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domingo, 14 de diciembre de 2014

La costa de falesa - Cap II. La maldicion

Salí a la galería momentos antes de apuntar el alba. Mi casa era la última del lado Este; había detrás un promontorio de bosques y peñascos que ocultaban la salida del sol. Hacia el Oeste, un frío río deslizábase en rápido curso, y más allá asomaba como una gran mancha verde, el pueblo, con sus viviendas entre cocoteras y bread-fruit[1]. Algunas de las persianas estaban cerradas y otras abiertas; vi mosquiteros todavía tendidos, y, sentadas debajo, sombras de perso-nas que acababan de despertar; otras rondaban silenciosamente por el pueblo, envueltas en sus ropas de dormir. multicolores, como los beduínos en las estampas de la Biblia. Reinaba un silencio mortal, solemne y frío, y la luz del amanecer reflejábase sobre la laguna como el resplandor de un fuego.
Pero lo que a mí me preocupaba estaba más cercano. Algunas docenas de jóvenes y niños formaron un círculo en derredor de mi casa: el río los dividía; algunos estaban en la orilla próxima, otros en la opuesta, y uno en una roca en el medio; todos permanecían sentados en silencio, envueltos en sus sábanas, con la vista fija en mí y en mi casa, como perros guardianes. Mientras salía, pensé que era muy extraña esa actitud. Cuando me hube bañado y los encontré a todos allí a mi regreso, más otros dos o tres que se les habían unido, me pareció más raro aún. ¿Qué podían mirar de este modo en mi casa?, me preguntaba al entrar.
Mas el recuerdo de esos mirones quedó en mi mente, y al punto volví a salir. El sol estaba alto ahora, pero aun se hallaba tras el promontorio de bosques. En esto había pasado un cuarto de hora. El grupo había aumentado considerablemente, y la orilla opuesta estaba materialmente cuajada de gente: unos treinta adultos y la doble cantidad de niños quizá; algunos de pie, otros acurrucados en el suelo, y todos mirando fijamente mi casa. He visto una casa en un pueblo de los mares del sur rodeada de esta manera, pero entonces un comerciante estaba pegando a su esposa en el interior, y ésta gritaba. Aquí no había nada. La cocina estaba prendida y el humo se elevaba apacible; todo estaba en orden, a la manera de Bristol. Es cierto que había llegado un forastero, pero ellos tuvieron oportunidad de verlo el día anterior y lo habían recibido con la mayor calma. ¿Qué les molestaba ahora? Apoyé mis brazos en la baranda y los miré a mi vez fijamente. ¿Qué diablos les pasaría? Una y otra vez pude ver que los chicos conversaban, pero hablaban en voz tan baja que ni siquiera el murmullo llegaba a mí. El resto parecía un grupo de imágenes petrificadas; mirábanme fijamente, mudos y tristes, con sus ojos brillantes; tuve la impresión de que el espectáculo no habría sido muy diferente si me encontrase en la plataforma del patíbulo y esa buena gente hubiese venido a verme ahorcar.
Sentí que me estaba intimidando y comencé a temer que lo pareciese, lo cual era necesario evitar a cualquier costa. Me levanté, aparenté desperazarme y bajando la escalera me encaminé hacia el río. Se oyó un breve murmullo, que fué pasando de uno a otro de los curiosos, semejante al que se percibe en los teatros cuando se levanta el telón, y algunos de los más cercanos retrocedieron un paso. Vi que una chica apoyaba una mano en un muchacho, haciendo con la otra un gesto hacia arriba; al mismo tiempo, dijo algo en lengua nativa con voz agitada. Tres muchachos estaban sentados a la vera del sendero y yo debía pasar a tres pies de ellos. Envueltos en sus sibanas, con sus cabezas completamente afeitadas, con excepción de una trencita en la coronilla, y sus rostros extraños parecían figuras de esas que se colocan en la repisa ae una chimenea. Un rato estuvieron sentados allí en el suelo, solemnes como jueces. Yo pasé caminando a toda marcha como si tuviese mucha prisa, y me pareció advertir muecas de llanto contenido en los tres rostros. Entonces uno se levantó de un salto (era el que estaba más lejos de mí) y corrió hacia su mamá. Los otros dos, intentando seguirle, fueron a parar juntos al suelo gritando a más no poder; sus sábanas se enredaron, quedando desnudos como Adán, y al punto huyeron con toda la rapidez que les permitían sus piernas, chillando como si los desollasen. Los nativos, que nunca dejan pasar un chiste sin festejarlo, ni siqu era en un entierro, lanzaron una carcajada, breve como el ladrido de un perro.
Se dice que el estar solo intimida al hombre, pero no es así. Lo que le intimida en la oscuridad o en el monte es la inseguridad, ya que a su lado puede estar oculto un ejército. Lo que más le atemoriza es hallarse en medio de una multitud, ignorando lo que ésta se propone. Cuando esa risa se hubo apagado, también yo me detuve. Los muchachitos no habían dado aún término a su repliegue y se hallaban en plena huída, cuando yo volvi sobre mis pasos; había salido a toda marcha como un loco, y como un loco regresé. Mi aspecto debió haber sido de lo más gracioso, y lo que me abatía tontamente era que esta vez nadie se rió; sólo una anciana lanzó una especie de gemido piadoso, semejante al que se oye a los disidentes cuando pronuncian el sermón en sus iglesias.
-En mi vida he visto kanakas tan tontos como tus compatriotas -dije a Uma, mirando por la ventana hacia el lugar donde continuaban los mirones.
-Yo no saber nada -manifestó Uma, con aire disgustado.
Ésa fué toda la conversación que sostuvimos sobre el asunto, pues yo estaba fuera de mí y Uma pareció tomarlo como si se tratara de algo completamente normal, al punto que su calma me avergonzaba.
Durante todo el día, más o menos, esos necios seguían asediando mi casa por el poniente y frente al río, a la espera del espectáculo, cualquiera que fuese, y que yo suponía debía consistir en que descendería fuego del cielo para consumirme totalmente con huesos, equipaje y todo. Pero al anochecer, como verdaderos isleños, se habían cansado de esa ocupación y se alejaron, para ir a bailar en el gran salón del pueblo, donde los oí cantar y golpear las manos hasta eso de las diez de la noche. Al día siguiente, parecían haberse olvidado de que yo existía. Si del cielo hubiera caído un rayo, o la tierra se hubiera abierto a mis pies, tragándome, nadie hubiese estado presente para ver el espectáculo, o aprovechar la lección, como quiera considerárselo. Pero comprobé que tampoco se habían olvidado y que su atención seguía alerta a la espera de acontecimientos que se produjeran en mi existencia.
Estaba yo muy ocupado esos días acomodando mis mercaderías y haciendo el inventario de las que Vigours había dejado, trabajo éste que me causaba mis buenos quebraderos de cabeza y me impedía pensar en otras cosas. Ben había hecho el inventario durante el viaje anterior, y yo sabía que podía confiar en Ben; pero era evidente que en el ínterin alguien había aprovechado la ocasión. Me encontré con faltas que importaban fácilmente el monto de seis meses de jornal y de ganancias, y era como para mesarme los cabellos por haber sido tan asno, perdiendo el tiempo con Case en lugar de preocuparme por is asuntos y hacer el inventario.
En todo caso, nada se gana llorando por cosas pasadas. Lo hecho, hecho estaba. No me quedaba sino juntar lo que había quedado, ordenar las nuevas mercaderías (de mi propia elección), exterminar las ratas y cucarachas e instalar aquel negocio al estilo de Sydney. Logré darle una magnífica apariencia, y, cuando a la tercera mañana encendí mi pipa y me paré en la puerta, mirando al interior y luego hacia afuera, donde vi agitarse en lontananza los cocoteros en el monte, a más de toneladas de copra apiladas, y, dispersos por el verde villorrio, los elegantes isleños, calculé los metros de tela que necesitarían para sus trajes, presintiendo que éste era el lugar indicado para hacer fortuna, que me permitiría regresar a mi país para instalar allí una taberna.
Heme aquí, sentado en la galería, rodeado del paisaje más bello que uno puede imaginarse, bajo un sol espléndido y dueño de un promisorio comercio recién instalado, cosas todas que tonificaban tanto la sangre de una persona como un baño de mar; todo lo demás había desaparecido de mi mente y comencé a soñar con Inglaterra, que es, después de todo, un rincón sucio, frío y cenagoso, cuya luz diurna no es siquiera suficiente para leer, y con la visión de mi futura clientela en el cruce de dos caminos anchos como avenidas, bajo el símbolo de un árbol verde.
Todo esto lo pensé durante la mañana, pero el día pasaba y nadie venía a mi negocio, lo que me pareció extraño, dada mi experiencia con indígenas de otras islas. La gente se reía un poco de nuestra firma comercial y de sus sucursales bien instaladas, en particular de ésta en Falesá. Toda la copra del distrito, les oí decir, no alcanzaría para amortizar en cincuenta años el capital invertido, lo que a mi juicio era exagerado. Pero a medida que el día pasaba, sin que se presentara ocupación alguna, decayó mi ánimo, y alrededor de las tres de la tarde salí a dar un paseo para distraerme. Por el verde sendero vi venir a un hombre blanco que vestía una sotana, y al punto reconocí yo por ésta y por su rostro que era sacerdote. Parecía ser un alma bondadosa, era canoso y estaba tan sucio que se podía haberlo empleado como carbón para escribir sobre un papel.
-Buenos días, señor -le dije.
Me contestó con vehemencia en idioma nativo.
-¿No habla usted inglés? -pregunté.
-Francés -me respondió.
-Bien -dije, lo siento, pero no hay nada que hacer.
Trató de hablarme en francés y luego de nuevo en el idioma nativo, pareciéndole que ésta solía la mejor forma de hacerse entender. Advertí que no se proponía solamente pasar el tiempo conmigo, sino que tenía algo que comunicarme, por lo que le escuché con la mayor atención. Oí cómo mencionaba los nombres de Adams, de Case y de Randall -de Randall con mayor frecuencia- y la palabra «veneno» o algo así, y también a menudo una palabra indígena. Regrese a mi casa repitiéndomela a mí mismo.
-¿Qué significa fussy-ocky? -Pregunté a Uma, pues ésa era la manera más directa de llegar a saberlo.
-Matar -contestó ella.
-¡Al diablo! -exclamé. ¿Has oído decir alguna vez que Case ha envenenado a Johnny Adams?
-Todo hombre saber esto -dijo Urna desdeñosamente. Le dió polvo blanco..., polvo malo. Todavía tener frasco. Si te ofrece ginebra, no tomar tú.
Había oído muchas historias parecidas en otras islas, basadas todas en el polvo blanco, y no les daba por ello mayor importancia. Con todo, me dirigí a la vivienda de Randall para ver si podía sacar algo en limpio, y encontré a Case en el umbral de la puerta, limpiando un fusil.
-¿Hay buena caza por aquí? -inquirí.
-Así es -contestó; el matorral está lleno de toda clase de aves. Desearía que la copra fuese tan abundante -agregó, y yo pensé astutamente: «a mí no me engañas».
Mientras tanto, veía al negro Jack en el comercio, atendiendo a un cliente.
-Sin embargo, parece que el negocio marcha -observé.
-Ésta es la primera venta que hemos hecho en tres semanas -dijo Case.
-¿Como así? -exclamé. ¿Tres semanas? Vaya, vaya...
--Si no me cree -gritó, un poco acalorado, puede ir a ver el depósito de copia. Está medio vacío en la actuaiidad.
-Vea, esto no me atañe en manera alguna -dije.
-Todo lo que puedo dec:rie es que acaso estaría completamente vacío ayer.
-Así es -asintió con una breve carcajada.
-A propósito -continué, ¿que tal persona es ese sacerdote? Parece un hombre bastante amable.
Al oír esto, Case se rió abierta y estruendosamente.
-¡Ah! -exclamó, ahora veo qué le preocupa. Galuchet ha ido a verlo.
«El padre Galoshes»[2] se le llamaba generalmente, pero Case siempre le daba un tinte francés, otra de las razones por las cuales era considerado superior a los demás.
-En efecto, le he visto -dijo. Comprobé que no tenía buena opinión del capitán Randall.
-¡Claro que no! -exclamó. Es debido a los contratiempos relacio-nados con el fallecimiento del pobre Adams. El último día, cuando estaba moribundo, el joven Buncombe se hallaba a su lado. ¿Se encontró alguna vez con Buncombe?
Le manifesté que no.
-¡Ese Buncombe es un cura! -dijo Case, rienda. Bien, a Buncombe se le había metido en la cabeza que, como no habla otro clérigo a mano excepto los pastores kanakas, debíamos llamar al padre Galuchet para que asistiese al anciano y le administrase los sacramentos. A mí me era igual, como usted se puede imaginar, pero les indiqué que, a mi juicio, se debía consultar a Adams al respecto. Estaba diciendo vituperios acerca de la copra aguada y una cantidad de necedades deshilvanadas.
»-Escuche -le dije, usted está muy enfermo. ¿Desearía ver a Galo-shes?
»Al instante se sentó, apoyándose en el codo.
»-Busqueñ al sacerdote -pidió, busquen al sacerdote... ¡No me dejen morir aquí como un perro!
»Su tono era a la vez impaciente y fiero, pero suficientemente convincente. No había nada que replicar a esto, y así mandamos preguntar a Galuchet si quería venir. Como usted adivinará, quiso. La sola idea le hizo brincar de contento. Pero no habíamos tenido en cuenta a papá, que es un baptiselita convencido; no había necesidad de recurrir a papistas. Papá cerró la puerta con llave. Buncombe le llamó fanático y creí que le iba a dar un ataque.
»-¡Fanático! -gritó.
»-¿Fanático yo? ¿He de permitir que me lo diga un fatuo coma usted?
»Dió un paso hacia Buncombe, debiendo yo apartarle. Y en medio de todo esto, estaba Adams desvariando otra vez, y repitiendo su estribillo de copra, como un imbécil de nacimiento. La escena era estupenda y yo me estaba desternillando de risa cuando, de súbito, Adams se sentó, llevándose las manos al pecho, y entró en agonía».
-John Adams murió penosamente -concluyó Case con repentina dureza.
-¿Y qué pasó con el sacerdote? -pregunté.
-¿El sacerdote? -repitió Case. Oh, estaba afuera golpeando la puerta, llamando a los nativos para que la derribaran y gritando que quería salvar un alma y otras cosas por el estilo. El sacerdote estaba agitadísimo. Pero, ¡qué quiere usted! Johnny había pasado a mejor vida, Johnny ya no figuraba en el mercado, y la administración, alborotada enteramente, entró en acción. Lo que siguió fué que Randall se enteró de que el sacerdote estaba orando sobre la tumba de Johnny. Papá, ebrio y armado con un garrote, se dirigió al lugar donde Galoshes estaba arrodillado, rodeado de un grupo de indígenas que le miraban. Usted no se hubiera imaginado seguramente que Papá atribuyese tanta importancia a algo que no fuera licor, pero él y el sacerdote se insultaron durante dos horas en jerga indígena, y cada vez que Galoshes trató de arrodillarse, Papá puso en acción el garrote. Nunca hubo tanta algarabía en Falesá. El asunto terminó en que el capitán Randall quedó fuera de sacerdote consiguió, de un ataque o de algún golpe, y el sacerdote consiguió, después de todo, salirse con la suya. Era el sacerdote más colérico que he visto en mi vida y se quejó a los jefes por el ultraje, como él lo llamaba, que le infirieron. Esto de nada le valió, pues nuestros jefes aquí son protestantes, y, habiendo levantado él, por otra parte, revuelo con el tambor para la escuela matutina, se alegraron de poder echarle un réspice. Ahora jura que el viejo Randall envenenó a Adams o algo parecido, y cada vez que ambos se encuentran, refunfuñan mutuamente como perros dogos
Case relató esta historia de la manera más natural, como un hombre que disfruta con la chanza, pero ahora que pienso en ello después de tanto tiempo, me parece una narración espeluznante. Sin embargo. Case nunca trató de mostrarse enternecedor, sino solamente justo y sincero, y, a decir verdad, me confundía completamente.
Regresé a mi casa y pregunté a Uma si era una «popey», palabra que, según había averiguado, significaba «católicos» en lengua nativa.
-«¡E le ai!» -exclamó. Siempre se servía de la lengua nativa cuando quería significar «no» en forma terminante, y en este caso era verdaderamente así. Popey no buenos -agregó.
Entonces le pregunté acerca de Adams y el sacerdote, relatándome ella la misma historia a su manera. Ésta no me hizo adelantar un paso, quedando yo al contrario inclinado, después de considerar todo lo que había oído, a creer que el motivo de la pendencia fueron los sacramentos, y lo del veneno mera habladuria.
El día siguiente fué domingo, y no había ocupaciones que atender. lima me preguntó por la mañana si iría a «rezar»; le contesté que no, como podía imaginarse, y ella misma permaneció en casa sin añadir una palabra. Ese comportamiento me pareció impropio de un indígena y más aún de una mujer indígena, de una mujer que tenía vestidos nuevos para exhibir; sin embargo, coincidió con mis deseos, y no insistí en ello. Lo extraño del caso fué que al rato fui a parar a una iglesia; hecho del que probablemente no me olvidaré nunca. Había salido a dar un paseo y oí elevarse la melodía de un himno. Ya se sabe el efecto que produce. Cuando se oye cantar a la gente uno se siente atraído, y pronto me encontré junto a la iglesia. Era un edificio bajo, construído de coral, redondeado en ambos extremos como un ballenero y cubierto de gran techumbre del país con ventanas sin celosías y umbrales sin puertas. Metí mi cabeza por una de las ventanas, y el espectáculo fué tan nuevo para mí -pues las prácticas eran tan diferentes en las islas que yo conocía -que permanecí allí mirando con curiosidad. La congregación estaba sentada en el suelo sobre esteras, las mujeres de un lado, los hombres en el otro, todos acicalados a más no poder: las mujeres con vestidos y sombreros de tienda, los hombres con chaquetas y camisas blancas. El himno había terminado; el pastor, un petimetre kanaka, en el púlpito, predicaba con toda el alma, y por la manera de accionar, de modular las inflexiones de su voz, de hacer resaltar los puntos importantes y de al parecer argumentar con el público, deduje que era un maestro en su oficio. Bien, de repente alzó la vista, sorprendiendo mi mirada, y les doy mi palabra que se tambaleó en el púlpito; los ojos parecieron salírsele de las órbitas, su mano se alzó y me señaló como contra su voluntad y el sermón expiró en sus labios.
No es muy agradable confesarlo, pero huí de aquellugar, y si mañana sufriera un choque semejante, volvería a huir. La vista de aquel kanaka zalamero, al que mi sola presencia pareció haber abatido corno un rayo, me impresionó de tal manera que creí que el mundo había cesado de girar. Fui en derechura a casa y permanecí allí sin decir una palabra. Se pensará que iría a contárselo a Uma, pero eso era contrario a mis principios; se supondrá que vería a Case para consultarlo, pero la verdad es que me avergonzaba de hablar de cosa semejante, pues creía que todos se me reirían en las narices. Así que me callé, pero pensaba en ello continuamente, y cuando más pensaba, menos me agradaba el asunto.
El lunes por la noche llegué a la conclusión de que debía estar anatematizado[3]. No es posible, me dije, que en una tienda que ha abierto sus puertas hace dos días, no haya entrado aún ningún hombre ni mujer para ver las mercaderías.
-Uma -dije. Creo que estoy anatematizado.
-Eso creo yo -me respondió.
Por un momento pensé si debía preguntarle más, pero es mala idea hacer ver a los nativos que se les consulta, y así decidí ir a ver a Case. Era de noche, y como de costumbre estaba solo, fumando, sentado en la escalera.
-¡Case! -exclamé. Aquí pasa algo raro. Estoy anatematizado.
-¡Oh, pamplinas! -repuso. No es costumbre en estas islas.
-Puede que sí, puede que no -expresé. Es costumbre en el lugar donde estuve antes. Tenga la seguridad que sé lo que significa; es un hecho, estoy anatematizado.
-Bien -dijo, ¿porque le habían de anatematizar?
-Eso es lo que estoy tratando de averiguar -respondí.
-¡Oh!, pero no es posible -exclamó, no puedo creerlo. Sin embargo, le diré lo que pienso hacer. A fin de tranquilizarle, saldré a dar una vuelta y sin duda lograré averiguárselo. Entre, pues, para charlar con Papá.
-Gracias -dije, pero prefiero quedarme aquí en la galería. Su casa está tan cerrada...
-Entonces diré a Papá que venga aquí.
-Querido amigo, desearía que no lo hiciese -exclamé, ciertamente no tengo ningún interés en estar con el señor Randall.
Case se rió, buscó una linterna en la tienda y se dirigió al pueblo. Tardó un cuarto de hora más o menos, y parecía muy serio cuando regresó.
-Bien -dijo, dejando la linterna sobre los escalones de la galería. Nunca lo hubiera creído. No sé hasta dónde llegará en lo sucesivo el atrevimiento de esos kanakas; parecen haber perdido toda idea del respeto que deben a los blancos. Lo que necesitamos es un guerrero -un alemán, si fuera posible; éstos si saben cómo tratar a los Kanakas.
-¿Entonces estoy anatematizado? -grité.
-Algo por el estilo -me contestó. Es lo peor que he oído en mi vida. Pero estoy con usted, Wiltshire, como si fuéramos un solo hombre. Véngase mañana alrededor de las nueve e iremos a tratar con los jefes. Me tienen miedo, o al menos solían tenerlo, pero ahora están tan engreídos que realmente no sé qué pensar. Compréndame bien, Wiltshire, no considero esta querella suya -prosiguió, con la mayor resolución, la considero nuestra querella, la considero la Querella del Hombre Blanco, y permaneceré a su lado, pase lo que pase, y en prueba de lo dicho ahí tiene mi mano.
-¿Averiguó usted la razón? -inquirí.
-Todavía no -replicó Case- pero ya nos aseguraremos mañana.
Me sentía del todo satisfecho por su actitud, y más aún al día siguiente viéndole tan severo y resuelto cuando nos encontramos para presentarnos ante los jefes. Éstos nos esperaban en una de sus casas ovaladas, que nos fué señalada desde larga distancia por la muchedumbre bajo el alero, la cual se componía de un centenar de personas aproximadamente, entre hombres, mujeres y niños. Muchos de los hombres estaban en camino hacia el trabajo y llevaban verdes guirnaldas, lo que me hizo recordar el primero de mayo en mi patria. Esta multitud nos abrió paso y cuchicheó a nuestro alrededor cuando entramos, con súbita animación aunque un tanto irritada. Cinco jefes se hallaban reunidos allí; cuatro hombres fuertes y majestuosos, el quinto anciano y de rostro apergaminado. Estaban sentados sobre esteras con sus «kilts» (1) y chalecos blancos; en sus manos tenían abanicos cual damas distinguidas, y dos de los más jóvenes llevaban medallas católicas, lo que me dió que pensar. Nuestro lugar había sido dispuesto y colocadas nuestras esteras frente a los grandes, al lado próximo a la casa. En medio no había nada; la multitud se cerraba a nuestras espaldas, murmurando, empujándose y tropezando, mientras sus sombras agitábarise frente a nosotros proyectadas sobre los limpios guijarros en el suelo. La excitación del gentío se me había comunicado un poco, pero la apacible y cortés apariencia de los jefes me tranquilizó, máxime cuando el orador comenzó a pronunciar un largo discurso, agitando a veces las manos contra Case, a veces contra mí y golpeando otras con sus nudillos sobre la estera. Una cosa era evidente: no se advertía señal de cólera en los jefes.
-¿Qué dijo? -pregunté cuando hubo terminado.
-¡Oh!, solamente que se alegran de verle y que tienen entendido que usted desea formularles alguna queja; dicen que comience ya, que decidirán lo que estimen justo.
-¿Tanto tiempo necesitaron para decir eso? -objeté.
-Oh, el resto fueron cortesías, «bonjour» y cosas así -contestó Case. Usted sabe cómo son los kanakas.
-Bueno, de mí no van a oír muchos «bonjour» -advertí. Dígales quién soy. Soy un blanco, y un súbdito británico y para nada soy ni por asomo un gran jefe en mi patria. He venido aquí para favorecerles y traerles los beneficios de la civilización, y no bien acabé de instalar mi tienda me anatematizan y nadie se atreve a acercarse a mi comercio. Explíqueles que no me opongo a nada legal y si desean un obsequio, haré lo que convenga. Déles a entender que no censuro a nadie que defienda sus intereses, pues eso es humano, pero si creen que me pueden imponer sus ideas indígenas, están equivoca-dos. Y dígales lisa y llanamente que exijo se me den explicaciones por el tratamiento que se me dispensa, como blanco y como súbdito británico.
Ése fué mi discurso. Sé como hay que tratar con los kanahas. Si uno demuestra con ellos sentido común y lealtad -tengo que reco-nocer esto en justicia- se, someten siempre. No tienen en realidad ningún gobierlio ni ley legales, y aunque los tuvieran, bonita broma sería si intentaran imponerlos a un hombre blanco. Eso es lo que hay que tratar de hacerles comprender. Sería inconcebible que después de venir de tan lejos, no pudiésemos hacer siquiera lo que se nos antoje. Esa sola idea me había exasperado siempre y no escatimé palabras grandilocuentes. Entonces Case tradujo -o mejor dicho pareció hacerlo- y el primer jefe respondió; luego un segundo, después un tercero, y todos en la misma forma agradable y cortés, pero solemne al mismo tiempo. En cierta ocasión dirigieron una pregunta a Case, quien la contestó, y todos (los jefes y su gente) comenzaron a reírse estruendosamente, mirando hacia mí. Final-mente el anciano arrugado y el jefe joven y corpulento que había hablado al principio, sometieron a Case a una especie de interroga-torio. A veces me daba cuenta de que Case estaba tratando de defenderse acorralado por ellos, y el sudor corría por su rostro. Era un espectáculo no muy agradable para mí, y al oír algunas de sus respuestas la multitud se lamentaba y murmuraba, lo que era aún más desagradable. Es lamentable que no conociera el idioma nativo, pues (según creo ahora) estaban preguntando a Case acerca de mi matrimonio, y debió haber sido una ardua tarea para él rehuir la responsabilidad que le incumbía en ese asunto. Pero dejemos solo a Case; tenía inteligencia suficiente para defenderse contra todo un parlamento.
-Bueno -pregunté, cuando se hizo una pausa, ¿eso es todo?
-Venga conmigo -me contestó, frunciendo el cefío, se lo contaré afuera.
-¿Quiere significar con eso que no me levantarán la prohibición? -grité.
-Es algo extraño -dijo. Se lo contaré afuera. Es mejor que venga.
--No me iré así como así -grité, no soy hombre que se acobarda. Usted no me verá capitular ante un grupo de kanakas.
-Haría bien en hacerlo.
Me miró, y en su mirada había una advertencia; los cinco jefes también me miraron bastante afablemente, pero de una manera un poco irónica, y la gente me observaba asimismo apretándose y empujándose. Recordé el grupo que había rodeado mi casa, y el sacerdote que saltó en su púlpito al verme, y todo el asunto me pareció tan ridículo, que me levanté, y seguí a Case.
-Y ahora -inquirí, ¿qué es lo que pasa?
-Lo cierto es que ni yo mismo pude averiguarlo exactamente. Parece que le tienen aversión -dijo Case.
-Anatematizar a un hombre porque le tienen aversión -grité, en mi vida he oído algo parecido.
-Peor que eso -repuso Case. Usted no está anatematizado; le dije que eso no era posible. La gente no quiere acercarse a usted, Wiltshire, esa es la causa.
-¿No quieren acercarse a mí? ¿Qué quiere decir con esto? ¿Por qué no quieren acercárseme? -grité.
Case vaciló.
-Parece que están asustados -dijo, en voz baja.
Me paré en seco.
-¿Asustados? -repetí. ¿Está usted loco, Case? ¿De qué están asustados?
-Desearía poder descubrirlo -contestó Case, moviendo la cabeza. Parece ser que por alguna de sus necias supersticiones. Eso es lo que no alcanzo a hilvanar -prosiguió. Se asemeja esto al asunto Vigours.
-Me agradaría saber a qué se refiere -dije, y me permito molestarle, pidiéndole que me lo explique.
-Bien, como usted sabe, Vigours huyó de aquí dejando todo abandonado. Se trataba de alguna superstición -nunca logré averiguar la relación exacta, pero se estaba poniendo feo al final.
-Será así, pero yo he oído una historia diferente sobre este tema -repliqué, y será mejor que se lo diga. Oí decir que huyó a causa de usted.
-¡Oh!; supongo que se avergonzará de creer fuera eso verdad -explicó Case, debe usted haberlo juzgado una tontería. Y es cierto además que le incité a marcharse. «¿Qué harías tú en mi lugar, queridos, me preguntó. «Irme», le respondí, «y no lo pensaría dos veces». Me sentí el más feliz de los hombres cuando le vi alejarse. No acostumbro volver la espalda a un hombre que está en un aprieto, pero había tanta excitación en el villorrio que no se podía prever en qué terminaría. Era una locura de mi parte dejarme ver tanto en compañía de Vigours. Hasta el día de hoy me lo reprochan. ¿No oyó a Maea -el jefe joven, ese gran individuo -mascullar algo sobre «Vika?»
Era a él a quien perseguían. No parecen haberlo olvidado, sin embargo.
-Esto está muy bien -dije, pero no me aclara lo que hay de malo en mí; no me dice de qué están asustados; cuáles son sus ideas.
-Ojalá lo supiera -respondió Case. No puedo añadir nada a lo dicho.
-Podría usted haberlo preguntado, me pareceobservé.
-También lo hice -me contestó. Pero usted debe haber visto, si no es ciego, que los papeles se invirtieron y que los que preguntaron fueron ellos. Intento todo lo que es razonable en bien de otro blanco, pero cuando veo que yo mismo estoy en situación difícil, entonces pienso primero en salvar mi pellejo. Lo que me pierde a mí es ser demasiado bueno. Y me tomo la libertad de indicarle que usted demuestra una extraña gratitud hacia un hombre que se ha metido en este enredo por sus asuntos.
-Se me ocurre una cosa -dije. Usted fué un loco en pasar tanto tiempo con Vigours. Consuélese, pues no ha pasado mucho tiempo conmigo. Noto que nunca ha estado en mi casa. Confiese ahora, ¿ha sabido usted algo antes?
-Es cierto que no he ido -dijo, pero fué un olvido involuntario y lo lamento, Wiltshire. Pero en cuanto a ir ahora, le seré franco...
-¿Quiere decir con esto que no vendrá? -pregunté.
-Lo siento muchísimo, amigo, pero eso es lo que quise significar.
-En resumen, ¿está usted asustado? -inquirí.
-En resumen, estoy asustado -repitió.
-¿Y yo sigo anatematizado sin causa? -dije.
-Le digo que no está anatematizado -afirmó. Los kanakas no quieren acercársele, eso es todo. ¿Y quién puede obligarlos? Nosotros los comer-ciantes tenemos un descaro a toda prueba, debo reconocerlo; obligamos a esos pobres kanakas a anular sus leyes, a levantar sus prohibiciones y eso todas las veces que nos conviene. ¿Pero usted no pretenderá que se dicte una ley que obligue a la gente a comprar en su tienda contra su propia voluntad? No pensará convencerme de que su osadía llega a tanto, ¿no? Y si así fuera, sería gracioso proponérmelo a mí. Me agrada recalcarle, Wiltshire, que yo también soy comerciante.
-No me atrevería a hablar con tanto descaro, si estuviera en su lugar -observé; en conclusión, todo se reduce a esto: ningún isleño va a comerciar conmigo y todos con usted. Usted tendrá toda la copra y yo puedo irme al diablo y morirme de hambre. No conozco la lengua nativa y usted, que es el único hombre de habla inglesa aquí, digno de tenerse en cuenta, tiene el descaro de insinuarme que mi vida está en peligro, y por toda explicación me dice que no sabe el porqué
-Pero eso es todo lo que puedo contarle -dijo. No sé más -ojalá lo supiera.
-¡Y usted me da la espalda y me deja abandonado a mi suerte! ¿Es ésa la situación? -pregunté.
--Si quiere interpretarlo de esta manera... -repuso. Yo no lo considero así. Dije meramente que me apartaría de usted, pues en caso de no hacerlo, yo mismo corro peligro.
-Bien -exclamé, ¡usted es noble ejemplar de hombre blanco!
-Oh, comprendo; usted está enfadado -dijo. Yo también lo estaría. Le presento mis excusas.
-Está bien -dije, vaya y presente sus excusas en alguna otra parte. ¡Ése es mi camino, aquél el suyo!
Con esto nos separarnos, dirigiéndome yo directamente a mi casa, con un genio de todos los demonios, donde encontré a Uma revolviendo una cantidad de mercaderías como una niña.
-Ven aquí -le dije, ¡y déjate de tonterías! Has desordenado todo como si no tuviera ya bastantes preocupaciones con otras cosas! ¡Y, además, suponía que estarías preparando la cena!
Y entonces creo que conoció como se merecía la faceta desapa-cible de mi lenguaje. Se levantó al instante como un soldado ante su oficial; pues debo consignar que era bien educada y tenía mucho respeto a los blancos.
-Ahora, escucha -le dije, tú eres de aquí y debes por lo tanto comprender esto. ¿Por qué me han anatematizado? O, si no lo estoy, ¿por qué está la gente asustada de mí?
Ella permaneció inmóvil y me miró con ojos muy abiertos.
-¿Tú no saber? -exclamó al fin, con la boca abierta.
-No -dije. ¿Cómo quieres que lo sepa? En mi país no hay semejantes locuras.
-¿Ése no contarte? -preguntó de nuevo.
(Ése era el nombre con el cual los nativos designaban a Case; podía significar extranjero, o extraordinario, pero lo más probable era que sería su propio nombre escuchado mal por los indígenas y deletreado a la manera kanaka.)
-¡Maldito Ése! -gritó Uma.
Parecerá gracioso oír de labios de una niña kanaka semejante juramento. No había tal cosa. Ella no maldecía, no, ni estaba colérica; no abrigaba ningún sentimiento de ira y pronunció la palabra simple y seriamente. Permaneció sin inmutarse mientras lo dijo. Ni antes ni después vi un semblante de mujer como el suyo y su aspecto me hizo enmudecer. Luego hizo una especie de saludo, pero el más orgulloso, y me tendió sus manos abiertas.
-Estoy avergonzada -me dijo. Yo creer tú saber. Ése me dijo tú saber, me dijo a ti no importarte, me dijo tú quererme mucho. «Tabú» me corresponde a mí -explicó, llevándose la mano al pecho, y señalándose, como había hecho en nuestra noche de boda.
-Ahora, cuando yo irme, «tabú» irse también. Entonces tú conseguir mucha copra. Gustarte mucho mejor, creo. «Tofá al¡¡» -concluyó en lengua indígena.
-¡Detente! –exclamé. No te apresures tanto.
Me miró de soslayo, sonriendo.
-Tú ver, tú conseguir copra -dijo, del mismo modo que se ofrecen confites a un niño.
-Urna -dije, sé razonable. Yo no sabía, eso es cierto, y Case parece habernos hecho una linda jugarreta a ambos. Pero ahora lo sé y no me importa; te quiero muchísimo. No te vayas, no me dejes... Me harías sufrir demasiado.
-¡Tú no quererme! -exclamó, tú decirme malas palabras!
Y se dejó caer en un rincón sobre el suelo, echándose a llorar.
Bueno, no soy ningún sabio, pero tampoco soy novato, y pensé que lo peor había pasado. Sin embargo, allí estaba, dándome la espalda, con el rostro hacia la pared, sollozando convulsivamente como un chiquillo, al punto que todo su cuerpo se agitaba. Es extraño cómo lastima esto a un hombre cuando está enamorado, pues nada se gana atenuando las cosas. Aunque era kanaka, yo estaba enamorado de ella, o no faltaba mucho. Traté de tomar su mano, pero ella no quiso saber nada.
-Urna -dije, no vale la pena seguir así. Quiero que te quedes; lo quiero, mujercita mía, te digo la verdad.
-Tú no decirme verdad -sollozó.
-Está bien -le dije. Esperaré hasta que te hayas tranquilizado. Y me senté en el suelo a su lado, comenzando a alisar su cabello con mi mano. Al principio se echó a un lado cuando la toqué, después pareció fijarse en mí más y más; luego sus sollozos disminuyeron gradualmente y al cabo cesaron, alzando su rostro hacia mí.
--¿Decirme la verdad? ¿Querer que me quede? -preguntó.
-Urna -dije, prefiero tenerte a ti que toda la copra de los mares del sur.
-Lo que era mucho decir, y lo extraño era que realmente lo pensaba.
Ella me echó los brazos al cuello, se levantó de un salto y apretó su rostro contra el mío, manera isleña de besar; y al punto estuve empapado con sus lágrimas y le entregué mi corazón enteramente. Nunca tuve nada tan cerca de mí como aquella niña bronceada. Muchas cosas juntas se coordinaron para marearme. Era tan bonita que daban ganas de morderla, parecía ser mi única amiga en aquel extraño lugar, y me sentía avergonzado por haberle hablado tan rudamente, y, ella era mujer, mi esposa y una especie de bebé granc,e; además me daba lástima, al sentir yo la sal de sus lágrimas en mi boca. Y olvidé a Case y a los indígenas, olvidé que no sabía nada de la historia o sólo me acordaba para desterrar el recuerdo olvidé que no conseguiría copra y que no podría ganarme el sustento, olvidé a mis empleadores y el extraño servicio que les estaba haciendo, prefiriendo ¡ni placer a mis obligaciones, y olvidé hasta que Uma no era mi legítima esposa sino una joven engañada, y en la forma más ruin además. Pero eso es anticiparse demasiado a los futuros acontecimientos. Sobre este asunto volveré próximamente.
Cuando nos acordamos de la cena, era ya tarde. La cocina se había apagado y estaba completamente fría, pero conseguimos encenderla después de algún tiempo y cada uno cocinó un plato, ayudándonos y estorbándonos mutua-mente y entreteniéndonos en ello como niños. Estaba tan ávido de tenerla cerca que me senté a cenar con mi muchacha en mis rodillas, rodeándola con un brazo y comiendo con el otro. Ay, tenía que sufrir más que esto todavía. Era la peor cocinera que Dios creó; los manjares que preparaba habrían indigestado a un robusto caballo, y, sin embargo, hice honor al arte culinario de Uma, y no recuerdo haber estado nunca más satisfecho.
No traté de engañarme a mí mismo, ni intenté fingirle a ella. Sabía que estaba perd:damente enamorado; Urna podía hacer conmigo lo que quisiera. Y supongo que fué eso lo que le hizo hablar, pues se había asegurado que ahora éramos amigos. Me relató una cantidad de cosas -sentada sobre mis rodillas y comiendo de mi plato, como yo comía del suyo de puro mimo; una cantidad de cosas de ella y de su madre, y de Case, todo lo cual resultaría cansador y llenaría páginas si lo transcribiese tal cual lo refirió, pero necesito hacer alusión a ello en inglés, mencionando también algo referente a mi persona, que tuvo gran in?portancia en mi empresa, como pronto se verá.
Parece que había nacido en una de las islas del trópico; pasó solamente dos o tres años en estos lugares, donde había llegado con un hombre blanco que había estado casado con su madre, y murió poco después; res:día sólo desde hacia un año en Falesá. Anteriormente habían viajado continuamente siguiendo a aquel hombre blanco, que era una de esas almas errantes que ambulan por el mundo buscando un trabajo fácil. Esta clase de.gente habla de buscar oro allá donde termina el arco iris[4], pero si un hombre busca un empleo que le dure hasta la muerte, déjese que parta en busca del trabajo fácil. Siempre tienen también bebida y comida, cerveza y sardinas, pues nunca se oye que esa gente se muera de hambre y raras veces se les encuentra en su estado normal; en cuanto a los deportes, se les asocia con las riñas de gallos. En todo caso, nuestro hombre, con su mujer e hija a cuestas, recorrió la región, con preferencia las islas apartadas donde no había policía, pensando quizá que allí se encontraría el trabajo fácil. Tengo formada mi propia op`níón de ese viejo, pero me alegra que haya mantenido a Uma apartada de Apia y de Papeete y de esos lugares rufianescos. Finalmente fué a parar a Fale-alii en esta isla, consiguió alguna ocupación -¡Dios sabe cómo!, despilfarró todo como de costumbre y murió sin dejar urn centavo, a excepción de una parcela de tierra en Falesá, que había conseguido en pago de una deuda, y que fué el motivo por el que madre e hija decidieran instalarse aquí. Parece que Case las animó a ello, ayudándoles a edificar la casa. Estuvo muy amable en aquellos tiempos con ellas y dió a Uma mercadería, siendo evidente que esta muchacha le había gustado desde un principio. Sin embargo, apenas se habían instalado, cuando se presentó un joven nativo pidiéndola en matrimonio. Era un jefecillo que poseía algunas esteras hermosas y sabía antiguas canciones de su familia y era «muy lindos, al decir de Uma, siendo por muchos conceptos un extraordinario partido para una chica pobre y forastera.
Apenas había pronunciado estas primeras palabras cuando empe-zaron a atormentarme los celos.
-¿Quieres decir que te hubieras casado con él? -exclamé.
-«loe», sí -respondió ella. ¡Me gustaba mucho!
-Muy bien -dije. Suponte que después hubiera venido yo: ¿entonces qué?
-Me gustas más tú -dijo ella, pero imagínate yo casarme con Ioane, yo una buena esposa. Yo no kanaka vulgar. ¡Buena chica! -exclamó.
Bien, eso debía haberme satisfecho, pero puedo asegurar que todo esto no me importaba un comino. Y el final de este relato no me agradaba más que el principio. Pues es muy probable que esta propuesta de matrimonio fué el comienzo de todo el enredo. Parece que antes de esto, Uma y su madre eran consideradas con cierto desdén, claro está, por no ser aborígenes, pero nadie les hizo daño ni cuando apareció Ioane; hubo menos intrigas al principio de lo que era dable esperar. Y un buen día, de repente, unos seis meses antes de mi llegada, Ioane se retiró y abandonó esta parte de la isla, y desde aquel día Uma y su madre se encontraron a solas. Nadie venia a su casa, nadie hablaba con ellas en la calle. Era una excomunión corriente, semejante a aquellas que existían en la Edad Media; y en cuanto a la causa o al sentido de la misma, no tenía la menor idea. Debía ser alguna «tala pepelo», elijo Uma; alguna mentira o calumnia; todo lo que sabía era que las muchachas, que habían envidiado su suerte a causa de Ioane, solían apartarse de ella, y cuando la encontraban sola en el bosque, le gritaban que nunca llegaría a casarse.
-Me decían que ningún hombre se casaría conmigo. Estaría demasiado asustado -explicó.
El único ser humano que se les acercaba después de este abandono era Case. Hasta él se cuidaba de mostrarse y llegaba generalmente de noche; pronto comenzó a dejar traslucir sus propósitos respecto a Uma. Estaba resentido aún por lo que me había contado de loane, y cuando oí que Case abrigaba las mismas pretensiones, la interrumpí bruscamente.
-Bien, bien -le dije burlonamente; pensarías, supongo, que Case era «muy lindo» y «gustarte mucho», ¿no?
-Ahora dices tonterías -dijo ella. Hombre blanco venir aquí, yo casarme con él como kanaka; él debía casarse conmigo como blanca. Imagínate él no casarse conmigo, él irse hacia otra mujer. Siempre ser ladrón, manos vacías, corazón vacío... ¡No poder amar! Ahora tú venir a casarte conmigo. Tú ser un gran corazón, tú no avergonzarte de la isleña. Por eso yo amarte tanto. Yo orgullosa.
En mi vida he sentido un malestar tan grande como en ese momento. Dejé el tenedor y aparté a la «isleña»; no sabía qué hacer con ambos, y me paseé por la casa, yendo y viniendo, seguido por la mirada de Uma, quien estaba inquieta, ¡y no era para menos! Pero «inquieto» no era la palabra que reflejase mi estado de ánimo. Deseaba y temía al mismo tiempo descargar mi conciencia y confesar cuán canalla había sido.
Y precisamente en este momento se oyó el sonido de una canción que venía del mar; se elevó súbitamente clara y próxima, cuando el bote dobló el cabo, y Uma, corriendo hacia la ventana, exclamó que era «Misi» en una de sus rondas habituales.
Pensé que era extraño que me alegrase de ver a un misionero, pero extraño o no, era cierto.
-Uma -dije, quédate en esta habitación y no te muevas de aquí hasta que regrese.

Cuento de los mares del sur

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 060 



[1] Arbol del pan
[2]Nombre festivo, pues gatoshes son zapatos de gama para resguardarse del barro(N. del T.)
[3] El anatema de los Indígenas es el famoso tabú (prohibición sagrada), palabra de origen polinesio (N. del T.)
[4]Expresión inglesa equivalente a la castellana «buscar algo en la luna». (N. del T.)

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