Hace muchos años, poco antes del estallido de
la Revolución Francesa, mi tío pasó varios meses en París. Los ingleses y los
franceses mantenían por aquel tiempo muy buenas relaciones, al contrario de lo
que acontece ahora, y era habitual verlos juntos en las reuniones de sociedad.
Los ingleses viajaban para gastarse el dinero a manos llenas y los franceses se
mostraban la mar de complacidos con semejante actitud, prestándoles ayuda sin
el menor inconveniente para que lo hicieran. Ahora, sin embargo, los ingleses
suelen ir al extranjero, precisamente para ahorrar, cosa para la que ni por
asomo precisan de la ayuda de los franceses. Puede que los ingleses que se
decidían a viajar en aquel tiempo fueran menos numerosos y más nobles y
distinguidos que los que lo hacen ahora, cuando Inglaterra parece estar
llenando de gente Europa. En cualquier caso, lo cierto es que se relacionaban
perfectamente con las sociedades foráneas, y mi tío, mientras vivió en París,
hizo muchas y muy buenas y sólidas amistades, algunas de ellas íntimas, con
gentes de la nobleza francesa.
Por aquellos tiempos de su periplo francés,
cuando viajaba en invierno por esa parte de Normandía llamada el País de Caux,
al comenzar a declinar un día vio las torrecillas de un viejo castillo, que se
alzaban por sobre las copas de los árboles de su parque con jardín amurallado;
cada una de aquellas torrecillas, con su alto tejado cónico de pizarra,
semejaba una palmatoria a la que le hubieran puesto encima un apagavelas.
-¿A quién pertenece este castillo, amigo mío?
-preguntó mi tío a un postillón flaco pero vigoroso que, calzando unas muy
altas y llamativas botas de montar, y tocado con un sombrero de plumas, pateaba
el suelo con furia para quitarse el frío.
-A mi señor, el marqués de... -dijo el
postillón llevándose la mano derecha a su sombrero, a medias para saludar
educadamente a mi tío, pero más que nada en señal de respeto al pronunciar el
nombre de su señor.
Mi tío no pudo sino regocijarse, pues el
marqués en cuestión había sido uno de sus grandes amigos de París y a menudo le
cursó invitación para que lo visitara en el castillo de su padre, diciéndole
que nada le placería más. Mi tío era un viejo y experto viajero que sabía
aprovechar perfectamente las oportunidades que se le presen-taban. Por unos
momentos su imaginación se llenó de escenas en las que el viejo amigo se
alegraba indescriptiblemente de verlo y le ofrecía los mejores aposentos del
castillo, y lo invitaba, sobre todo, a probar las excelencias de su cocina,
famosa en París, y el champán de exquisita calidad que tenía en sus bodegas,
así como un borgoña no menos digno de mención. Mejor todo eso, por supuesto,
que alojarse en un lóbrego hostal de ciudad provinciana. No mucho después el
postillón restallaba su látigo con furia de demonio, o de francés, que viene a
ser lo mismo, y emprendía la subida de la recta, pendiente, larga y estrecha
avenida que llevaba hasta la entrada del castillo.
Todos ustedes, a buen seguro, habrán visto
algún castillo francés, pues raro es que alguien no viaje a Francia en nuestros
días... El castillo del que hablo era uno de los más antiguos del país y se
alzaba desnudo y retirado en medio de una especie de desiertos arenosos y de
frías terrazas de piedra; frío era también su jardín, no obstante estar bien
cuidado, de setos cortados en ángulos y romboides; frío, igualmente, era el
parque sin hojas en el suelo, dividido geométricamente en rectas alamedas en
las que había un par de estatuas a las que se les habían caído las narices y
varias fuentes de las que manaba un agua tan helada que con sólo tocarla te
empezaban a castañetear los dientes de la tiritona que te entraba... O eso
parecía, esa sensación se tenía con sólo ver las fuentes en aquel atardecer
invernal en que mi tío lo visitó, aunque lo cierto es que, en el verano, el
calor que se experimentaba en el mismo lugar resultaba, simplemente, abrasador,
y cegadora su refulgencia, como para quemarte los ojos.
El restallar del látigo del postillón, más
furioso a medida que se aproximaban a la entrada del castillo, hizo que alzaran
el vuelo, espantadas, un par de bandadas de palomas que abandonaban así su
palomar como si se temieran lo peor, igual que una bandada de cuervos que se
preparaban para dormir plácidamente en los tejados, y hasta una cuadrilla de
criados del castillo, sin ir más lejos, con el marqués en persona a la cabeza.
Naturalmente, se alegró muchísimo de ver a mi tío, pues su castillo, al
contrario de lo que acontece de común en las casas de los buenos anfitriones,
no tenía por aquellos días muchos más huéspedes de los que se podrían acomodar
en sus aposentos, aunque eran varios los invitados allí alojados. El marqués
besó a mi tío en ambas mejillas, según la costumbre francesa, y lo condujo al
interior de tan señorial mansión, lleno de sincero y expresivo gozo.
El marqués hizo los honores debidos a mi tío,
los propios además de su casa y de su estirpe, con esa su educación tan
francesa... En realidad, no era por otra cosa que por el orgullo que sentía de
ser dueño de castillo semejante, el castillo familiar, que además en buena
parte era de antigüedad incalculable. Por ejemplo, una torre y la capilla
habían sido construidas en tiempos se puede decir que inmemoriales; el resto,
empero, era de construcción más reciente y perfectamente datada, toda vez que
el castillo quedó parcialmente destruido durante la guerra de la Liga. El
marqués, en cualquier caso, parecía albergar a este respecto un gran
sentimiento de gratitud hacia Enrique IV, por haber considerado su mansión
familiar digna de ser arrasada por sus tropas, lo que confería al castillo una
importancia histórica evidente. Además tenía el marqués mil y una historias que
contar a quien quisiera escucharle, acerca de las proezas guerreras de sus
antepasados, y enseñaba con orgullo casquetes, yelmos, ballestas, espadas,
botas de hierro y coletos usados por los de la Liga... Y muy especialmente un
mandoble con el que apenas podía, pero del que hacía ostentación, un tanto
agresiva, incluso, para demostrar que entre sus antepasados se contaba algún
que otro gigante. Él, sin embargo, era un menguado descendiente de tan
hercúleos guerreros; contemplando los rostros adustos, si no brutales, que
exhibían sus antepasados en los retratos de la galería, y mirando después al
marqués de flacas piernas y de cara enjuta, pálida, como chupada entre aquellos
sus dos grandes bucles empolvados del pelucón, sus aîles de pigeon, que parecían prestos a echarse a volar
llevándosele la cara, era difícil creer que descendiera de aquella estirpe de
guerreros. Aunque, al mirar sus ojos, brillantes como los de un insecto, como
si le brotaran sobre las aletas de su nariz desmesuradamente aquilina, se tenía
la impresión de que, en efecto, sí había heredado de sus antepasados una gran
fortaleza de carácter y acaso algo de su crueldad. Claro que, a decir verdad,
el espíritu de un francés nunca desaparece, ni siquiera cuando su cuerpo mengua
día tras día; por el contrario, se hace su espíritu más explosivo en tanto van
mermando las partículas del cuerpo material que lo alberga.
Puedo asegurar que he visto en un enano
francés el valor suficiente como para llenar el cuerpo de un gigante. Así,
cuando en cierta ocasión el marqués se puso, como tanto le gustaba hacer, uno
de aquellos antiguos yelmos que adornaban las paredes del vestíbulo, y aunque
su cabeza no lo llenaba más de lo que lo hubiera llenado un guisante seco con
su vaina y todo, los ojos le ardían, sin embargo, con el brillo de los
carbunclos, y cuando blandía el imposible y enorme mandoble de sus antepasados,
podía imaginarse quien lo viera al valiente y pequeño David empuñando la
verísima espada de Goliat como si fuera la vara leve de un tejedor.
Sin embargo, caballeros, no quiero extenderme
más en la descrip-ción del marqués y su castillo, lo que les ruego me sea
disculpado. Téngase en cuenta que, al fin y a la postre, era un gran amigo de
mi tío, y siempre que refiere su historia lo hace con gran respeto y
consideración, que no es sino trasunto de la gratitud sentida hacia quien fuera
su generoso anfitrión por aquellos días... ¡Pobre marqués! Fue uno de los que
perdieron la vida cuando la turba asaltó las Tullerías aquel triste y décimo
día de agosto. Vendió, empero, cara su vida; como uno de los grandes caballeros
de Francia, blandió su espada en defensa de sus reyes e hizo frente a los
sansculottes diciéndoles: «Vamos, aquí estoy, a ver cuán valientes sois de
veras», hasta derramar la última gota de su sangre, cosa que ocurrió cuando un
poissarde lo clavó contra la pared con su pica, como si fuera una mariposa,
momento en el que, a buen seguro, su alma subió a los cielos llevada por las ailes depigeon de sus bucles empolvados.
Bueno, eso no tiene nada que ver con la
historia que quiero relatar... Cundo llegó la hora de retirarse a descansar,
condujo el marqués a mi tío hacia los aposentos que le destinaba, que estaban
bajo una de aquellas impresionantes torrecillas de la parte más antigua del
castillo... Unos aposentos, sin embargo, que en tiempos lejanos, de guerras y otros
y terribles avatares, habían sido calabozos.
No era lo que entendemos por una habitación
de lujo, aunque sí relativamente confortable, mejor que el cuartucho de
cualquier posada; el marqués había decidido que mi tío durmiera en ella por
considerarle un hombre de gusto lo suficientemente refinado como para apreciar
dormir en un lugar lleno de historia, y también, que todo debe ser dicho,
porque los aposentos realmente lujosos tenían ya huéspedes ocupándolos. No
obstante, reconcilió pronto el marqués a mi tío con los aposentos que le
destinaba, pues notó en él un cierto gesto de sorpresa y hasta de desagrado al
verse allí, mencionando como de pasada el nombre de los grandes e históricos
personajes que allí habían dormido, personajes que de una manera u otra
formaban parte de su estirpe... Así, pues, y siempre según el marqués, allí
habían hecho noche hasta John Baliol, o Jean de Bailleul, como decía él, y allí
mismo murió de pena al saber del triunfo de su enconado rival, Robert de Bruce,
en la batalla de Bannockburn. Y cuando añadió que el duque de Guise había
dormido también allí varias noches, mi tío, entonces sí, se vio obligado a
felicitarse en voz alta por ser honrado con unos aposentos de tanta distinción
y nobleza.
La noche era fría y de mucho viento; los
aposentos de mi tío, muy fríos. Un viejo criado, de larga cara y cuerpo
igualmente largo, vestido de librea y puesto a su servicio por el marqués, echó
un montón de leña en el hogar de la habitación, miró a su alrededor con ademán
altivo y luego le deseó bon repos, con una mueca extraña, como de risa
contenida, y encogiéndose de hombros... Algo que hubiera resultado extraño, una
especie de burla, en cualquier otro criado... que no fuera francés, claro.
La habitación presentaba, desde luego, un
aspecto harto desangelado, por no decir que desagradable; lo justo como para
llenar de aprensión y hasta de angustia a cualquiera que guste de las novelas
al uso de nuestros tiempos, y de aquel tiempo... Las ventanas eran altas y
estrechas; aunque habían sido convenientemente ensancha-das, antaño, en tiempos
de guerra, fueron saeteras de defensa; por lo demás, las contraventanas de
madera crujían hasta el estreme-cimiento a poco que las batiera el viento.
Cualquiera de ustedes, estoy seguro, en tal habitación y en una noche de tanto
viento, habría imaginado que los de la Liga recorrían la estancia pateando con
sus pesadas botas de hierro el piso de madera y entrechocando ruidosamente sus
espuelas. Una puerta, imposible de cerrar a pesar de todos los esfuerzos que
hiciera el invitado, daba a un largo y más que sombrío corredor, que llevaba
sólo Dios sabía a qué otra parte del castillo, pero que parecía hecho a
propósito para que los duendes y los fantasmas que pudieran habitarlo se
explayaran allí a sus anchas después de abandonar sus tumbas por la noche. El
viento, entrando violentamente en el corredor, se dejaba sentir con un rumor
sordo que ponía el vello de punta, y hacía que la puerta imposible de cerrar se
batiera de continuo, como si cualesquiera espíritus aún no hubieran resuelto el
dilema que se les planteaba a su vista, que no era otro sino el de si entraban
o no en la habitación. En una palabra, eran precisamente los tenebrosos
aposentos que un fantasma, si habitara el castillo, escogería como el más grato
lugar para dar rienda suelta a sus expansiones nocturnas.
Mi tío, sin embargo, aunque ya estaba muy
curtido en el arte de afrontar tal o cual aventura, sin importarle la que
fuese, no pensaba en ellas a esas horas. Intentó una vez más cerrar la puerta,
pero fueron inútiles sus renovados esfuerzos por dominarla. No es que sintiera
miedo, ni siquiera aprensión, pues no en vano era un viajero con la experiencia
necesaria como para que no lo amedrentase el más sórdido aspecto o el misterio
de una habitación cualquiera, pero recuérdese que la noche era cruda, fría y
lluviosa, y que el ventarrón rugía sobre y contra la torrecilla en la que
estaban sus aposentos como es de rigor que lo haga contra las antañones
mansiones, y el aire que se dejaba sentir en el corredor llegaba húmedo y
helado, como el que se siente en las mazmorras. Mi tío, empero, al compro-bar
de nuevo que era incapaz de cerrar la maldita puerta, arrojó más leña al fuego
del hogar, que muy pronto crepitó lanzando una larga llamarada en la amplia chimenea,
que iluminó los aposentos hasta el último de sus rincones, a tal punto que la
sombra de las tenacillas colgadas de la pared para remover el fuego pareciese
la de un gigante de piernas inconmensurables. Trepó mi tío después como pudo
para culminar aquella especie de montaña hecha con diez colchones, cosa tan
propia de las camas francesas, en un rincón de lo que era propiamente dicho el
dormitorio; después, tratando de ponerse todo lo cómodo que le fuera posible, y
tapándose hasta la barbilla con el abrigo de la cama, se quedó mirando
fijamente al fuego del hogar, pero sin dejar de prestar la máxima atención al
ulular del viento... Así y todo, trató de infundirse ánimos, diciéndose que en
ningún otro sitio hubiera encontrado una cama cerca de tan buena chimenea, se
felicitó por haber dado con su amigo el marqués... y se quedó al fin dormido,
sin más.
No había llegado a la mitad del primer sueño
cuando lo despertó el reloj del castillo, que estaba en la torrecilla sobre su
cuarto. Daba las doce de la noche. Era un viejo reloj de esos que gustan
sobremanera a los fantasmas. Tenía un sonido grave y tétrico; daba las horas
con tal lentitud que mi tío pensó que no dejaría de sonar en toda la noche,
sólo para dar las doce. Contó una tras otra, y al final le salieron, no doce,
sino trece horas... Y el reloj no hizo más ruido.
Casi, para entonces, se había apagado el
fuego en el hogar y el último rescoldo parecía a punto de expirar de un momento
a otro, lanzando leves llamas azules que propiciaban no menos mortecinos
resplandores y alguna sombra trémula. Mi tío seguía tumbado en su cama, con los
ojos a medio cerrar y con el gorro de dormir calado casi hasta la nariz...
Ahora divagaba en fantasías, mezclando aquella escena con el cráter del
Vesubio, con la Ópera de París, con el Coliseo de Roma, con la Taberna de Doll
y, en Londres, y con otros lugares de visita inexcusable que pueblan las
mientes de un viajero con muchos periplos a sus espaldas... En resumen, y tal y
como lo denotaban sus párpados cada vez más pesados, de nuevo se estaba
quedando dormido.
De repente lo despertó un ruido de pasos que
parecían lentos pero muy fuertes a lo largo del corredor. Mi tío, como en no
pocas ocasiones le he oído decir, era hombre que no se amedrentaba por
cualquier cosa, así que se quedó tranquilamente como estaba; imaginaba que no
sería más que otro de los huéspedes del marqués, o algún criado que se retiraba
a descansar. Pero los pasos se acerca-ron hasta la puerta, que se abrió muy
lentamente, chirriante; si ocurrió tal fenómeno porque alguien la empujó, o a
impulsos de una ráfaga de viento más fuerte, es cosa que mi tío jamás pudo
decir, aunque sí contar que una figura blanquísima entró casi inmediata-mente
después en sus aposentos. Era una mujer alta, espléndida, de porte noble y muy
bella; su vestido blanco era antiguo, de mucho encaje y con larga cola...
Aquella mujer avanzó lentamente hasta la chimenea, como si no reparase en la
presencia de mi tío, o como si no le importara que estuviese; mi tío,
sorprendido pero no aterrorizado, ni mucho menos, se quitó el gorro de dormir
con una mano y se la quedó mirando embelesado. Estuvo un buen rato la mujer
ante aquel pobre fuego que lanzaba leves llamaradas ahora blancas, además de
azuladas, suficiente luz, no obstante, para que mi tío observara en toda su
grandeza el aspecto decididamente fantasmagórico de aquella dama tan exquisita.
Su rostro era increíble, espantosamente
pálido, ésa es la verdad; quizás contribuyera a darle tal aspecto, sin embargo,
la débil luz azul del fuego a punto de morir en la chimenea. Era una mujer muy
bella, eso resultaba indudable, pero de una belleza que se le hubiera
marchitado a causa de los lamentos y de las preocupaciones incesantes; tenía,
pues, todo el aspecto lacerante de una persona que hubiera tenido que
acostumbrarse a sobrellevar el dolor, cualquiera que fuese, pero a la que, no
obstante, el dolor, cualquiera que fuese, no había conseguido doblegar en su
enorme dignidad... Había en ella, así, un aire de resolución orgullosa que se
imponía a la sensación primera de abatimiento; ésa fue, por lo menos, la
opinión que se formó mi tío, que se tenía por todo un magnífico fisonomista.
La dama, como ya he dicho, permaneció en los
aposentos dados a mi tío un buen rato, junto a la chimenea; acercaba al fuego
escaso primero una mano y después la otra, siempre con mucha lentitud; después
hacía lo mismo con los pies, ahora el derecho, después el izquierdo.
Evidentemente quería calentarse, lo que le lleva a uno a pensar que, se diga lo
que se diga, también los espectros sienten el frío. Mi tío, y esto es algo en
lo que hacía especial hincapié al narrar su historia, se dio cuenta entonces de
que calzaba zapatos de salón, zapatos con tacón de aguja, siguiendo una moda ya
obsoleta, cruzados en el empeine con hebillas con diamantes engastados, falsos
o verdaderos, daba lo mismo, pero que refulgían admirable-mente, como si fueran
lo único vivo en aquella figura.
Al fin el espectro se volvió lentamente, ya
confortado; miró en derredor suyo con ojos opacos, una mirada que, entonces sí,
heló a mi tío la sangre en sus venas, y aun la médula de los huesos... Alzó
entonces los brazos al cielo, la pobre mujer; cruzó las manos, y
retorciéndoselas sobre la cabeza, como si implorase con sumo dolor, salió de la
habitación.
Mi tío no pudo sino meditar largo rato acerca
de tan extraña visita, pues como me decía vivamente cuando me refirió la
historia, aunque era hombre de carácter firme y probado valor, era al tiempo
hombre dado a la reflexión profunda sobre las cosas, por lo que en principio
ninguna rechazaba por muy ajena que fuera al curso habitual de la vida, a la
lógica de los aconte-cimientos. Era también, ya lo he dicho, un viajero más que
experimentado; y había vivido, también lo he dicho, extrañas aventuras aquí y
allá... Así que no extrañe a nadie que tras un lapso para la necesaria
reflexión, se calase de nuevo el gorro de dormir hasta las narices, girase en
la cama hasta ponerse casi de espaldas a la puerta, más que de precavido
costadillo, se abrigara bien con las ropas de la cama, tapándose hasta más
arriba de los hombros, y no mucho después se volviera a quedar dormido
plácidamente.
No sé, pues tampoco era capaz de decirlo él,
cuánto tiempo llevaba dormido, cuando lo despertó un susurro junto a su lecho.
Se volvió hacia el lado de donde le llegaba la voz que le llamaba y vio al
viejo criado francés, con el rostro enjuto enmarcado por los bucles de su
pelucón, un rostro de sonrisa forzadamente obsequiosa... Hizo mil muecas
mientras le pedía por lo menos otros mil perdones por haberlo despertado, por
molestar de tan mala manera a monsieur...
Era muy entrada ya la mañana. Mi tío se vistió tan deprisa como le fue posible,
mientras recordaba, aunque vagamente, como si hubiera sido un sueño, la visita
nocturna del espectro. Preguntó entonces al criado quién era la dama que tenía
por costumbre recorrer aquella parte del castillo por las noches, pero el
anciano sirviente se encogió de hombros subiéndolos casi de un golpe hasta su
cabeza, se puso muy teatralmente la mano derecha en el pecho, y mostrando la
izquierda abierta y con los dedos extendidos, y con la palma hacia arriba, hizo
el gesto de inopia más cómico que verse pudiera, aun-que él estaba convencido
de su mucha seriedad y educación, al tiempo que decía que no eran de su
incumbencia «les bonnes fortunes que
tuviera monsieur por la noche». Supo mi tío, pues, que nada en claro podría
sacar de aquel hombre, por lo que no le hizo ninguna pregunta más.
Después del desayuno, que fue abundante,
sabroso y reparador, paseaba mi tío junto al marqués por la parte más moderna
del castillo, deslizándose como sobre la seda por aquellos bien encerados pisos
de madera de los amplios salones, entre riquísimos muebles preñados de dorados
y de brocados, hasta que dieron a una larga galería en cuyas paredes colgaban
muchos retratos, unos al óleo y otros al pastel.
Aquello, como es natural, no podía sino
alentar la elocuente facundia del anfitrión, que era un clásico aristócrata del
anden régime... En toda Normandía no
había un hombre importante, y cabe decir que incluso en toda Francia, que de
una forma u otra no perteneciera a su noble casa. Mi tío lo escuchaba en
silencio, impa-ciente, sin embargo, unas veces descansando el peso de su cuerpo
sobre una pierna, otras veces sobre la otra, mientras el marqués bajito
ponderaba, con su habitual viveza, por no decir que con su proverbial
entusiasmo, las hazañas de sus antepasados, cuyos retratos tenía colgados en la
amplia galería. Ni una aventura de las gentes de su estirpe, galante o
guerrera, le ahorró a mi tío. Así, desde las gestas marciales de los envarados
guerreros de acero, hasta las historias de amor y galanterías varias de
aquellos caballe-ros de ojos azules y expresión un tanto melancólica,
sonriente, con sus bucles empolvados todos ellos, con sus casacas y calzones de
seda rosa o azul, todo, sin dejarse nada en el tintero de la lengua, se lo
contó el marqués a mi tío, sin olvidarse siquiera de las conquistas que tales
nobles hicieran de encantadoras pastorcillas de faldas amplias y huecas y de
talles no más anchos que el de un reloj de arena, que reinaban sobre sus
rebaños y sobre sus zagales con finos cayados adornados con largas cintas de
colores.
En medio de aquella larga y entusiástica
perorata que le largaba su buen amigo el marqués, mi tío se admiró
especialmente ante un retrato de tamaño natural que le pareció la verísima
imagen de la mujer espectral que lo había visitado en sus aposentos la noche
anterior.
-Creo -dijo mi tío entonces- que he visto el
original de ese retrato.
-Pardonnez-moi
-le respondió el marqués educadamente, pero eso no puede ser... Esa dama murió
hace más de cien años. Era la muy bella duquesa de Longueville, que vivió sus
días más gloriosos durante la menor edad de Luis XIV.
Nunca, a buen seguro, se pudo decir cosa tan
insensata como la de mi tío. El marqués adoptó de inmediato la actitud del
hombre dispuesto a hacer una muy larga narración. Y así, en efecto, le cayó
encima a mi tío la historia completa de la guerra civil de la Fronda, durante
la cual la bella duquesa de Longueville había representado un muy distinguido
papel… Turenne, Coligny,
Mazarin... fueron exhumados por el marqués al instante para avalar los hechos
narrados, entre los que se contaban, naturalmente, los referidos a los días de
las barricadas y a las hazañas en Port Cochére. Mi tío comenzaba a sentir unas
irresistibles ganas de poner más de mil leguas de distancia entre el marqués y
él, o entre él y la implacable narración del marqués, cuando de golpe los
recuerdos del marqués bajito tomaron un giro mucho más interesante.
Estaba el marqués relatando los pormenores de
la prisión que sufrieran el duque de Longueville y los príncipes de Condé y de
Conti en el castillo de Vincennes, y los infructuosos esfuerzos de la duquesa
de Longueville para levantar en armas a los tercos normandos a fin de que
lucharan por su libertad, cuando llegó en su relato a la parte en que la
duquesa era sitiada por las tropas reales en el castillo de Dieppe.
-El ánimo de la duquesa -decía el marqués- se
enardecía con los sufrimientos. Era admirable, según cuentan las crónicas de
aquel tiempo, ver a una mujer tan bella y delicada luchar decididamente contra
todas las vejaciones que sufría, contra todas las privaciones que padecía.
Pensó entonces en un desesperado recurso para escapar... Conocéis bien el
castillo en el que se hallaba recluida... Un edificio en ruinas sobre la cima
de una colina que domina la pobre población de Dieppe... Bien, pues una noche
oscura y tempestuosa salió la duquesa de Longueville secretamente por una de
las poternas del castillo, cuya vigilancia habían descuidado sus captores. Esa
poterna aún está en pie; da a un puente muy estrecho sobre un foso profundo
entre el castillo y la cima de la colina. La seguían sus doncellas, un puñado
de criados y varios caballeros que aún le eran fieles... No intentaba sino
alcanzar un puerto distante unas dos leguas de allí, donde la duquesa había
preparado secretamente que un buque la aguardara para huir.
Resultó, según el relato hecho por el marqués
a mi tío, que el grupo de fugitivos tuvo que recorrer a pie aquella distancia
por no poder contar con caballos. Cuando llegaron al puerto se desencadenó una
fuerte tormenta que agitó la mar terriblemente; el buque se hallaba anclado
lejos de la rada y no había otro modo de alcanzarlo que tomar una barca de
pescadores a la que la marejada agitaba como si fuera un cascarón. La duquesa,
valiente, decidió abordarla, a pesar de los esfuerzos que hicieron todos,
incluidos unos pescadores que allí había, por disuadirla de tamaña locura. Mas
la inminencia del peligro de muerte que corría, y la valentía de que siempre
había hecho gala aquella mujer impar, no hicieron otra cosa que animarla en tan
incierta empresa. Un pescador la tomó en sus brazos para subirla a la barca,
pero era tal la violencia del ventarrón entonces, que el hombre perdió el
equilibrio, no pudo rehacerse y dejó caer su preciosa carga al mar, entre las
olas terribles que rompían contra el frágil embarcadero.
La duquesa estuvo a punto de perecer ahogada,
mas, gracias a los denodados esfuerzos que hizo para salvarse, de una parte, y
de otra merced a la ayuda de los pescadores y sus propios caballeros, que le
echaron un cable, logró tocar tierra. Apenas se hubo repuesto, insistió; sin
embargo, la tormenta era ya clara tempestad, violentísima, por lo demás, y
hacía vanos todos los esfuerzos; demorarse, por otra parte, significaba ser
descubierta en breve y tomada prisionera de nuevo, aunque ahora para ser
llevada en breve al cadalso. Allí en el puerto, y como no había forma alguna de
abordar la barca de los pescadores, se hicieron con caballos. Montaron la
duquesa y las damas a la grupa de los caballos de sus caballeros y batieron los
campos cercanos en busca de un refugio en el que guarecerse hasta que la mar
quedara en calma.
-Mientras la duquesa -prosiguió el marqués,
poniendo su dedo índice sobre el pecho de mi tío para excitar de nuevo su
atención, pues comenzaba a flaquearle, mientras la duquesa, decía, ¡pobre
mujer!, sorteaba la tempestad de modo tan triste y angustioso, llegó a este
castillo en el que estamos... Aquello, naturalmente, causó cierta inquietud en
quienes entonces moraban en él, pues el tropel de caballos y el ruido de
espadas y de espuelas no solía presagiar nada bueno en aquellos tiempos... Uno
de los caballeros de la duquesa, un militar alto y muy fuerte, armado hasta los
dientes, avanzó al galope y anunció el nombre de la que llegaba. Todos los
moradores de este castillo se tranquilizaron, y hasta se entusiasmaron con la
visita, al oírlo. La servidumbre salió a recibir con hachones encendidos a la
duquesa; nunca hubo, a buen seguro, viajeros tan destrozados como bien
recibidos en parte alguna... La pobre duquesa, sus doncellas, cada una a la
grupa de la montura de un caballero, mostraban una palidez extrema, una
demacración terrible. Traían los vestidos hechos jirones, mientras los pajes y
los criados, empapados hasta los huesos y medio desnudos por lo destrozados que
llevaban sus ternos, parecían a punto de caerse al suelo debido a la enorme
fatiga que sufrían.
Siguió contando el marqués que la duquesa fue
recibida por su ante-pasado correspondiente, que le dio una muy cordial
bienvenida y la condujo al vestíbulo del castillo. Pronto chisporroteó un fuego
grato y abundante en la chimenea, que pareció confortar a la dama y a su
séquito, y muy pronto, igualmente, tuvieron a su disposición cacerolas,
asadores y pucheros bien repletos para saciar el hambre.
-La duquesa, claro está, tenía todo el
derecho a nuestra hospitalidad -prosiguió el marqués bajito, alzándose ahora
majestuosamente sobre las punteras de sus zapatos, porque estaba emparentada
con nuestra casa... Os lo explicaré... Su padre era Enrique de Borbón, príncipe
de Condé...
-¿Pero pasó o no la duquesa aquella noche en
el castillo? -lo interrumpió abruptamente mi tío, aterrado ante la sola idea de
verse envuelto en una suerte de narración genealógica, para la cual parecía
prepararse el marqués.
-iOh! -exclamó el marqués, sorprendido. Bien,
en cuanto a la duquesa se refiere, fue alojada en la misma habitación que
ocupas-teis la noche anterior, que en aquel tiempo era una cámara que se
ofrecía a los personajes de mayor importancia... Su séquito fue alojado en las
habitaciones que dan al corredor, y su paje favorito durmió en un gabinete
contiguo al de la duquesa. El fornido caballero que había anunciado su llegada,
y que era el guerrero más diestro del séquito, pasó la noche en vela haciendo
guardia en el corredor. Era un hombre sombrío, sin embargo, y más bien rígido y
violento; cuando la luz de la palmatoria que alumbraba el corredor caía sobre
su rostro de facciones temibles, daba la impresión de que hubiera sido capaz él
solo de defender el castillo del asedio de una tropa cualquiera... La noche,
como ya he dicho, era harto desapacible... Por esta misma época del año... iPor
cierto! Ahora reparo en ello... Anoche se cumplió el aniversario de aquella
estancia de la duquesa de Longueville en mi casa... Puedo recordarlo porque fue
una fecha extraordinaria para toda mi estirpe. Hay una tradición muy singular
en mi casa, desde entonces...
Vaciló el marqués, como si sus cejas se
poblaran de nubes.
-Esa tradición -continuó; bien, aquel extraño
suceso se produjo tal noche... Bueno, fue un suceso extraño, misterioso,
inexplicable... Hizo una larga pausa.
-¿Os seguís refiriendo a la duquesa? preguntó mi tío, alarmado entonces ante su
pausa.
-Era ya pasada la medianoche -siguió diciendo
el marqués- cuando todo el castillo...
Hizo otra pausa. Mi tío abrió sus manos y
extendió hacia él sus brazos, como rogándole que siguiera.
-Perdonadme -se excusó el marqués,
ruborizándose entonces, pero hay algunas circunstancias relacionadas con la
historia de mi familia que no me agrada contar... Fueron tiempos muy duros...
Una época de grandes hombres, pero ya sabéis que la sangre noble, cuando corre
sin razón, no lo hace mansamente como la de la plebe... ¡Pobre duquesa! El
orgullo familiar me impide... Perdonad-me, os lo ruego... Hablemos de otra
cosa, si os parece.
Aquello no hizo más que excitar sobremanera
la curiosidad de mi tío, como era de lógica. La pomposa y magnífica
introducción que hiciera el marqués bajito le había llevado a esperar algo
realmente admirable de su relato y no estaba dispuesto, por ello, a quedar
privado del fin de la historia, por un súbito arranque de pudor del marqués...
Al fin y al cabo no era mi tío más que un viajero ávido de información y de
historias con las que enriquecer su ya más que largo anecdotario, por lo que
consideró un deber primordial inquirir hasta sus últimas consecuencias, aun a
riesgo de su amistad con el marqués bajito.
Fue en vano. El marqués se negó a seguir.
Incluso a contestar varias de las preguntas que le hizo mi tío.
-Bueno -dijo mi tío al cabo, algo más que
sardónico, incluso haciendo gala de cierta petulancia; podéis pensar lo que os
venga en gana, pero yo puedo asegurar ante quien sea que he visto a esa dama...
El marqués dio un par de pasos atrás y lo
miró sorprendido y aterrado.
-La duquesa me visitó anoche en mis aposentos
-dijo mi tío.
El marqués, rehecho de la impresión primera,
sacó entonces su cajita de rapé, encogiéndose de hombros y sonriendo, como si
tomara lo que le acababa de decir mi tío por una desagradable muestra de humor
inglés, y no sin fingida cortesía pidió a mi tío que le contara por favor tan
interesante aventura.
Mi tío aceptó el reto y con una seriedad
completa le refirió la aparición de la dama en todos y cada uno de sus
detalles. El marqués no pudo evitar interesarse en aquel relato, que escuchaba
cada vez más serio, ida ya su sonrisa incrédula de antes, con la cajita de rapé
en la mano, aún sin abrir.
Al fin, cuando concluyó mi tío su relato, el
marqués abrió la cajita y se puso en las narices una buena cantidad de rapé.
-iBah! -exclamó el marqués luego,
encogiéndose de hombros otra vez mientras daba la espalda a mi tío para
dirigirse al extremo de la galería.
Aquí cesó en su relato quien contaba aquella
historia; los reunidos aguardaban la continuación, pero el narrador seguía en
silencio.
-Bien -dijo uno de esos caballeros que
siempre tienen alguna pregunta que hacer, ¿qué dijo su tío entonces?
-Nada -contestó el narrador.
-¿Y el marqués tampoco dijo nada más?
-Nada.
-¿Y eso es todo?
-Sí, eso es todo -admitió el narrador
mientras echaba más vino en su copa.
-Supongo -dijo un anciano caballero al que la
nariz al hablar se le movía hacia los lados- que el espectro de esa historia no
era, en realidad, sino el cuerpo verdadero de la guardesa del castillo, que iba
de habitación en habitación por ver si faltaba algo a los huéspedes...
-iBah! -replicó el narrador. Mi tío era un
hombre capaz de distinguir perfectamente un espectro de una guardesa, era un
hombre que había visto mucho mundo...
Se alzó un murmullo en la mesa, mezcla de
burla y decepción con algo de algarabía jovial. Por mi parte, creo que aquel
anciano que relató la historia se guardaba en realidad lo más interesante de la
misma; había en su rostro demacrado una singular expresión que me hizo dudar de
si había hablado en broma o en serio.
Relato de un viajero
1.025. Irving (Washington) - 058
No hay comentarios:
Publicar un comentario