte?
-Hombre -demonio, mujer-demonio; muchos
demonios -dijo mi amigo. Están allí todo el tiempo. Hombre que va allí, no
vuelve.
Pensé que si este indígena estaba tan bien
informado sobre demonios y hablaba de ellos corn tanta libertad, lo que no era
común, sería conveniente que tratase de informarme acerca de mí y Uma.
-¿Usted cree yo ser demonio? -pregunté.
-No creerle demonio -dijo lisonjeramente, Creo
todos ser tontos.
-¿üma, ella demonio? -volví a preguntar.
-No, no; no demonio. Demonio estar en monte
-dijo el joven.
Estaba mirando hacia adelante, por encima de
la bahía, cuando vi que las lianas al frente del bosque fueron apartadas
súbitamente, y Case, con una escopetá en la mano, salió a la luz solar,
dirigiéndose a la oscura playa. Vestía un liviano pijama, casi blanco; su
escopeta centelleaba y tenía un aspecto distinguido; los cangrejos huían a su
alrededor hacia sus agujeros.
-¡Hola, amigo mío! -exclamé dirigiéndome al
indígena. Usted no habla toda la verdad. Ese sí que va al bosque y Ese vuelve.
-Ese no es lo mismo; Ese «tiapolo» -dijo -ni
amigo, y con un «adiós» desapareció entre los árboles.
Observé los movimientos de Case en la playa,
donde la marea estaba baja; y dejé que se me adelantara en el camino de regreso
a Falesá.
Iba sumido en sus pensamientos, y los pájaros
parecieron adivi-narlo, pues saltaban cerca de él sobre la arena, volando y
cantando a su alrededor. Cuando Case pasó a mi lado, pude ver por el movimiento
de sus labios que hablaba consigo mismo, y lo que me causó gran satisfacción,
fué ver la marca que yo le había dejado sobre la ceja. Debo decir la verdad:
pensé descerrajarle toda la carga de mi fusil, pero lo pensé mejor y me
contuve.
Durante todo el tiempo y mientras le seguía,
camino a casa, me repetía a mí mismo aquella palabra nativa que recordaba por
la canción: «Polly, pon la pava y haz el té-a-polo».
-Uma pregunté, cuando regresé, ¿qué significa Tiapoto?
-Demonio -contestó ella.
-Yo creí que Aitu era la palabra que significa
eso -dije.
-Aitu
es otra clase de demonio -aclaró; vive en el monte, come kanakas. Tiapolo gran jefe demonio, queda en
casa; todos demonios cristianos.
-Bien, entonces -dije; con esto no adelanto
nada. ¿Cómo puede ser Tiapalo, Case?
-No todo lo mismo -dijo ella. Ese pertenecer a
Tiapolo; Tiapolo es igual a él; Ese
es como su hijo. Supónte Ese desear algo, Tiapolo se lo concede.
-Esto es muy conveniente para Ese -observé. ¿Y
qué es lo que le concede?
Bien, de esto resultó una mezcolanza de toda
clase de cuentos, muchos de los cuales (como el del dólar que extrajo de la
cabeza del señor Tarleton), eran bien claros para mí, pero otros no pude comprenderlos;
sin embargo lo que más sorprendía a los kanakas era lo que menos me sorprendía
a mí, particularmente sus paseos al desierto donde se hallaban los aitus.
Algunos de los más audaces, sin embargo, le habían acompañado, escuchándole
hablar con los muertos e impartirles órdenes, y a salvo bajo su propia
protección, habían regresado indemnes. Algunos decían que tenía allí un templo donde
adoraba a Tiapolo y Tiapolo se le aparecía; otros juraban
que no había ninguna brujería en esto y que hacía sus milagros por el poder de
las oraciones, y que la supuesta iglesia no era iglesia sino una prisión donde
había recluído un aitu peligroso. Namu había estado una vez con él en el monte
y regresó alabando a Dios por esos milagros. En resumen, comenzaba yo a tener una
idea de la posición de ese hombre y los medios por los cuales la había
adquirido, y aunque me daba cuenta de que sería un hueso duro de roer, no me
sentía derrotado en lo más mínimo.
-Muy bien -dije, iré a ver personalmente el
lugar de adoración del señor Case, y veremos eso de la glorificación.
Al oír esto, Uma se excitó terriblemente; si
yo llegara a ir al monte no volvería jamás, pues ninguno podía ir allí a no ser
con la protección de Tiapolo.
-Confío en Dios -añadí, Soy un buen hombre,
Uma, y creo que Dios estará conmigo.
Ella permaneció silenciosa por un momento.
-Pienso... -dijo, muy solemnemente, y al punto
agregó: ¿Victoria, el gran jefe?
-¿Lo crees así? -dije.
-¿El quererte mucho? -volvió a preguntarme.
Le manifesté sonriendo burlonamente que la
anciana dama me tenía mucha simpatía.
-Muy bien -dijo ella. Victoria ser gran jefe,
quererte mucho. No poder ayudarte aquí en Falesá; no poder hacerlo... Estar
demasiado lejos. Maea ser pequeño jefe..., estar aquí. Supónte él te quiere...,
hacerte bien. Ser al mismo tiempo Dios y Tiapolo. Dios ser gran jefe..., tener
demasiado trabajo. Tiapolo ser pequeño jefe..., le gusta hacerse ver, trabaja
mucho.
-Tendré que mandarte al señor Tarleton -dije-.
Tu teología está trastornada, Uma.
Sin embargo nos ocupamos de esto toda la
tarde, y con los relatos que me hacía del desierto y de sus peligros, se asustó
tanto que estuvo a punto de desmayarse. No recuerdo la cuarta parte de lo que
me contó, naturalmente, pues presté poca atención, pero recuerdo con claridad
dos relatos.
A unas seis millas de la costa había una
ensenada protegida, que ellos llaman Fanga-anaana,
«el puerto lleno de cuevas». Yo mismo la he visto desde el mar, desde tan cerca
como pude lograr que mi tripulación se aproximase, y es una angosta franja de
arena amarilla. Sobresalen oscuros peñascos plenos de negras bocas de las
cavernas. Grandes árboles y enmarañadas lianas cubren los peñascos y en un
lugar, al medio aproximada-mente, un gran arroyo forma una cascada. Una vez, un
bote pasaba por aquellos lugares, tripulado por seis jóvenes de Falesá, «todos
muy lindos», según decía Uma, lo que fué su perdición. Soplaba un fuerte viento
y se había levantado pesada mar de resaca y, cuando estuvieron a la altura de Fanga-anaana y vieron la blanca cascada
y la playa sombreada, todos sintiéronse cansados y sedientos, pues se les había
terminado el agua. Uno de ellos propuso desembarcar con la esperanza de hallar
modo de aplacar su sed, y como eran jóvenes intrépidos, al punto todos
compartieron aquella opinión, a excepción del menor de ellos, llamado Lotu. Era
éste un joven muy bueno, caballeroso y prudente; les conjuró a que no
desembarcaran, afirmando que el lugar estaba posesionado por espíritus,
demonios y muertos, y que no había ningún ser viviente en seis kilómetros ern
una dirección y en doce quizá en la otra. Pero ellos se rieron de sus palabras,
y como eran cinco contra uno, remaron hacia la playa, encallaron el bote y
desembarcaron. El lugar era maravilloso, dijo Lotu, y el agua exce-lente.
Pasearon por la playa, y no descubriendo ningún camino que permitiera escalar
los peñascos, se tranquili
zaron un poco; finalmente se sentaron y
comieron los alimentos que habían traído consigo. Habíanse sentado apenas,
cuando seis doncellas hermosísimas salieron de la boca de una de las cavernas;
tenían flores en sus cabellos, los más hermosos bustos que es dable imaginar y
collares de semillas escarlatas, y comenzaron a bromear con los jóvenes y éstos
con ellas; todos menos Lotu. Pues Lotu se dió cuenta de que no podía haber
mujeres vivientes en semejante lugar, y alejándose corriendo, se arrojó al
fondo del bote, donde, cubrién-dose el rostro, comenzó a orar. Todo el tiempo
que permanecieron allí, Lotu estuvo sumido en sus oraciones y esto era lo único
que recordaba, hasta que sus amigos regresaron, le obligaron a sentarse y se
hicieron de nuevo a la mar. Alejáronse rápidamente de la bahía, que se hallaba
ahora completa-mente desierta, sin que se viese el menor rastro de las seis
doncellas. Pero lo que más asustó a Lotu fué que ninguno de los cinco recordó
lo que había pasado, y no hacían otra cosa que reírse y cantar como si
estuvieran ebrios. Refrescó la brisa, el tiempo volvióse tormentoso y a poco
prodújose una marea extraordinariamente alta. El tiempo era tan malo, que
cualquier isleño hubiera regresado inmediatamente a Falesá, pero estos cinco
estaban como dementes, e izando todas las velas se internaron en el mar. Lotu
sacaba el agua del bote y ninguno de los otros hacía ademán de ayudarle, pero
en cambio cantaban y silbaban continuamente, hablando cosas raras,
estram-bóticas e incomprensibles y riéndose a carcajadas cuando las decían. Lotu
siguió sacando el agua del bote durante el resto del día para salvar su vida; y
aunque estaba empapado de sudor y de la fría agua de mar, nadie le prestaba
atención. Contra todo lo que era dable esperar, llegaron en medio de una
terrible tempestad, sanos y salvos a Papá-malulu, donde silbaban las palmeras y
los cocos volaban como balas de cañón por la verde aldea; y esa misma noche los
cinco jóvenes enfermaron y no volvieron a pronunciar una palabra razonable
hasta que dejaron de existir.
-¿Y me dirás que tú crees en una patraíla como
ésta? -pregunté.
Me contó que esto era bien conocido y que
ocurría comúnmente con jóvenes buenos mozos que iban allí solos, pero aquel fué
el único caso en que cinco habían sido asesinados juntos el mismo día, por el
amor de las mujeres diablesas, lo que había producido gran agitación en la
isla, y que ella sería una loca si dudara de ello.
-Bueno, de todos modos -le dije, nada debes
temer por mí. No necesito a las diablesas. Tú eres la única mujer que quiero, y
el único demonio también, querida.
A eso me respondió que había también otras
clases de demonios y que ella había visto uno con sus propios ojos. Había ido
un día sola a la próxima bahía, acercándose quizá demasiado al lugar endemoniado.
Las ramas de la elevada maleza proyectaban sus sombras sobre ella desde el
borde de la colina, aunque ella misma se encon-traba en un lugar plano, muy
rocoso y lleno de tiernos manzanos de cuatro y cinco pies de altura. Era un
oscuro día en la época lluviosa y de vez en cuando se desencadenaban chubascos
que arrancaban las hojas haciéndolas volar en remolinos, y otras veces reinaba
una gran calma como en el interior de una casa.
Sucedió en uno de esos intervalos tranquilos
que toda una bandada de pájaros y vampiros salió volando del matorral,
semejante a criaturas asustadas. Instantes después, ella oyó un crujido en las
proximidades y vió que salía entre los árboles un viejo jabalí flaco y gris.
Pareció pensar mientras se acercaba, y súbitamente, mientras ella lo observaba,
se percató de que no era un jabalí, sino algo humano, con pensamientos humanos.
Entonces empezó a correr y el jabalí detrás de ella, y mientras la perseguía,
aulló tan fuertemente que su sonido repercutió en todo el lugar.
-Desearía haber estado allí con mi rifle -dije.
Me imagino que ese jabalí habría aullado hasta asustarse a sí mismo.
Mas Uma me contestó que una escopeta no
servir¡a para nada contra apariciones semejantes, que eran los espíritus de los
muertos.
Esta conversación tuvo lugar durante la tarde,
pero no cambió naturalmente mi parecer, y al día siguiente, armado con mi
escopeta y un buen cuchillo, salí para explorar el monte. Me dirigí hacia el
lugar aproximado de donde había visto salir a Case, pues si era cierto que
poseía algún secreto en el monte, deduje que debería encontrar el sendero. El
comienzo del desierto estaba marcado por un muro, si así puede llamársele,
aunque era más bien un largo terraplén de piedras. Dicen que alcanza a cruzar
toda la isla, pero cómo llegaron a saberlo, es otra cuestión, pues dudo que
nadie haya hecho el viaje desde hacía un siglo, ya que los nativos se
establecen preferente-mente del lado del mar y en pequeñas colonias a lo largo
de la costa, siendo aquella parte de la isla excesivamente alta y escarpada y
llena de peñascos. Hacia el lado oeste del muro, la tierra había sido
desmontada y había cocoteros, guavas y una cantidad de plantas sensitivas. Al
cruzar inmediatamente comienza el monte, con sus arbustos tupidos, árboles
altos como mástiles de barcos, cuerdas de liana colgadas como aparejos de los
mismos, e infectas orquídeas desarrolladas cual hongos. Donde no existe monte
bajo, el lugar aparece cubierto por un montón de piedras. Vi muchas palomas
verdes, en las que podría haber probado mi puntería, pero había ido allí con
otra intención. Una cantidad de mariposas revoloteaban sobre la tierra como
hojas muertas; a veces oía el llamado de un pájaro, a veces el ulular del
viento y siempre el rugido del mar a lo largo de la costa.
Pero la rareza del lugar es difícil de
describir a menos de que no haya estado en el monte. Aun al mediodía allí
dentro se está siempre sumido en la penumbra. No se puede ver el final por
ninguna parte; adonde quiera se mire los árboles ocultan la perspectiva, las
ramas se cruzan entre sí como los dedos de una mano y cuando se quiere
escuchar, se oye siempre algo nuevo: conversaciones humanas, risas infantiles,
los golpes de un hacha en la lejanía, y a veces una especie de rápido y furtivo
crujido cercano, que produce sobresalto y hace que el arma esté presta en la mano.
Está bien que uno se diga que se halla solo con los árboles y pájaros; pero no
logra convencerse a sí mismo; ni importa hacia dónde se dirija, pues todo el
lugar parece lleno de vida y que le mira a uno. No vayan a creer que fueron los
cuentos de Uma los que me pusieron nervioso. Para mí esas charlas nativas no
valen ni cuatro centavos; es una cosa natural en el monte, y ésa es la
conclusión.
Mientras me acercaba a la cima de la colina,
pues la tierra asciende en este lugar tan abruptamente como una escalera, el
viento comenzó a ulular incesantemente, agitando las hojas y formando claros
por donde entraba la luz del sol. Esto me agradaba más; continuamente se oía el
mismo ruido y no había nada que me sobresaltase. Había llegado a un lugar donde
el monte era bajo, y crecían lo que ellos llaman cocoteros silvestres -muy
bonitos con sus frutos escarlatas-, cuando el viento trajo a mí un sonido de
canto jamás oído. Era en vano que me dijese que eran las ramas; yo bien sabía
que era otra cosa, Era en vano que me imaginase que era un pájaro; nunca había
oído a ningún pájaro cantar así. El sonido se hacia más agudo y aumentaba,
luego moría en lontananza, y elevábase otra vez; y ora, parecía que alguien
estuviera llorando, solamente que era más melodioso; y ora se asemejaba al
sonido de arpas. De algo sí que estaba seguro, y era que se trataba de un
espectáculo demasiado hermoso para un lugar como éste. Puede el lector reírse,
si quiere, pero admito que recordé en aquel instante a las seis doncellas, con
sus collares escarlatas, que salían de la cueva de Fanga-anaana, y me
preguntaba si ellas cantarían así. Nos reímos de los nativos y de sus
supersticiones; pero consideren cuántos comerciantes creen en ellas, hombres
blancos muy educados, que han sido tenedores de libros (algunos de ellos) y
empleados en su patria. Es mi creencia que una superstición crece y se
multiplica como las diferentes clases de yerbajos, y mientras permanecí allí
escuchando esos lamentos, «temblé dentro de mis zapatos».
Pueden considerarme un cobarde por asustarme;
sin embargo me creí lo suficientemente valiente para proseguir adelante, aunque
avancé con el mayor cuidado, montado el fusil, mirando a mi alre-dedor como un cazador,
esperando encontrarme con una hermosa joven, sentada en algún lugar en el
matorral, y completamente decidido (si llegaba a encontrarla) a descargarle una
andanada. No había caminado mucho cuando me encontré con algo rarísímo. En el
monte se levantó un fuerte golpe de viento, que separó las hojas ante mí, y por
un segundo distinguí algo que colgaba de un árbol. Al instante desapareció,
pues había pasado la ráfaga y cerrádose el follaje. Les digo la verdad: estaba
preparado a encontrarme con un aitu y si la aparición hubiera tenido la forma
de un jabalí o una mujer, no me hubiese causado semejante susto. Lo malo era
que me había parecido cuadrado, y la idea de algo vivo y cuadrado que cantaba
me dejó atontado y enfermo. Debí haber permanecido parado allí durante un buen
tiempo; hasta cerciorarme bien de que el canto provenía del misme árbol.
Entonces empecé a recobrar el dominio de mí mismo
«Bien -me dije, si. esto es verdad, si éste es
un lugar donde cosas cuadradas cantan, debo estar insano.»
Mas pensé que no estaría demás probar si una
oración haría algún bien; e hincándome comencé a rezar en voz alta; y durante
todo el tiempo mientras oraba, los extraños sonidos continuaban saliendo del
árbol, aumentando y disminuyendo en intensidad, y cambiando hasta convertirse
en una especie de música, pudiendose apreciar sola-mente que no era humana;
pues no se podía repetir silbando.
No bien hube terminado mis oraciones, como
convenía, dejé en el suelo mi fusil, aferré el cuchillo entre mis dientes, y
dirigiéndome directamente hacia aquel árbol, empecé a trepar. Confieso que mi
corazón estaba tan frío como el hielo. Pero mientras subía eché una nueva
mirada al extraño objeto y eso me alivió, pues descubrí que se asemejaba a una
caja, y llegando al alcance de ésta, casi me caigo del árbol de risa.
Era una caja, bien seguro estaba, y una caja
de música, hasta con su marca en un costado, formada con cuerdas de banjo,
estiradas de tal manera que sonaban cuando soplaba el viento. Creo que este
aparato se llama arpa tirolesa.
«Bien, señor Case -dije para mis adentros.
Usted me ha asustado una vez, pero le desafío a que vuelva a asustarme», y
deslizándome del árbol me dispuse a encontrar el cuartel general de mi enemigo
que, según pensaba, no debía hallarse lejos.
En este lugar las malezas eran tupidas; no
podía ver a un paso delante de mí, y tuve que abrirme camino, empleando la
fuerza y el cuchillo, mientras avanzaba, cortando las cuerdas de las lianas y
derribando árboles enteros de un solo golpe. Les llamo árboles por el tamaño,
pero en verdad no eran sino grandes cizañas, y jugosas como zanahorias. Estaba
pensando justamente que ese lugar debió haber estado carente alguna vez de esta
abundante vegetación, cuandc tropecé con un montón de piedras, y vi al instante
que se trataba de una obra humana. Dios sabe cuándo fué construída o cuándo fué
abandonada, pues esa parte de la isla no había sido hollada desde mucho antes
que llegasen los blancos. A pocos pasos más allá, descubrí el sendero que había
buscado siempre. Era estrecho, pero bien asentado y comprobé que Case tenía una
crecida cantidad de discípulos. Era sin duda una prueba de audacia que estaba
de moda aventurarse a venir aquí con el comerciante, y un joven difícilmente se
consideraba mayor hasta que se hubiera tatuado las nalgas y visto además los
demonios de Case. Eso es muy propio de los kanakas, pero desde otro punto de
vista, también es muy característico de los blancos.
Avanzando más allá por el sendero llegué a un
claro, y tuve que frotarme los ojos. Frente a mí había una pared atravesada por
una grieta; estaba derruída y era evidentemente muy antigua, pero había sido
edificada con grandes piedras muy bien dispuestas, y no había en aquella isla
ningún nativo contemporáneo que pudiera imaginarse una construcción semejante.
A lo largo de toda ella en su parte superior, había una fila de raras figuras,
de ídolos o espantajos, o algo así. Sus caras estaban grabadas y pintadas y
ofrecían un aspecto horrible; sus ojos y dientes eran de caracoles, y sus
cabellos y llamativas ropas flotaban en el viento. Hay algunas islas en el
oeste donde los indígenas hacen estas figuras hasta el día de hoy, pero si
alguna vez se hicieron en esta isla, su práctica había sido olvidada y hasta el
recuerdo desaparecido hacía mucho tiempo. Y lo singular de esto era que todas
estas figuras estaban tan lozanas como juguetes recién salidos de una tienda.
Entonces recordé que Case me había dicho el
primer día que era un buen fabricante de curiosidades de las islas, una
práctica en la que muchos comerciantes emplean algunos centavos. Y con esto
comprendí todo el negocio, y cómo su despliegue le servía para un doble
propósito: primera-mente para preparar sus curiosidades y después para asustar a
todos aquellos que le venían a visitar.
Pero debo decirles (lo que hacía más curiosa
aún la escenas, que durante todo el tiempo las arpas tirolesas sonaban a mi
alrededor desde los árboles, y mientras las miraba, un pájaro amarillo y verde
(que supongo estaría haciendo su nido) empezó a arrancar los cabellos a una de
las figuras.
Un poco más allá, encontré la mejor rareza del
museo. Lo que vi primero fué un largo terraplén de tierra con un recodo. Al
cavar con mis manos para quitar la tierra, encontré debajo una lona revestida
de brea, estirada sobre tablones, notándose claramente que esto era el techo de
un sótano Estaba situado en la cima misma de la colina y la entrada se hallaba
en el lado alejado entre dos rocas, semejante a la entrada de una cueva. Me
introduje hasta la curva, y, mirando por la misma, vi una cara muy brillante.
Era grande y fea, como la máscara de una pantomima, y la brillantez de su cera
ora aumen-taba, ora disminuía y echaba humo algunas veces.
-¡Oh! -exclamé, ¡pintura luminosa! Y debo
confesar que casi admiré el ingenio de ese hombre. Con unas cuantas
herramientas y unos pocos y simples inventos había logrado construir un templo
endemoniado. Cualquier pobre kanaka que fuese llevado allí en la obscuridad, y
oyese el gemir de las arpas a su alrededor y viese la cara humeante en el fondo
de la cueva, no tendría duda alguna que había visto y oído suficientes demonios
por el resto de sus días. Es fácil saber lo que piensan los kanakas. No hay que
recordar sino cuando se tienen de diez a quince años; esa es la mentalidad del
término medio de los kanakas. Hay algunos crédulos, como lo son los muchachos;
son la mayoría de ellos al igual que los muchachos, medianamente honrados y
creen todavía que es pecado robar, por lo que se asustan con facilidad.
Recuerd: que cuando iba al colegio, un compañero efectuaba el mismo truco que
Case. Este muchacho no sabía hacer absolutamente nada; su falta de
conocimientos era completa; no tenía pintura luminosa ni arpas tirolesas;
afirmaba audazmente que era un hechicero y nos asustaba, agradándonos mucho.
Recuerdo que una vez un maestro le había propinado una paliza y el «hechicero»
tuvo que soportarlo como cualquiera de nosotros. Pensé para mis adentros: «debo
hacer algo parecido al señor Case». Un momento después tuve una idea.
Volví por el pasaje, que una vez encontrado
era muy fácil y simple de seguir y cuando salí otra vez a la playa, ¿a quién
iba a ver sino al señor Case en persona? Preparé mi fusil y lo tuve a mano,
prosiguiendo ambos nuestro camino y cruzándonos sin decir una palabra, pero nos
observábamos mutua-mente y no bien nos hubimos cruzado, ambos nos volvimos
repentinamente, quedando frente a frente. La misma idea había surgido en la
mente de ambos y era que uno podía descargar sobre el otro una andanada por la
espalda.
-Usted no ha cazado nada -dijo Case,
-Hoy he ido de caza -repuse.
-Oh, por mí que lo acompañe el diablo,
-añadió.
-Lo mismo a usted -repliqué.
Pero ambos permanecimos allí. Ninguno hacía
ademán de moverse.
Case riósa.
-No podemos quedarnos aquí todo el día
-observó.
-Por mí no se detenga -respondí. De nuevo se
rió.
-Vea, Wiltshire, ¿me considera usted un tonto?
-preguntó.
-Más bien un canalla, si quiere saberlo
-contesté.
-Bien, ¿cree usted que me convendría matarle
aquí, en esta playa abierta? -preguntó. Porque yo no lo creo así. La gente
viene a pescar a este lugar todos los días. Ahora mismo debe haber una veintena
en el valle, preparando copra; puede haber una media docena en la colina detrás
de usted cazando palomas; pueden estar observán-donos en este mismo instante,
lo que no me extrañaría. Le doy mi palabra de que no quiero matarlo. ¿Por qué
habría de hacerlo? Usted iio me molesta en absoluto. No ha logrado una sola
libra de copra, excepto la que ha preparado con sus propias manos como un
esclavo negro. Usted vegeta -así llamo yo a eso- y no me importa dónde vegeta,
ni hasta cuándo. Déme su palabra de que no piensa matarme y yb le daré la
primacía y continuaré mi camino.
-Bien -dije, usted es franco y amable,
¿verdad? Y yo también lo seré. No pienso matarle hoy.
¿Por qué habría de hacerlo? Este asunto está
sólo en su comienzo; todavía n.o ha terminado, señor Case. Ya le he dado una
prueba; veo aún las marcas de mis nudillos en su cabeza en esta magna hora y tengo
aún más que propinarle. No soy un paralítico como Underhill. No me llamo Adams
ni Vigours y pienso demostrarle que ha encontrado en mí un adversario digno.
-Ésta es una manera necia de hablar -dijo. Y
con semejantes palabras no hará que me mueva de aquí.
-Muy bien -respondí, quédese donde está. No
tengo prisa ninguna y usted bien lo sabe. Puedo pasarme un día en esta playa
sin importarme. No tengo copra de que ocuparme. No tengo pintura luminosa para
encandilar a los kanakas.
Lamenté haber dicho esto último, pero se me
escapó antes de haberme dado cuenta. Observé que se quedó pasmado y permaneció
mirándome fijamente con las cejas enarcadas. Supongo que entonces decidió
averiguar esto a fondo.
-Le tomo la palabra -dijo, volviéndome la
espalda y dirigiéndose derecha-mente al monte endemoniado.
Lo dejé ir, naturalmente, pues había empeñado
mi palabra. Pero lo observé mientras estuvo al alcance de mi vista y después
que le hube perdido, traté de ponerme a cubierto, lo mejor que pude, haciendo
el camino de regreso a mi casa bajo la maleza, pues no le tenía confianza
alguna.
Estaba seguro de una cosa y era que había sido
un asno al avisarle, y que por tanto debía iniciar inmediatamente lo que había
pensado hacer.
Ustedes creerán que con esto estaría bastante
agitado, pero me esperaba otra cosa. Apenas había doblado por el, cabo lo
suficiente para poder ver mi casa, advertí que había extraños en ella; cuando
llegué un poco más cerca no me quedó duda alguna. Un par de centinelas estaban
agachados ante mi puerta. No pude sino suponer que el enredo, en el cual estaba
mezclado Uma, había llegado a su punto culminante y que el puesto había sido
tomado. No pude pensar sino que Uma había sido apresada ya, y que esos hombres
armados me estaban esperando para hacer lo mismo conmigo.
Sin embargo, cuando me aproximé más -lo que
hice con la máxima velocidad que me permitían mis piernas, distinguí que un
tercer indígena estaba sentado en la galería como un huésped, y que Urna estaba
conver-sando con él como una anfitriona. Cuando estuve más cerca todavía,
comprobé que era el joven jefe, Maea, quien sonreía y fumaba. ¿Y qué estaba
fumando? Ninguno de nuestros cigarrillos europeos en miniatura, ni siquiera los
grandes legítimos, esos artículos para nativos que le descomponen a uno y de
los que solamente se fuma cuando se ha roto la pipa -sino un cigarro, y uno de
mis mexicanos; eso podía jurarlo. Al ver todo esto, mi corazón pareció cesar de
latir y tuve la viva esperanza de que el enredo había pasado y que Maea había
venido a vernos.
Uma me señaló al huésped mientras me acercaba,
recibiéndome él junto a mi propia escalera como un caballero consumado.
-Vilivili -dijo, empleando la mejor forma en
que podía pronunciar mi nombre, estoy encantado.
No hay duda de que si un jefe isleño desea ser
amable sabe serlo. Desde un principio vi cómo se presentaba el asunto. Uma no
tuvo necesidad de llevarme aparte para decirme. «El no tener miedo a Ese ahora,
viene a traer copra». Les digo que estreché la mano de aquel kanaka como si
fuera el mejor de los blancos europeos.
El hecho era que Case y él habíanse interesado
por la misma chica, o Maca lo sospechaba, y decidió hacer propicia la ocasión.
Se había vestido con atildamiento, llevando consigo un par de sus sirvientes,
que había hecho asear y armar a propósito, para dar más publicidad al asunto,
y, esperando que Case hubiese abandonado el pueblo, vino a verme para ponerse a
mi disposición. Era tan rico como poderoso. Creo que aquel hombre valía
cincuenta mil nueces por año. Además le asigno el precio corriente de la costas
y un poco más también, y en cuanto al crédito, le habría adelantado todo mi
negocio y la instalación también, pues tan contento estaba de verlo. Debo
agregar que compró como un caballero: arroz, sardinas y bizcochos suficientes para
una fiesta semanal y materiales al por mayor. Era además un hombre agradable,
pero muy alegre y nos contamos chistes mutuamente, generalmente por intermedio
del intérprete, pues sabía muy poco inglés, y mis nociones del idioma nativo
eran aún precarias. Deduje una cosa, y era que Maea nunca pensó realmente mal
de Uma y que nunca estuvo realmente asus-tado, aparentándolo por astucia y
porque pensaba que Case tenía mucha influencia en el pueblo y podía ayudarle.
Esto me hizo pensar que ambos nos encontrábamos
en una situación incómoda. Maea había desafiado a todo el pueblo y esto podía
costarle su autoridad, y después de mi conversación con Case en la costa, pensé
que a mí podía costarme posiblemente la vida. Case me había insinuado que me
eliminaría si llegara a conseguir copra; al regresar se encontraría con que el
mejor negocio del pueblo había cambiado de manos, y pensé que lo mejor que
podía hacer era adelantársele en la partida.
-Escucha, Uma -le dije, dile que lamento
haberle hecho esperar, pero había ido a echar un vistazo al negocio de Case en
el monte.
-Él quiere saber si tú no te has asustado
-tradujo Uma.
Lancé una carcajada.
-No mucho -exclamé. ¡Cuéntale que el lugar es
una inofensiva juguetería! Dile que en Inglaterra damos estas cosas a los niños
para que jueguen con ellas.
-¡Él quiere saber si tú oír cantar diablo?
-preguntó ella luego.
-Vea -le dije, no puedo hacerlo ahora porque
no tengo cuerdas de banjo en existencia, pero la próxima vez que venga el
barco, haré traer uno de esos mismos aparatos y lo pondré aquí en mi galería,
para que él mismo pueda ver qué tiene de endiablado eso. Dile que no bien
consiga las cuerdas le haré uno para su diversión. El nombre propio es arpa
tirolesa y puedes explicarle que el nombre significa en inglés que nadie sino
los tontos le atribuye importancia.
Esta vez estaba tan contento que se animó a
ensayar de nuevo su inglés.
-¿Tú decir verdad? -preguntó
-¡Ya lo creo! -exclamé. Como la Biblia. Tráeme
una Biblia. Uma, si tienes una, y la besaré. O, lo que sería mejor aún
-agregué, armándome de coraje, -pregúntale si tiene miedo de ir allí durante
el día.
Según parecía, no tenía miedo; se atrevía a ir
allí durante el día y acompañarme.
-¡Entonces quedamos así! -dije. Cuéntale que
ese hombre es un embaucador y que el lugar es una estupidez, y que si viene
conmigo mañana, verá lo que queda de todo. Pero recálcale esto, Urna, y trata
de que lo comprenda bien: si llega a hablar, no tardará en llegar a oídos de
Case, y yo seré hombre muerto; dile que estoy con él, y si deja escapar una
sola palabra, mi sangre le acusará maldiciéndole a él y a sus descendientes
aquí y en todas partes.
Ella se lo tradujo y Maea me estrechó las
manos,
jurando poi la espada y diciendo:
-No hablar. Ir mañana. ¿Usted ser amigo mío?
-No, señor -respondí, nada de necedades. Dile
que he venido aquí a comerciar y no a hacer amistades. Pero en cuanto a Case,
¡lo enviaré a la gloria".
Y con esto Maea se fué, y según pude apreciar,
muy contento.
Cuento de los mares del sur
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 060
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