Salí a la galería momentos antes de apuntar el
alba. Mi casa era la última del lado Este; había detrás un promontorio de
bosques y peñascos que ocultaban la salida del sol. Hacia el Oeste, un frío río
deslizábase en rápido curso, y más allá asomaba como una gran mancha verde, el
pueblo, con sus viviendas entre cocoteras y bread-fruit[1].
Algunas de las persianas estaban cerradas y otras abiertas; vi mosquiteros
todavía tendidos, y, sentadas debajo, sombras de perso-nas que acababan de
despertar; otras rondaban silenciosamente por el pueblo, envueltas en sus ropas
de dormir. multicolores, como los beduínos en las estampas de la Biblia.
Reinaba un silencio mortal, solemne y frío, y la luz del amanecer reflejábase
sobre la laguna como el resplandor de un fuego.
Pero lo que a mí me preocupaba estaba más
cercano. Algunas docenas de jóvenes y niños formaron un círculo en derredor de
mi casa: el río los dividía; algunos estaban en la orilla próxima, otros en la
opuesta, y uno en una roca en el medio; todos permanecían sentados en silencio,
envueltos en sus sábanas, con la vista fija en mí y en mi casa, como perros
guardianes. Mientras salía, pensé que era muy extraña esa actitud. Cuando me
hube bañado y los encontré a todos allí a mi regreso, más otros dos o tres que
se les habían unido, me pareció más raro aún. ¿Qué podían mirar de este modo en
mi casa?, me preguntaba al entrar.
Mas el recuerdo de esos mirones quedó en mi
mente, y al punto volví a salir. El sol estaba alto ahora, pero aun se hallaba
tras el promontorio de bosques. En esto había pasado un cuarto de hora. El
grupo había aumentado considerablemente, y la orilla opuesta estaba
materialmente cuajada de gente: unos treinta adultos y la doble cantidad de
niños quizá; algunos de pie, otros acurrucados en el suelo, y todos mirando
fijamente mi casa. He visto una casa en un pueblo de los mares del sur rodeada
de esta manera, pero entonces un comerciante estaba pegando a su esposa en el
interior, y ésta gritaba. Aquí no había nada. La cocina estaba prendida y el
humo se elevaba apacible; todo estaba en orden, a la manera de Bristol. Es
cierto que había llegado un forastero, pero ellos tuvieron oportunidad de verlo
el día anterior y lo habían recibido con la mayor calma. ¿Qué les molestaba
ahora? Apoyé mis brazos en la baranda y los miré a mi vez fijamente. ¿Qué
diablos les pasaría? Una y otra vez pude ver que los chicos conversaban, pero
hablaban en voz tan baja que ni siquiera el murmullo llegaba a mí. El resto
parecía un grupo de imágenes petrificadas; mirábanme fijamente, mudos y
tristes, con sus ojos brillantes; tuve la impresión de que el espectáculo no
habría sido muy diferente si me encontrase en la plataforma del patíbulo y esa
buena gente hubiese venido a verme ahorcar.
Sentí que me estaba intimidando y comencé a
temer que lo pareciese, lo cual era necesario evitar a cualquier costa. Me
levanté, aparenté desperazarme y bajando la escalera me encaminé hacia el río.
Se oyó un breve murmullo, que fué pasando de uno a otro de los curiosos,
semejante al que se percibe en los teatros cuando se levanta el telón, y
algunos de los más cercanos retrocedieron un paso. Vi que una chica apoyaba una
mano en un muchacho, haciendo con la otra un gesto hacia arriba; al mismo
tiempo, dijo algo en lengua nativa con voz agitada. Tres muchachos estaban
sentados a la vera del sendero y yo debía pasar a tres pies de ellos. Envueltos
en sus sibanas, con sus cabezas completamente afeitadas, con excepción de una
trencita en la coronilla, y sus rostros extraños parecían figuras de esas que
se colocan en la repisa ae una chimenea. Un rato estuvieron sentados allí en el
suelo, solemnes como jueces. Yo pasé caminando a toda marcha como si tuviese mucha
prisa, y me pareció advertir muecas de llanto contenido en los tres rostros.
Entonces uno se levantó de un salto (era el que estaba más lejos de mí) y
corrió hacia su mamá. Los otros dos, intentando seguirle, fueron a parar juntos
al suelo gritando a más no poder; sus sábanas se enredaron, quedando desnudos
como Adán, y al punto huyeron con toda la rapidez que les permitían sus
piernas, chillando como si los desollasen. Los nativos, que nunca dejan pasar
un chiste sin festejarlo, ni siqu era en un entierro, lanzaron una carcajada,
breve como el ladrido de un perro.
Se dice que el estar solo intimida al hombre,
pero no es así. Lo que le intimida en la oscuridad o en el monte es la
inseguridad, ya que a su lado puede estar oculto un ejército. Lo que más le atemoriza
es hallarse en medio de una multitud, ignorando lo que ésta se propone. Cuando
esa risa se hubo apagado, también yo me detuve. Los muchachitos no habían dado
aún término a su repliegue y se hallaban en plena huída, cuando yo volvi sobre
mis pasos; había salido a toda marcha como un loco, y como un loco regresé. Mi
aspecto debió haber sido de lo más gracioso, y lo que me abatía tontamente era
que esta vez nadie se rió; sólo una anciana lanzó una especie de gemido
piadoso, semejante al que se oye a los disidentes cuando pronuncian el sermón
en sus iglesias.
-En mi vida he visto kanakas tan tontos como
tus compatriotas -dije a Uma, mirando por la ventana hacia el lugar donde
continuaban los mirones.
-Yo no saber nada -manifestó Uma, con aire
disgustado.
Ésa fué toda la conversación que sostuvimos
sobre el asunto, pues yo estaba fuera de mí y Uma pareció tomarlo como si se
tratara de algo completamente normal, al punto que su calma me avergonzaba.
Durante todo el día, más o menos, esos necios
seguían asediando mi casa por el poniente y frente al río, a la espera del
espectáculo, cualquiera que fuese, y que yo suponía debía consistir en que
descendería fuego del cielo para consumirme totalmente con huesos, equipaje y
todo. Pero al anochecer, como verdaderos isleños, se habían cansado de esa
ocupación y se alejaron, para ir a bailar en el gran salón del pueblo, donde
los oí cantar y golpear las manos hasta eso de las diez de la noche. Al día
siguiente, parecían haberse olvidado de que yo existía. Si del cielo hubiera
caído un rayo, o la tierra se hubiera abierto a mis pies, tragándome, nadie
hubiese estado presente para ver el espectáculo, o aprovechar la lección, como
quiera considerárselo. Pero comprobé que tampoco se habían olvidado y que su
atención seguía alerta a la espera de acontecimientos que se produjeran en mi
existencia.
Estaba yo muy ocupado esos días acomodando mis
mercaderías y haciendo el inventario de las que Vigours había dejado, trabajo
éste que me causaba mis buenos quebraderos de cabeza y me impedía pensar en
otras cosas. Ben había hecho el inventario durante el viaje anterior, y yo
sabía que podía confiar en Ben; pero era evidente que en el ínterin alguien
había aprovechado la ocasión. Me encontré con faltas que importaban fácilmente
el monto de seis meses de jornal y de ganancias, y era como para mesarme los
cabellos por haber sido tan asno, perdiendo el tiempo con Case en lugar de
preocuparme por is asuntos y hacer el inventario.
En todo caso, nada se gana llorando por cosas
pasadas. Lo hecho, hecho estaba. No me quedaba sino juntar lo que había
quedado, ordenar las nuevas mercaderías (de mi propia elección), exterminar las
ratas y cucarachas e instalar aquel negocio al estilo de Sydney. Logré darle
una magnífica apariencia, y, cuando a la tercera mañana encendí mi pipa y me
paré en la puerta, mirando al interior y luego hacia afuera, donde vi agitarse
en lontananza los cocoteros en el monte, a más de toneladas de copra apiladas,
y, dispersos por el verde villorrio, los elegantes isleños, calculé los metros
de tela que necesitarían para sus trajes, presintiendo que éste era el lugar
indicado para hacer fortuna, que me permitiría regresar a mi país para instalar
allí una taberna.
Heme aquí, sentado en la galería, rodeado del
paisaje más bello que uno puede imaginarse, bajo un sol espléndido y dueño de
un promisorio comercio recién instalado, cosas todas que tonificaban tanto la
sangre de una persona como un baño de mar; todo lo demás había desaparecido de
mi mente y comencé a soñar con Inglaterra, que es, después de todo, un rincón
sucio, frío y cenagoso, cuya luz diurna no es siquiera suficiente para leer, y
con la visión de mi futura clientela en el cruce de dos caminos anchos como
avenidas, bajo el símbolo de un árbol verde.
Todo esto lo pensé durante la mañana, pero el
día pasaba y nadie venía a mi negocio, lo que me pareció extraño, dada mi
experiencia con indígenas de otras islas. La gente se reía un poco de nuestra
firma comercial y de sus sucursales bien instaladas, en particular de ésta en
Falesá. Toda la copra del distrito, les oí decir, no alcanzaría para amortizar
en cincuenta años el capital invertido, lo que a mi juicio era exagerado. Pero
a medida que el día pasaba, sin que se presentara ocupación alguna, decayó mi
ánimo, y alrededor de las tres de la tarde salí a dar un paseo para distraerme.
Por el verde sendero vi venir a un hombre blanco que vestía una sotana, y al
punto reconocí yo por ésta y por su rostro que era sacerdote. Parecía ser un
alma bondadosa, era canoso y estaba tan sucio que se podía haberlo empleado
como carbón para escribir sobre un papel.
-Buenos días, señor -le dije.
Me contestó con vehemencia en idioma nativo.
-¿No habla usted inglés? -pregunté.
-Francés -me respondió.
-Bien -dije, lo siento, pero no hay nada que
hacer.
Trató de hablarme en francés y luego de nuevo
en el idioma nativo, pareciéndole que ésta solía la mejor forma de hacerse
entender. Advertí que no se proponía solamente pasar el tiempo conmigo, sino
que tenía algo que comunicarme, por lo que le escuché con la mayor atención. Oí
cómo mencionaba los nombres de Adams, de Case y de Randall -de Randall con
mayor frecuencia- y la palabra «veneno» o algo así, y también a menudo una
palabra indígena. Regrese a mi casa repitiéndomela a mí mismo.
-¿Qué significa fussy-ocky? -Pregunté a Uma, pues ésa era la manera más directa de
llegar a saberlo.
-Matar -contestó ella.
-¡Al diablo! -exclamé. ¿Has oído decir alguna
vez que Case ha envenenado a Johnny Adams?
-Todo hombre saber esto -dijo Urna
desdeñosamente. Le dió polvo blanco..., polvo malo. Todavía tener frasco. Si te
ofrece ginebra, no tomar tú.
Había oído muchas historias parecidas en otras
islas, basadas todas en el polvo blanco, y no les daba por ello mayor
importancia. Con todo, me dirigí a la vivienda de Randall para ver si podía
sacar algo en limpio, y encontré a Case en el umbral de la puerta, limpiando un
fusil.
-¿Hay buena caza por aquí? -inquirí.
-Así es -contestó; el matorral está lleno de
toda clase de aves. Desearía que la copra fuese tan abundante -agregó, y yo
pensé astutamente: «a mí no me engañas».
Mientras tanto, veía al negro Jack en el
comercio, atendiendo a un cliente.
-Sin embargo, parece que el negocio marcha
-observé.
-Ésta es la primera venta que hemos hecho en
tres semanas -dijo Case.
-¿Como así? -exclamé. ¿Tres semanas? Vaya,
vaya...
--Si no me cree -gritó, un poco acalorado,
puede ir a ver el depósito de copia. Está medio vacío en la actuaiidad.
-Vea, esto no me atañe en manera alguna -dije.
-Todo lo que puedo dec:rie es que acaso
estaría completamente vacío ayer.
-Así es -asintió con una breve carcajada.
-A propósito -continué, ¿que tal persona es
ese sacerdote? Parece un hombre bastante amable.
Al oír esto, Case se rió abierta y
estruendosamente.
-¡Ah! -exclamó, ahora veo qué le preocupa.
Galuchet ha ido a verlo.
«El padre Galoshes»[2]
se le llamaba generalmente, pero Case siempre le daba un tinte francés, otra de
las razones por las cuales era considerado superior a los demás.
-En efecto, le he visto -dijo. Comprobé que no
tenía buena opinión del capitán Randall.
-¡Claro que no! -exclamó. Es debido a los
contratiempos relacio-nados con el fallecimiento del pobre Adams. El último
día, cuando estaba moribundo, el joven Buncombe se hallaba a su lado. ¿Se
encontró alguna vez con Buncombe?
Le manifesté que no.
-¡Ese Buncombe es un cura! -dijo Case, rienda.
Bien, a Buncombe se le había metido en la cabeza que, como no habla otro
clérigo a mano excepto los pastores kanakas, debíamos llamar al padre Galuchet
para que asistiese al anciano y le administrase los sacramentos. A mí me era
igual, como usted se puede imaginar, pero les indiqué que, a mi juicio, se
debía consultar a Adams al respecto. Estaba diciendo vituperios acerca de la
copra aguada y una cantidad de necedades deshilvanadas.
»-Escuche -le dije, usted está muy enfermo.
¿Desearía ver a Galo-shes?
»Al instante se sentó, apoyándose en el codo.
»-Busqueñ al sacerdote -pidió, busquen al
sacerdote... ¡No me dejen morir aquí como un perro!
»Su tono era a la vez impaciente y fiero, pero
suficientemente convincente. No había nada que replicar a esto, y así mandamos
preguntar a Galuchet si quería venir. Como usted adivinará, quiso. La sola idea
le hizo brincar de contento. Pero no habíamos tenido en cuenta a papá, que es
un baptiselita convencido; no había necesidad de recurrir a papistas. Papá
cerró la puerta con llave. Buncombe le llamó fanático y creí que le iba a dar
un ataque.
»-¡Fanático! -gritó.
»-¿Fanático yo? ¿He de permitir que me lo diga
un fatuo coma usted?
»Dió un paso hacia Buncombe, debiendo yo
apartarle. Y en medio de todo esto, estaba Adams desvariando otra vez, y
repitiendo su estribillo de copra, como un imbécil de nacimiento. La escena era
estupenda y yo me estaba desternillando de risa cuando, de súbito, Adams se sentó,
llevándose las manos al pecho, y entró en agonía».
-John Adams murió penosamente -concluyó Case
con repentina dureza.
-¿Y qué pasó con el sacerdote? -pregunté.
-¿El sacerdote? -repitió Case. Oh, estaba
afuera golpeando la puerta, llamando a los nativos para que la derribaran y
gritando que quería salvar un alma y otras cosas por el estilo. El sacerdote
estaba agitadísimo. Pero, ¡qué quiere usted! Johnny había pasado a mejor vida,
Johnny ya no figuraba en el mercado, y la administración, alborotada enteramente,
entró en acción. Lo que siguió fué que Randall se enteró de que el sacerdote
estaba orando sobre la tumba de Johnny. Papá, ebrio y armado con un garrote, se
dirigió al lugar donde Galoshes estaba arrodillado, rodeado de un grupo de
indígenas que le miraban. Usted no se hubiera imaginado seguramente que Papá
atribuyese tanta importancia a algo que no fuera licor, pero él y el sacerdote
se insultaron durante dos horas en jerga indígena, y cada vez que Galoshes
trató de arrodillarse, Papá puso en acción el garrote. Nunca hubo tanta
algarabía en Falesá. El asunto terminó en que el capitán Randall quedó fuera de
sacerdote consiguió, de un ataque o de algún golpe, y el sacerdote consiguió,
después de todo, salirse con la suya. Era el sacerdote más colérico que he
visto en mi vida y se quejó a los jefes por el ultraje, como él lo llamaba, que
le infirieron. Esto de nada le valió, pues nuestros jefes aquí son
protestantes, y, habiendo levantado él, por otra parte, revuelo con el tambor
para la escuela matutina, se alegraron de poder echarle un réspice. Ahora jura
que el viejo Randall envenenó a Adams o algo parecido, y cada vez que ambos se
encuentran, refunfuñan mutuamente como perros dogos
Case relató esta historia de la manera más
natural, como un hombre que disfruta con la chanza, pero ahora que pienso en
ello después de tanto tiempo, me parece una narración espeluznante. Sin
embargo. Case nunca trató de mostrarse enternecedor, sino solamente justo y
sincero, y, a decir verdad, me confundía completamente.
Regresé a mi casa y pregunté a Uma si era una
«popey», palabra que, según había averiguado, significaba «católicos» en lengua
nativa.
-«¡E le ai!» -exclamó. Siempre se servía de la
lengua nativa cuando quería significar «no» en forma terminante, y en este caso
era verdaderamente así. Popey no buenos -agregó.
Entonces le pregunté acerca de Adams y el
sacerdote, relatándome ella la misma historia a su manera. Ésta no me hizo
adelantar un paso, quedando yo al contrario inclinado, después de considerar
todo lo que había oído, a creer que el motivo de la pendencia fueron los
sacramentos, y lo del veneno mera habladuria.
El día siguiente fué domingo, y no había
ocupaciones que atender. lima me preguntó por la mañana si iría a «rezar»; le
contesté que no, como podía imaginarse, y ella misma permaneció en casa sin
añadir una palabra. Ese comportamiento me pareció impropio de un indígena y más
aún de una mujer indígena, de una mujer que tenía vestidos nuevos para exhibir;
sin embargo, coincidió con mis deseos, y no insistí en ello. Lo extraño del
caso fué que al rato fui a parar a una iglesia; hecho del que probablemente no
me olvidaré nunca. Había salido a dar un paseo y oí elevarse la melodía de un
himno. Ya se sabe el efecto que produce. Cuando se oye cantar a la gente uno se
siente atraído, y pronto me encontré junto a la iglesia. Era un edificio bajo,
construído de coral, redondeado en ambos extremos como un ballenero y cubierto
de gran techumbre del país con ventanas sin celosías y umbrales sin puertas.
Metí mi cabeza por una de las ventanas, y el espectáculo fué tan nuevo para mí
-pues las prácticas eran tan diferentes en las islas que yo conocía -que
permanecí allí mirando con curiosidad. La congregación estaba sentada en el
suelo sobre esteras, las mujeres de un lado, los hombres en el otro, todos
acicalados a más no poder: las mujeres con vestidos y sombreros de tienda, los
hombres con chaquetas y camisas blancas. El himno había terminado; el pastor,
un petimetre kanaka, en el púlpito, predicaba con toda el alma, y por la manera
de accionar, de modular las inflexiones de su voz, de hacer resaltar los puntos
importantes y de al parecer argumentar con el público, deduje que era un
maestro en su oficio. Bien, de repente alzó la vista, sorprendiendo mi mirada, y
les doy mi palabra que se tambaleó en el púlpito; los ojos parecieron salírsele
de las órbitas, su mano se alzó y me señaló como contra su voluntad y el sermón
expiró en sus labios.
No es muy agradable confesarlo, pero huí de
aquellugar, y si mañana sufriera un choque semejante, volvería a huir. La vista
de aquel kanaka zalamero, al que mi sola presencia pareció haber abatido corno
un rayo, me impresionó de tal manera que creí que el mundo había cesado de
girar. Fui en derechura a casa y permanecí allí sin decir una palabra. Se
pensará que iría a contárselo a Uma, pero eso era contrario a mis principios;
se supondrá que vería a Case para consultarlo, pero la verdad es que me
avergonzaba de hablar de cosa semejante, pues creía que todos se me reirían en
las narices. Así que me callé, pero pensaba en ello continuamente, y cuando más
pensaba, menos me agradaba el asunto.
El lunes por la noche llegué a la conclusión
de que debía estar anatematizado[3].
No es posible, me dije, que en una tienda que ha abierto sus puertas hace dos
días, no haya entrado aún ningún hombre ni mujer para ver las mercaderías.
-Uma -dije. Creo que estoy anatematizado.
-Eso creo yo -me respondió.
Por un momento pensé si debía preguntarle más,
pero es mala idea hacer ver a los nativos que se les consulta, y así decidí ir
a ver a Case. Era de noche, y como de costumbre estaba solo, fumando, sentado
en la escalera.
-¡Case! -exclamé. Aquí pasa algo raro. Estoy
anatematizado.
-¡Oh, pamplinas! -repuso. No es costumbre en
estas islas.
-Puede que sí, puede que no -expresé. Es
costumbre en el lugar donde estuve antes. Tenga la seguridad que sé lo que
significa; es un hecho, estoy anatematizado.
-Bien -dijo, ¿porque le habían de
anatematizar?
-Eso es lo que estoy tratando de averiguar
-respondí.
-¡Oh!, pero no es posible -exclamó, no puedo
creerlo. Sin embargo, le diré lo que pienso hacer. A fin de tranquilizarle,
saldré a dar una vuelta y sin duda lograré averiguárselo. Entre, pues, para
charlar con Papá.
-Gracias -dije, pero prefiero quedarme aquí en
la galería. Su casa está tan cerrada...
-Entonces diré a Papá que venga aquí.
-Querido amigo, desearía que no lo hiciese
-exclamé, ciertamente no tengo ningún interés en estar con el señor Randall.
Case se rió, buscó una linterna en la tienda y
se dirigió al pueblo. Tardó un cuarto de hora más o menos, y parecía muy serio
cuando regresó.
-Bien -dijo, dejando la linterna sobre los
escalones de la galería. Nunca lo hubiera creído. No sé hasta dónde llegará en
lo sucesivo el atrevimiento de esos kanakas; parecen haber perdido toda idea
del respeto que deben a los blancos. Lo que necesitamos es un guerrero -un
alemán, si fuera posible; éstos si saben cómo tratar a los Kanakas.
-¿Entonces estoy anatematizado? -grité.
-Algo por el estilo -me contestó. Es lo peor que
he oído en mi vida. Pero estoy con usted, Wiltshire, como si fuéramos un solo
hombre. Véngase mañana alrededor de las nueve e iremos a tratar con los jefes.
Me tienen miedo, o al menos solían tenerlo, pero ahora están tan engreídos que
realmente no sé qué pensar. Compréndame bien, Wiltshire, no considero esta
querella suya -prosiguió, con la mayor resolución, la considero nuestra querella, la considero la
Querella del Hombre Blanco, y permaneceré a su lado, pase lo que pase, y en
prueba de lo dicho ahí tiene mi mano.
-¿Averiguó usted la razón? -inquirí.
-Todavía no -replicó Case- pero ya nos
aseguraremos mañana.
Me sentía del todo satisfecho por su actitud,
y más aún al día siguiente viéndole tan severo y resuelto cuando nos
encontramos para presentarnos ante los jefes. Éstos nos esperaban en una de sus
casas ovaladas, que nos fué señalada desde larga distancia por la muchedumbre
bajo el alero, la cual se componía de un centenar de personas aproximadamente,
entre hombres, mujeres y niños. Muchos de los hombres estaban en camino hacia
el trabajo y llevaban verdes guirnaldas, lo que me hizo recordar el primero de
mayo en mi patria. Esta multitud nos abrió paso y cuchicheó a nuestro alrededor
cuando entramos, con súbita animación aunque un tanto irritada. Cinco jefes se
hallaban reunidos allí; cuatro hombres fuertes y majestuosos, el quinto anciano
y de rostro apergaminado. Estaban sentados sobre esteras con sus «kilts» (1) y
chalecos blancos; en sus manos tenían abanicos cual damas distinguidas, y dos
de los más jóvenes llevaban medallas católicas, lo que me dió que pensar.
Nuestro lugar había sido dispuesto y colocadas nuestras esteras frente a los
grandes, al lado próximo a la casa. En medio no había nada; la multitud se
cerraba a nuestras espaldas, murmurando, empujándose y tropezando, mientras sus
sombras agitábarise frente a nosotros proyectadas sobre los limpios guijarros
en el suelo. La excitación del gentío se me había comunicado un poco, pero la
apacible y cortés apariencia de los jefes me tranquilizó, máxime cuando el
orador comenzó a pronunciar un largo discurso, agitando a veces las manos
contra Case, a veces contra mí y golpeando otras con sus nudillos sobre la
estera. Una cosa era evidente: no se advertía señal de cólera en los jefes.
-¿Qué dijo? -pregunté cuando hubo terminado.
-¡Oh!, solamente que se alegran de verle y que
tienen entendido que usted desea formularles alguna queja; dicen que comience
ya, que decidirán lo que estimen justo.
-¿Tanto tiempo necesitaron para decir eso?
-objeté.
-Oh, el resto fueron cortesías, «bonjour» y
cosas así -contestó Case. Usted sabe cómo son los kanakas.
-Bueno, de mí no van a oír muchos «bonjour»
-advertí. Dígales quién soy. Soy un blanco, y un súbdito británico y para nada
soy ni por asomo un gran jefe en mi patria. He venido aquí para favorecerles y
traerles los beneficios de la civilización, y no bien acabé de instalar mi
tienda me anatematizan y nadie se atreve a acercarse a mi comercio. Explíqueles
que no me opongo a nada legal y si desean un obsequio, haré lo que convenga.
Déles a entender que no censuro a nadie que defienda sus intereses, pues eso es
humano, pero si creen que me pueden imponer sus ideas indígenas, están
equivoca-dos. Y dígales lisa y llanamente que exijo se me den explicaciones por
el tratamiento que se me dispensa, como blanco y como súbdito británico.
Ése fué mi discurso. Sé como hay que tratar
con los kanahas. Si uno demuestra con ellos sentido común y lealtad -tengo que
reco-nocer esto en justicia- se, someten siempre. No tienen en realidad ningún
gobierlio ni ley legales, y aunque los tuvieran, bonita broma sería si
intentaran imponerlos a un hombre blanco. Eso es lo que hay que tratar de
hacerles comprender. Sería inconcebible que después de venir de tan lejos, no
pudiésemos hacer siquiera lo que se nos antoje. Esa sola idea me había
exasperado siempre y no escatimé palabras grandilocuentes. Entonces Case
tradujo -o mejor dicho pareció hacerlo- y el primer jefe respondió; luego un
segundo, después un tercero, y todos en la misma forma agradable y cortés, pero
solemne al mismo tiempo. En cierta ocasión dirigieron una pregunta a Case,
quien la contestó, y todos (los jefes y su gente) comenzaron a reírse
estruendosamente, mirando hacia mí. Final-mente el anciano arrugado y el jefe
joven y corpulento que había hablado al principio, sometieron a Case a una
especie de interroga-torio. A veces me daba cuenta de que Case estaba tratando
de defenderse acorralado por ellos, y el sudor corría por su rostro. Era un
espectáculo no muy agradable para mí, y al oír algunas de sus respuestas la
multitud se lamentaba y murmuraba, lo que era aún más desagradable. Es
lamentable que no conociera el idioma nativo, pues (según creo ahora) estaban
preguntando a Case acerca de mi matrimonio, y debió haber sido una ardua tarea
para él rehuir la responsabilidad que le incumbía en ese asunto. Pero dejemos
solo a Case; tenía inteligencia suficiente para defenderse contra todo un
parlamento.
-Bueno -pregunté, cuando se hizo una pausa,
¿eso es todo?
-Venga conmigo -me contestó, frunciendo el
cefío, se lo contaré afuera.
-¿Quiere significar con eso que no me
levantarán la prohibición? -grité.
-Es algo extraño -dijo. Se lo contaré afuera.
Es mejor que venga.
--No me iré así como así -grité, no soy hombre
que se acobarda. Usted no me verá capitular ante un grupo de kanakas.
-Haría bien en hacerlo.
Me miró, y en su mirada había una advertencia;
los cinco jefes también me miraron bastante afablemente, pero de una manera un
poco irónica, y la gente me observaba asimismo apretándose y empujándose.
Recordé el grupo que había rodeado mi casa, y el sacerdote que saltó en su
púlpito al verme, y todo el asunto me pareció tan ridículo, que me levanté, y
seguí a Case.
-Y ahora -inquirí, ¿qué es lo que pasa?
-Lo cierto es que ni yo mismo pude averiguarlo
exactamente. Parece que le tienen aversión -dijo Case.
-Anatematizar a un hombre porque le tienen
aversión -grité, en mi vida he oído algo parecido.
-Peor que eso -repuso Case. Usted no está
anatematizado; le dije que eso no era posible. La gente no quiere acercarse a
usted, Wiltshire, esa es la causa.
-¿No quieren acercarse a mí? ¿Qué quiere decir
con esto? ¿Por qué no quieren acercárseme? -grité.
Case vaciló.
-Parece que están asustados -dijo, en voz
baja.
Me paré en seco.
-¿Asustados? -repetí. ¿Está usted loco, Case?
¿De qué están asustados?
-Desearía poder descubrirlo -contestó Case,
moviendo la cabeza. Parece ser que por alguna de sus necias supersticiones. Eso
es lo que no alcanzo a hilvanar -prosiguió. Se asemeja esto al asunto Vigours.
-Me agradaría saber a qué se refiere -dije, y
me permito molestarle, pidiéndole que me lo explique.
-Bien, como usted sabe, Vigours huyó de aquí
dejando todo abandonado. Se trataba de alguna superstición -nunca logré
averiguar la relación exacta, pero se estaba poniendo feo al final.
-Será así, pero yo he oído una historia
diferente sobre este tema -repliqué, y será mejor que se lo diga. Oí decir que
huyó a causa de usted.
-¡Oh!; supongo que se avergonzará de creer
fuera eso verdad -explicó Case, debe usted haberlo juzgado una tontería. Y es
cierto además que le incité a marcharse. «¿Qué harías tú en mi lugar, queridos,
me preguntó. «Irme», le respondí, «y no lo pensaría dos veces». Me sentí el más
feliz de los hombres cuando le vi alejarse. No acostumbro volver la espalda a
un hombre que está en un aprieto, pero había tanta excitación en el villorrio
que no se podía prever en qué terminaría. Era una locura de mi parte dejarme
ver tanto en compañía de Vigours. Hasta el día de hoy me lo reprochan. ¿No oyó a
Maea -el jefe joven, ese gran individuo -mascullar algo sobre «Vika?»
Era a él a quien perseguían. No parecen
haberlo olvidado, sin embargo.
-Esto está muy bien -dije, pero no me aclara
lo que hay de malo en mí; no me dice de qué están asustados; cuáles son sus
ideas.
-Ojalá lo supiera -respondió Case. No puedo
añadir nada a lo dicho.
-Podría usted haberlo preguntado, me
pareceobservé.
-También lo hice -me contestó. Pero usted debe
haber visto, si no es ciego, que los papeles se invirtieron y que los que preguntaron
fueron ellos. Intento todo lo que es razonable en bien de otro blanco, pero
cuando veo que yo mismo estoy en situación difícil, entonces pienso primero en
salvar mi pellejo. Lo que me pierde a mí es ser demasiado bueno. Y me tomo la
libertad de indicarle que usted demuestra una extraña gratitud hacia un hombre
que se ha metido en este enredo por sus asuntos.
-Se me ocurre una cosa -dije. Usted fué un
loco en pasar tanto tiempo con Vigours. Consuélese, pues no ha pasado mucho
tiempo conmigo. Noto que nunca ha estado en mi casa. Confiese ahora, ¿ha sabido
usted algo antes?
-Es cierto que no he ido -dijo, pero fué un
olvido involuntario y lo lamento, Wiltshire. Pero en cuanto a ir ahora, le seré
franco...
-¿Quiere decir con esto que no vendrá? -pregunté.
-Lo siento muchísimo, amigo, pero eso es lo
que quise significar.
-En resumen, ¿está usted asustado? -inquirí.
-En resumen, estoy asustado -repitió.
-¿Y yo sigo anatematizado sin causa? -dije.
-Le digo que no está anatematizado -afirmó. Los
kanakas no quieren acercársele, eso es todo. ¿Y quién puede obligarlos?
Nosotros los comer-ciantes tenemos un descaro a toda prueba, debo reconocerlo;
obligamos a esos pobres kanakas a anular sus leyes, a levantar sus
prohibiciones y eso todas las veces que nos conviene. ¿Pero usted no pretenderá
que se dicte una ley que obligue a la gente a comprar en su tienda contra su
propia voluntad? No pensará convencerme de que su osadía llega a tanto, ¿no? Y
si así fuera, sería gracioso proponérmelo a mí. Me agrada recalcarle,
Wiltshire, que yo también soy comerciante.
-No me atrevería a hablar con tanto descaro,
si estuviera en su lugar -observé; en conclusión, todo se reduce a esto: ningún
isleño va a comerciar conmigo y todos con usted. Usted tendrá toda la copra y
yo puedo irme al diablo y morirme de hambre. No conozco la lengua nativa y
usted, que es el único hombre de habla inglesa aquí, digno de tenerse en
cuenta, tiene el descaro de insinuarme que mi vida está en peligro, y por toda
explicación me dice que no sabe el porqué
-Pero eso es todo lo que puedo contarle -dijo.
No sé más -ojalá lo supiera.
-¡Y usted me da la espalda y me deja
abandonado a mi suerte! ¿Es ésa la situación? -pregunté.
--Si quiere interpretarlo de esta manera...
-repuso. Yo no lo considero así. Dije meramente que me apartaría de usted, pues
en caso de no hacerlo, yo mismo corro peligro.
-Bien -exclamé, ¡usted es noble ejemplar de
hombre blanco!
-Oh, comprendo; usted está enfadado -dijo. Yo
también lo estaría. Le presento mis excusas.
-Está bien -dije, vaya y presente sus excusas
en alguna otra parte. ¡Ése es mi camino, aquél el suyo!
Con esto nos separarnos, dirigiéndome yo
directamente a mi casa, con un genio de todos los demonios, donde encontré a
Uma revolviendo una cantidad de mercaderías como una niña.
-Ven aquí -le dije, ¡y déjate de tonterías!
Has desordenado todo como si no tuviera ya bastantes preocupaciones con otras
cosas! ¡Y, además, suponía que estarías preparando la cena!
Y entonces creo que conoció como se merecía la
faceta desapa-cible de mi lenguaje. Se levantó al instante como un soldado ante
su oficial; pues debo consignar que era bien educada y tenía mucho respeto a
los blancos.
-Ahora, escucha -le dije, tú eres de aquí y
debes por lo tanto comprender esto. ¿Por qué me han anatematizado? O, si no lo
estoy, ¿por qué está la gente asustada de mí?
Ella permaneció inmóvil y me miró con ojos muy
abiertos.
-¿Tú no saber? -exclamó al fin, con la boca
abierta.
-No -dije. ¿Cómo quieres que lo sepa? En mi
país no hay semejantes locuras.
-¿Ése no contarte? -preguntó de nuevo.
(Ése era el nombre con el cual los nativos
designaban a Case; podía significar extranjero, o extraordinario, pero lo más
probable era que sería su propio nombre escuchado mal por los indígenas y
deletreado a la manera kanaka.)
-¡Maldito Ése! -gritó Uma.
Parecerá gracioso oír de labios de una niña
kanaka semejante juramento. No había tal cosa. Ella no maldecía, no, ni estaba
colérica; no abrigaba ningún sentimiento de ira y pronunció la palabra simple y
seriamente. Permaneció sin inmutarse mientras lo dijo. Ni antes ni después vi
un semblante de mujer como el suyo y su aspecto me hizo enmudecer. Luego hizo
una especie de saludo, pero el más orgulloso, y me tendió sus manos abiertas.
-Estoy avergonzada -me dijo. Yo creer tú saber.
Ése me dijo tú saber, me dijo a ti no importarte, me dijo tú quererme mucho.
«Tabú» me corresponde a mí -explicó, llevándose la mano al pecho, y
señalándose, como había hecho en nuestra noche de boda.
-Ahora, cuando yo irme, «tabú» irse también.
Entonces tú conseguir mucha copra. Gustarte mucho mejor, creo. «Tofá al¡¡»
-concluyó en lengua indígena.
-¡Detente! –exclamé. No te apresures tanto.
Me miró de soslayo, sonriendo.
-Tú ver, tú conseguir copra -dijo, del mismo
modo que se ofrecen confites a un niño.
-Urna -dije, sé razonable. Yo no sabía, eso es
cierto, y Case parece habernos hecho una linda jugarreta a ambos. Pero ahora lo
sé y no me importa; te quiero muchísimo. No te vayas, no me dejes... Me harías
sufrir demasiado.
-¡Tú no quererme! -exclamó, tú decirme malas
palabras!
Y se dejó caer en un rincón sobre el suelo,
echándose a llorar.
Bueno, no soy ningún sabio, pero tampoco soy
novato, y pensé que lo peor había pasado. Sin embargo, allí estaba, dándome la
espalda, con el rostro hacia la pared, sollozando convulsivamente como un
chiquillo, al punto que todo su cuerpo se agitaba. Es extraño cómo lastima esto
a un hombre cuando está enamorado, pues nada se gana atenuando las cosas.
Aunque era kanaka, yo estaba enamorado de ella, o no faltaba mucho. Traté de
tomar su mano, pero ella no quiso saber nada.
-Urna -dije, no vale la pena seguir así.
Quiero que te quedes; lo quiero, mujercita mía, te digo la verdad.
-Tú no decirme verdad -sollozó.
-Está bien -le dije. Esperaré hasta que te
hayas tranquilizado. Y me senté en el suelo a su lado, comenzando a alisar su
cabello con mi mano. Al principio se echó a un lado cuando la toqué, después
pareció fijarse en mí más y más; luego sus sollozos disminuyeron gradualmente y
al cabo cesaron, alzando su rostro hacia mí.
--¿Decirme la verdad? ¿Querer que me quede?
-preguntó.
-Urna -dije, prefiero tenerte a ti que toda la
copra de los mares del sur.
-Lo que era mucho decir, y lo extraño era que
realmente lo pensaba.
Ella me echó los brazos al cuello, se levantó
de un salto y apretó su rostro contra el mío, manera isleña de besar; y al
punto estuve empapado con sus lágrimas y le entregué mi corazón enteramente.
Nunca tuve nada tan cerca de mí como aquella niña bronceada. Muchas cosas
juntas se coordinaron para marearme. Era tan bonita que daban ganas de
morderla, parecía ser mi única amiga en aquel extraño lugar, y me sentía
avergonzado por haberle hablado tan rudamente, y, ella era mujer, mi esposa y
una especie de bebé granc,e; además me daba lástima, al sentir yo la sal de sus
lágrimas en mi boca. Y olvidé a Case y a los indígenas, olvidé que no sabía
nada de la historia o sólo me acordaba para desterrar el recuerdo olvidé que no
conseguiría copra y que no podría ganarme el sustento, olvidé a mis empleadores
y el extraño servicio que les estaba haciendo, prefiriendo ¡ni placer a mis
obligaciones, y olvidé hasta que Uma no era mi legítima esposa sino una joven
engañada, y en la forma más ruin además. Pero eso es anticiparse demasiado a
los futuros acontecimientos. Sobre este asunto volveré próximamente.
Cuando nos acordamos de la cena, era ya tarde.
La cocina se había apagado y estaba completamente fría, pero conseguimos
encenderla después de algún tiempo y cada uno cocinó un plato, ayudándonos y
estorbándonos mutua-mente y entreteniéndonos en ello como niños. Estaba tan
ávido de tenerla cerca que me senté a cenar con mi muchacha en mis rodillas,
rodeándola con un brazo y comiendo con el otro. Ay, tenía que sufrir más que
esto todavía. Era la peor cocinera que Dios creó; los manjares que preparaba
habrían indigestado a un robusto caballo, y, sin embargo, hice honor al arte
culinario de Uma, y no recuerdo haber estado nunca más satisfecho.
No traté de engañarme a mí mismo, ni intenté
fingirle a ella. Sabía que estaba perd:damente enamorado; Urna podía hacer
conmigo lo que quisiera. Y supongo que fué eso lo que le hizo hablar, pues se
había asegurado que ahora éramos amigos. Me relató una cantidad de cosas
-sentada sobre mis rodillas y comiendo de mi plato, como yo comía del suyo de
puro mimo; una cantidad de cosas de ella y de su madre, y de Case, todo lo cual
resultaría cansador y llenaría páginas si lo transcribiese tal cual lo refirió,
pero necesito hacer alusión a ello en inglés, mencionando también algo
referente a mi persona, que tuvo gran in?portancia en mi empresa, como pronto
se verá.
Parece que había nacido en una de las islas
del trópico; pasó solamente dos o tres años en estos lugares, donde había
llegado con un hombre blanco que había estado casado con su madre, y murió poco
después; res:día sólo desde hacia un año en Falesá. Anteriormente habían
viajado continuamente siguiendo a aquel hombre blanco, que era una de esas
almas errantes que ambulan por el mundo buscando un trabajo fácil. Esta clase
de.gente habla de buscar oro allá donde termina el arco iris[4],
pero si un hombre busca un empleo que le dure hasta la muerte, déjese que parta
en busca del trabajo fácil. Siempre tienen también bebida y comida, cerveza y
sardinas, pues nunca se oye que esa gente se muera de hambre y raras veces se
les encuentra en su estado normal; en cuanto a los deportes, se les asocia con
las riñas de gallos. En todo caso, nuestro hombre, con su mujer e hija a
cuestas, recorrió la región, con preferencia las islas apartadas donde no había
policía, pensando quizá que allí se encontraría el trabajo fácil. Tengo formada
mi propia op`níón de ese viejo, pero me alegra que haya mantenido a Uma
apartada de Apia y de Papeete y de esos lugares rufianescos. Finalmente fué a
parar a Fale-alii en esta isla, consiguió alguna ocupación -¡Dios sabe cómo!,
despilfarró todo como de costumbre y murió sin dejar urn centavo, a excepción
de una parcela de tierra en Falesá, que había conseguido en pago de una deuda,
y que fué el motivo por el que madre e hija decidieran instalarse aquí. Parece
que Case las animó a ello, ayudándoles a edificar la casa. Estuvo muy amable en
aquellos tiempos con ellas y dió a Uma mercadería, siendo evidente que esta
muchacha le había gustado desde un principio. Sin embargo, apenas se habían
instalado, cuando se presentó un joven nativo pidiéndola en matrimonio. Era un
jefecillo que poseía algunas esteras hermosas y sabía antiguas canciones de su
familia y era «muy lindos, al decir de Uma, siendo por muchos conceptos un
extraordinario partido para una chica pobre y forastera.
Apenas había pronunciado estas primeras
palabras cuando empe-zaron a atormentarme los celos.
-¿Quieres decir que te hubieras casado con él?
-exclamé.
-«loe», sí -respondió ella. ¡Me gustaba mucho!
-Muy bien -dije. Suponte que después hubiera
venido yo: ¿entonces qué?
-Me gustas más tú -dijo ella, pero imagínate
yo casarme con Ioane, yo una buena esposa. Yo no kanaka vulgar. ¡Buena chica!
-exclamó.
Bien, eso debía haberme satisfecho, pero puedo
asegurar que todo esto no me importaba un comino. Y el final de este relato no
me agradaba más que el principio. Pues es muy probable que esta propuesta de
matrimonio fué el comienzo de todo el enredo. Parece que antes de esto, Uma y
su madre eran consideradas con cierto desdén, claro está, por no ser
aborígenes, pero nadie les hizo daño ni cuando apareció Ioane; hubo menos
intrigas al principio de lo que era dable esperar. Y un buen día, de repente,
unos seis meses antes de mi llegada, Ioane se retiró y abandonó esta parte de la
isla, y desde aquel día Uma y su madre se encontraron a solas. Nadie venia a su
casa, nadie hablaba con ellas en la calle. Era una excomunión corriente,
semejante a aquellas que existían en la Edad Media; y en cuanto a la causa o al
sentido de la misma, no tenía la menor idea. Debía ser alguna «tala pepelo»,
elijo Uma; alguna mentira o calumnia; todo lo que sabía era que las muchachas,
que habían envidiado su suerte a causa de Ioane, solían apartarse de ella, y
cuando la encontraban sola en el bosque, le gritaban que nunca llegaría a
casarse.
-Me decían que ningún hombre se casaría
conmigo. Estaría demasiado asustado -explicó.
El único ser humano que se les acercaba
después de este abandono era Case. Hasta él se cuidaba de mostrarse y llegaba
generalmente de noche; pronto comenzó a dejar traslucir sus propósitos
respecto a Uma. Estaba resentido aún por lo que me había contado de loane, y
cuando oí que Case abrigaba las mismas pretensiones, la interrumpí bruscamente.
-Bien, bien -le dije burlonamente; pensarías,
supongo, que Case era «muy lindo» y «gustarte mucho», ¿no?
-Ahora dices tonterías -dijo ella. Hombre
blanco venir aquí, yo casarme con él como kanaka; él debía casarse conmigo como
blanca. Imagínate él no casarse conmigo, él irse hacia otra mujer. Siempre ser
ladrón, manos vacías, corazón vacío... ¡No poder amar! Ahora tú venir a casarte
conmigo. Tú ser un gran corazón, tú no avergonzarte de la isleña. Por eso yo
amarte tanto. Yo orgullosa.
En mi vida he sentido un malestar tan grande
como en ese momento. Dejé el tenedor y aparté a la «isleña»; no sabía qué hacer
con ambos, y me paseé por la casa, yendo y viniendo, seguido por la mirada de
Uma, quien estaba inquieta, ¡y no era para menos! Pero «inquieto» no era la
palabra que reflejase mi estado de ánimo. Deseaba y temía al mismo tiempo
descargar mi conciencia y confesar cuán canalla había sido.
Y precisamente en este momento se oyó el
sonido de una canción que venía del mar; se elevó súbitamente clara y próxima,
cuando el bote dobló el cabo, y Uma, corriendo hacia la ventana, exclamó que
era «Misi» en una de sus rondas habituales.
Pensé que era extraño que me alegrase de ver a
un misionero, pero extraño o no, era cierto.
-Uma -dije, quédate en esta habitación y no te
muevas de aquí hasta que regrese.
Cuento de los mares del sur
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 060
[1] Arbol del pan
[2]Nombre
festivo, pues gatoshes son zapatos de gama para resguardarse del barro(N. del
T.)
[3] El anatema de los Indígenas
es el famoso tabú (prohibición sagrada), palabra de origen polinesio (N. del
T.)
[4]Expresión
inglesa equivalente a la castellana «buscar algo en la luna». (N. del T.)
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