Román subía la escalera de casa de su novia con la
alegre presteza habitual. Sus ágiles piernas de veintiséis años salvaban dos a
dos los escalones, cuando gritos
salvajes de dolor, seguidos de otros agudísimos, que traducían infinito
espanto, le hicieron dispararse en galope loco al descanso del inmediato piso.
El cuadro que se le apareció le dejó petrificado un segundo. En el suelo, su
Irene se retorcía, se revolcaba, envuelta en llamas; ardía su ligera ropa, ardían
sus cabellos rubios. Alrededor de la víctima, un grupo: madre, hermana,
criado -hipnotizados, inmóviles
a fuerza de horror,
dejándola morir en
aquel suplicio.
Instantáneamente
Román comprendió; instantáneamente se arrojó sobre la joven, revolcándose a
su vez con
voluntaria brutalidad,
extinguiendo por medio del peso de su cuerpo las vivas llamas. Sus manos -para
quienes eran sagradas
aquellas vírgenes formas- las palpaban ahora sin
considera-ciones de falso pudor,
apagando el incendio
como podían, a puñados, arrancando a jirones telas y puntillas
inflamadas aún. La madre y la hermana, a ejemplo de Román, desgarraban traje y
enaguas, desnudaban a la mártir su túnica
de Neso. Al
fin, consiguieron recogerla desvanecida -pero
respi-rando aún- y
transportarla a su
alcoba, depositándola sobre
la cama, mientras el
sirviente corría a la Casa
de Socorro a buscar un médico.
La hermana, sollozando, explicó lo sucedido. Nada,
un descuido; la maquinilla de alcohol donde calentaban los hierros de ondular,
volcada; el líquido ardiente prendiendo en la flotante manga
de la bata
de muselina; el sufrimiento y el terror, que inspiran lo
contrario de lo que aconseja la prudencia, y lanzan a una carrera insensata hacia
la puerta y hacia el aire libre; el aturdimiento de los espectadores, que no
les da tiempo a hacer lo único indicado en casos tales, lo practicado por
Román; y, al terminar el entrecortado relato, un abrazo confundía al novio y a
la hermana, cuyas lágrimas mojaron
las mejillas de
Román, sus tiznados y chamuscados ojos.
Llegó el médico. Nadie se había atrevido a tocar a
Irene, que, vuelta del desvanecimiento, se quejaba de un modo estremecedor.
Román ayudó; hizo de practicante, manejando las
tijeras él mismo. Entre los circunstantes, ninguno se preocupó del extraño caso
de aquel novio ante quien despojaban de sus últimos velos a la casta novia. La
fraternidad y la indiferencia nacían del padecer. El cuerpo de Irene
se mostraba como
en la mesa
del anfiteatro; mas la
hermosa estatua juvenil era una pura llaga.
Mientras
iban a la
botica por calmantes, por medicinas, por algodón
hidrófilo, por vendas, Román, arrastraba al doctor a la antesala y le
preguntaba ansiosamente:
-¿Vivirá?
-Esperemos
que sí. ¿Es usted su pariente?
-Soy su futuro esposo -contestó con sencillez Román.
Me contento con que no muera. ¿Sufrirá mucho?
-Torturas
atroces, y que no podemos evitar. Avisen ustedes a su médico de confianza.
Acaso sobrevenga fiebre y delirio. ¡La han
dejado arder! Si
usted no acierta
a arrojarse sobre ella,
apagando mecánicamente el
fuego, ahora estaría carbonizada. Su intervención de usted la ha
salvado.
Verificáronse punto por punto los vaticinios del
doctor. Irene osciló entre la vida y la muerte
bastante tiempo. Los
que rodeaban su lecho,
empe-zando por Román,
sólo se preocupaban
de la mejoría.
Ni cruzaban por la
mente del novio otros pensamientos. Siempre pendiente de la opinión del
médico, el tumulto del amor, su apretada florescencia de rosas, no
existía desde la
hora en que
apagó con su cuerpo las llamas. A decir verdad, ni pensaba en cambio
alguno de su manera de sentir, y mucho
le sorprendió que la
misma enferma, una tarde, a la hora en que él solía visitarla y leer en
alta voz, para distraerla, los periódicos, le dijese:
-Román, ¿no sabes que he quedado feísima?
El novio fijó los ojos en el semblante de la novia,
cruzado aún por vendajes, y contestó sinceramente:
-¡Qué disparate! En cuanto te quiten esas tiras de
gasa y esos algodones, estará mi nena igual que estaba: ¡muy guapa, guapísima!
Ella insistió con firmeza:
-Estoy desfigurada: la cara, llena de
costurones; el pecho
con cada cicatriz...
Por todo mi cuerpo señales...
Román, no podemos casarnos. ¡Lo nuestro... se acabó!
Impaciente y enojado, protestó él:
-¡Qué manía te entra, Renita! Vamos, vamos, no te me
pongas tonta; no quiero que seas así. ¡Chiquilla rara! Soy tu novio; soy tu
enamorado; soy tu
futuro, y nos
echan las bendiciones apenas te
sueltes por ahí sana y buena. ¡No faltaba otra cosa!
La voz que salía de detrás de los vendajes se
deshizo, se quebró en llanto.
-Muchas gracias, Román. Ya sabía yo que... que me
contestarías eso. Es natural en ti.
-¿Que si es
natural casarnos? ¡Me
gusta!
No parece sino que se trata de algún fenómeno. ¡Ea,
niña!, la mano.
Ella la alargó, enflaquecida y todavía áspera por la
sequedad de la calentura. Román la besó piadosamente, como hubiese besado, a
ser devoto, una reliquia.
-Escucha, Román... -pronunció hondamente la enferma. Tú te
portas siempre bien; demasiado me
consta. Valdría más
que te portaras peor. En vez de
arrojarte sobre mí a apagar el fuego, debiste detenerte un minuto, lo bastante
para que acabase de abrasarme.
Así me salvarías
de una suerte
bien amarga..., sin hablar de los
padecimientos, que no han sido pocos.
-¡Ea,
ea, basta, niña!
-exclamó Román.
No
aguanto que continúes
por tal camino.
¿De
dónde sacas semejante
suerte amarga, vamos a ver?
Conmigo tu suerte será dulce; te querré mucho...
¿Es que pensabas
hacer conquistas? A mí has de parecerme la mujer más bonita del mundo.
-¡A ti, no! -declaró con energía Irene.
-¿Tú qué sabes?
-Lo sé. Y te lo probaré... hasta la evidencia.
¡Ah! Si te pareciese a ti bonita, ¿qué me importaban
los demás? Pero tú ni eres ciego ni eres de palo. Me detestarías; te
avergonzarías de mí.
El novio se alzó en pie, entre desazonado y
compadecido.
-¡A callar! -ordenó. Mi niña está hoy nerviosa, y no
quiero que se me ponga peor con estas conversaciones sin sustancia. ¡A callar,
a obedecer!
-¿Me
aseguras que sientes
por mí lo que
sentías antes... de la desgracia?
-interrogó Irene.
-¿Pues
quién lo duda?
¡Exactamente, boba!
-¿Me lo
jurarías?
-Lo juro
-contestó él sin titubear.
Hubo un instante de grave silencio entre la mujer
que recibía tal prueba de ternura y el hombre que acababa de comprometer su
porvenir. Román tenía asida la mano de la enferma y la estrechaba contra los
labios. Y lo primero que se oyó fue la voz de la madre de Irene, que entró y
vio la escena, y la aprobó sonriendo.
-No, no te
muevas, Román... Estás
bien ahí, hijo mío... He venido no más que a ver si ocurría algo. Quedáos en
paz. Antes, ya te
acordarás, no me gustaba dejaros solos, ¿eh? Pero ahora..., ¡bah!, si eres como
un hermano de la pobre...
Hazle compañía; entretenla.
Tengo que atender a mi agente de Bolsa, que me
aguarda en la sala.
Apenas la madre hubo salido, Irene se alzó sobre un
codo y dijo a Román, que estaba cabizbajo:
-Ahí
tienes la prueba
que te ofrecí.
¡Mi madre nos deja solos!
Y
atajando nuevas protestas
de Román, añadió:
-No te esfuerces.
Yo estoy resuelta:
así que pueda levantarme
y andar, irremisiblemente entraré en el Noviciado de
los Paúles.
"Blanco y Negro", núm.
645, 1903.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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